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Recuerdo de Isaiah Berlin

El pasado 5 de noviembre se cumplieron diez años del fallecimiento de Isaiah Berlin. Nacido en Riga, Letonia, en 1909, vivió su infancia en Petrogrado y en 1920 se estableció con su familia en Londres. A partir de 1928 se matriculó en Oxford, donde dio inicio a una notable carrera académica, primero en filosofía y, más tarde, en la que fue su disciplina favorita, la que le dio un sitio de honor en la vida intelectual de Occidente: la historia de las ideas. Si bien durante la Segunda Guerra Mundial Berlin prestó sus servicios en el Departamento de Inteligencia del Foreign Office y trabajó en la Embajada Británica en Estados Unidos, su pasión no fue la acción sino la contemplación. Pero su contemplación no era quietista sino comprometida con la libertad.

En el mundo de los sesenta en habla hispana, fuera de los ámbitos estrictamente académicos, Berlin era casi un desconocido. Alianza Editorial publicaría en 1970 su introducción a la obra de John Stuart Mill y, en 1973, Karl Marx (su tesis de 1939). Un año más tarde, Revista de Occidente daría a la luz Libertad y necesidad en la historia, que incluía una famosa conferencia de 1953 contra "la inevitabilidad histórica" (que provocó una polémica con el célebre historiador marxista E. H. Carr) y el ensayo "Dos conceptos de libertad" (1958), que introdujo la idea de la "libertad negativa" como clave de la auténtica actitud liberal. Pero no fue sino a partir de 1983 cuando Berlin comenzó a ser traducido con la debida amplitud al castellano.

Comencé a leerlo animado por las reseñas sobre su obra en el Times Literary Supplement y la New York Review of Books, que recibíamos en Vuelta, y desde entonces nunca lo solté: primero Russian Thinkers (1978), más tarde Against the Current (1979), y luego todo cuanto salió de su pluma. Me volví su discípulo virtual. Me deslumbraban sus páginas sobre la tolerancia y la pluralidad, me convenció su tesis sobre la insalvable contradicción entre los valores (y la necesidad de elegir entre ellos). Admiré sus finos y apasionados ensayos biográficos de escritores y pensadores europeos y rusos del siglo XIX y, sobre todo, sus retratos de los poetas rusos que había conocido personalmente en Leningrado y Moscú, durante los primeros tiempos de la Postguerra.

Aprovechando un tránsito por Oxford con mi pequeña familia, en 1981 me atreví a solicitarle una entrevista. No repetiré los pormenores, descritos en Travesía Liberal. Mi interés en verlo no provenía sólo de la devoción intelectual que le profesaba sino de algo más concreto: quería entender mejor a la "Intelligentsia" rusa, para trazar sus posibles paralelos con la latinoamericana. En esos años de Guerra Fría (apenas atenuada por los acercamientos de rusos y chinos con Estados Unidos), no se vislumbraba el fin del imperio soviético. Lo que sí se conocía cada vez más (gracias a los testimonios de Solzhenitsin, Nadezhda Mandelstam y otros grandes escritores disidentes) era la dimensión del horror en el universo concentracionario. Decenas de millones de muertos, hambrunas, persecuciones. En eso se había convertido la generosa utopía socialista. Con cierta inocencia, lo admito, quería acercarme al sabio que conocía la cultura profunda de Rusia y su historia contemporánea. Necesitaba aprender de él los elementos centrales de aquella experiencia histórica, los mismos que, habiéndose reproducido en Cuba, amenazaban con propagarse a Nicaragua y El Salvador, y aturdían (con sus delirios milenaristas) a los jóvenes en las universidades de la región. Así se lo hice saber a las primeras palabras: "los Poseídos de Dostoyevsky están vivos en América Latina".

Como contaba con poco tiempo (al menos así creía yo, pero los 15 minutos pactados se convirtieron en 2 horas) quise resumir mi curiosidad concreta en una pregunta: ¿Por qué había fracasado el liberalismo en Rusia? Berlin se refirió a las explicaciones sociológicas convencionales (como la ausencia relativa de una burguesía y una clase media) pero su punto clave fue el siguiente: "los liberales fallaron debido, simplemente, a su falta de preparación para utilizar métodos violentos como los usados por los bolcheviques". Ésa era una parte de la explicación; la otra residía en el historicismo ruso, obsesionado por medir la posición histórica relativa de ese país con respecto a Occidente y dictaminar, a partir de ella, la mejor manera de alcanzarlo: Reforma, como querían los Mencheviques, o Revolución, como pensaban los Bolcheviques. "Un ambiente así -agregó Berlin- intoxicado de modo tan extremo con la idea de la marcha objetiva de la historia, debió ser tierra fértil para el desarrollo del marxismo". Por eso, a fin de cuentas triunfó la opción radical. La respuesta a mi pregunta original quedaba clara. El liberalismo había fracasado por su debilidad intrínseca: no se permitía a sí mismo el uso de la fuerza ni pretendía acelerar violentamente el curso de la historia.

Han pasado 26 años desde aquella entrevista. La URSS desapareció, como tal, del mapa político, pero el liberalismo no ha podido arraigar en la Rusia postcomunista. Lo que lo obstruye hoy no es tanto la falta de una clase media o de una burguesía, sino la férrea tradición autocrática -que Berlin no tocó en nuestra conversación- y el efecto residual de aquella ideología historicista que sigue intoxicando a esa sociedad con delirios imperiales de una grandeza no complementaria sino enemiga de Occidente.

En cuanto a América Latina, la situación se está volviendo ahora aún más grave que la de 1981. Aunque el liberalismo ha ganado terreno, es consustancialmente frágil (se impone por los votos, no por las balas). En cambio a su rival (que ahora se llama "Socialismo del siglo XXI", y se ha sacado la lotería petrolera) lo mueve la malhadada cultura caudillista (nuestra forma tenaz de la autocracia), y un fanatismo ideológico rejuvenecido, similar al de los radicales rusos del XIX pero ejercido desde el poder: alcanzar a Occidente (del que forman parte), superarlo, humillarlo. Para lograr su cometido, el Comandante Chávez no tiene empacho en ir cerrando las compuertas de la libertad, utilizando a la democracia para adulterar a la democracia, hasta instaurar -en poco tiempo, como veremos- una nueva versión del totalitarismo cubano: una Rusia con palmeras.

Fuera de un milagroso derrumbe de los precios del petróleo, no conozco ningún antídoto contra ese bolchevismo tropical que no sea el del amor activo por la libertad. Leyendo a Isaiah Berlin ese amor se cultiva y acrecienta.

Reforma

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