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Imágenes de Cosío Villegas

"El estilo es el hombre", se ha dicho siempre, y en Cosío Villegas se confirma. Algo de su estilo "parejamente sombrío" se trasluce en la iconografía (compilada cuidadosamente por Alba Rojo) que como homenaje a su creador publicó el Fondo de Cultura Económica. Además de la escasez de imágenes -significativa de por sí- entre las que existen, tanto en el exiguo acervo familiar como en fondos institucionales, es difícil hallar una en la que aparezca riendo o siquiera sonriendo. Había algo austero, seco, estoico en don Daniel. Un flemático inglés perdido en Aztlán.

En el mobiliario de su casa, recuerdo, no había adornos, apenas algún detalle, si bien no faltaban buenos cuadros, como aquel (leyendo, claro) que le hizo José Moreno Villa. Así, leyendo, lo recordaban siempre sus amigos. Entre libros (como lector, editor, corrector, censor, escritor) se sentía en su propia piel y esbozaba una sonrisa. Tal vez exagero. Hay fotos pícaras de juventud, imágenes de dandismo, momentos divertidos (como las cacerías con Lombardo y Bassols) instantes que parecen de felicidad (como las de grupo en Argentina y México, siempre entre amigos intelectuales) y hasta de plenitud (como cuando preside el ECOSOC). Un par de hermosas fotos familiares dan cuenta de su amor filial: aquella en que enseña a fumar a Gustavo, y esa otra, con la pequeña Emma, en una carretera ibérica, estrenando su bonito coupé verde.

Tampoco faltan las domingueras, como esa formidable selección que le hizo César Sepúlveda en la que por excepción aparece posando, con su copetillo plateado y la mirada escrutadora. Todas revelan al hombre de pensamiento y en pensamiento, al hombre inteligente que sobre todas las cosas era Cosío. La serie final, la de los años setenta, encierra un misterio. Cosío Villegas vivía en el pináculo de su fama pública. Era leído, discutido, atacado y admirado. Pero el tono "parejamente sombrío" de su estilo literario y vital se va apoderando de su rostro hasta volverlo no sólo triste sino casi desolado.

Quiero recordar esos últimos años o meses en que lo frecuentaba y no dejo de hallar momentos de alegría (burlas, ironías, conversaciones cálidas al calor de un buen whisky) pero ese cigarrillo con el que a menudo aparece en las fotos, y esa carraspera que lo agitaba y enrojecía bloqueando su respiración hasta casi ahogarlo, eran señales inequívocas de su final. "¿Cuánto tiempo me das?", le había preguntado al experto mayor en el área, su hermano, el no menos célebre neumólogo Ismael Cosío Villegas. "Dos años", le dijo escueto, lapidario. Tal vez la certeza de esa muerte a la no muy avanzada edad de 76 años, cuando tenía tanto que decir y escribir, le dolía. O el fallecimiento reciente de su hijo Gustavo. O el país, que él y su generación de fundadores había reconstruido, y que en 1976 entraba en una crisis que Cosío -gran profeta- previó con toda claridad. O todo ello junto. "Ya ve, todos terminamos por desertar", le había dicho a Alejandra Moreno Toscano al recibir sus condolencias por la muerte de Gustavo. Se fue pero nunca desertó. Las instituciones que fundó, las obras que escribió, los libros y revistas que editó, las generaciones que formó siguen allí. Sólo la deserción de la responsabilidad intelectual en quienes lo conocimos podría sepultar su legado.

Reforma

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