Wikimedia Commons

La presidencia imperial

México no es una monarquía absoluta y hereditaria pero los vaivenes de su historia política recuerdan las Vidas de los doce Césares de Suetonio. La concentración de poder en el jerarca en turno ha sido una constante desde tiempos del emperador Moctezuma, frente a quien sus súbditos no podían alzar la vista bajo pena de morir sacrificados. En cualquier país la actitud de los líderes es un factor clave, pero en México, donde las prácticas republicanas y la democracia son más formales que reales, la historia nacional se explica a menudo por la biografía de sus presidentes. Desde 1929, los mexicanos nos hemos preguntado cada seis años, a veces con esperanza y alivio, otras con incertidumbre y temor: ¿quién es el presidente? ¿Cómo reaccionará ante el legado de su antecesor?

Un buen psicoanalista hubiera ahorrado al país muchos dolores de cabeza. Gustavo Díaz Ordaz sufría de manía persecutoria, tenía un sentimiento (no injustificado) de ser marcadamente feo y el extraño pasatiempo de armar gigantescos rompecabezas; era previsible que interpretara las manifestaciones estudiantiles de 1968 como un rompecabezas político, una agresión personal a la que había que someter de modo violento y sumario. Luis Echeverría vivió todo un sexenio obsesionado con distanciarse de la matanza de Tlatelolco y quiso lograrlo mediante una política populista que multiplicó la burocracia, endeudó al país y, a fin de cuentas, desquició la economía. José López Portillo provenía de una antigua familia arruinada por la Revolución y proyectó a su presidencia sus delirios restauradores: vio en el petróleo un regalo de la Divina Providencia, gastó como un señor feudal en proyectos suntuarios y legó a su sucesor una deuda de 80 mil millones de dólares: una bomba económica. Miguel de la Madrid, hombre de temple conciliador y cauteloso, comenzó a orientar la economía hacia la apertura comercial, pero en su periodo se cometieron fraudes electorales que desembocarían en los comicios más dudosos de la historia contemporánea mexicana: una bomba política. Para el triunfador de esas elecciones, Carlos Salinas de Gortari, legitimar su posición era una cuestión prioritaria.

¿Quién es Ernesto Zedillo? ¿Cómo ha reaccionado y reaccionará ante el legado de Salinas? Formado durante su infancia y primera juventud en Mexicali, en la frontera con Estados Unidos, es el primer norteño que gobierna al país desde los tiempos de los grandes caudillos revolucionarios. Nacionalistas pero no yankófobos, los mexicanos del norte no se sienten menos que los norteamericanos, sus «primos» del «otro lado»; orientados a la práctica y recelosos de las teorías, suelen ser liberales en sus creencias religiosas, abiertos en su trato, igualitarios en lo étnico y social, espartanos en su régimen de vida.

Zedillo se ajusta al modelo. No sólo por su formación de economista en Yale, sino por sus hábitos de trabajo (austeridad y «workaholismo» agudo), sus posturas éticas (en su hogar, caso excepcional en su posición, no había sirvientas), su temperamento individualista y hasta sus gustos musicales, Zedillo comprende y participa, como ningún otro presidente mexicano, de la cultura norteamericana. Es un selfmade man: hijo de una familia de clase media, de niño desempeñó diversos oficios (voceador de periódicos, limpiabotas), viajó solo en camión hasta la remota capital del país y, más tarde, se incorporó al Instituto Politécnico Nacional, institución competidora de la antigua, elitista y humanista Universidad Nacional. Un dato significativo de Zedillo es su honradez personal: ningún presidente mexicano ha llegado al poder con menos patrimonio personal en este siglo.

En la campaña presidencial Zedillo fue de menos a más. Mostró valor personal, tenacidad y disposición para aprender de sus propios errores. Su triunfo del 21 de agosto fue claro, si bien manchado por las inequidades de nuestro sistema político. Aunque su gabinete de jóvenes economistas (el primero puramente tecnocrático de la historia mexicana) provocó desconcierto, su discurso de toma de posesión tuvo un efecto sedante: heredero de un presidente todavía popular y de una economía aparentemente sana y reformada, sólo la guerrilla de Chiapas nublaba el horizonte.

Los primeros actos políticos fueron alentadores. A diferencia de Salinas, Zedillo tomó la iniciativa de establecer puentes con la oposición de izquierda e incorporó a su gabinete a un miembro del PAN, introdujo una urgente reforma al maltrecho Poder Judicial y mostró cortesías inusitadas hacia el Poder Legislativo. Ante las amenazas de violencia en Chiapas, Zedillo actuó con una mezcla adecuada de firmeza, flexibilidad y prudencia. «Nuestra paciencia es inagotable», declaró.

Parecía el mejor de los comienzos cuando, de pronto, las finanzas mexicanas se colapsaron. ¿Qué había ocurrido? La realidad se impuso. Mucho antes del conflicto en Chiapas, el peso acumulaba una peligrosa sobrevaluación. ¿Cómo no lo advirtieron los economistas del gabinete de Salinas? Los tecnócratas suelen creer que la realidad es plenamente modulable, panificable, previsible. Por eso no la oyen ni la ven. Por eso la atropellan y periódicamente se topan contra la pared.

Paradójicamente, nuestra desafortunada situación financiera podrá contribuir a la madurez de México y a su reacreditamiento definitivo como una nación confiable en el exterior, si Zedillo enfila su propia biografía —y la del país— hacia tres líneas rectoras: la paz en Chiapas, el realismo económico y la democracia. Además de canalizar recursos productivos federales y privados a Chiapas, quizá la solución de fondo sea idear una forma de autonomía para las comunidades de la región.

El gobierno de Salinas confundió un expediente financiero con la solución económica, y lo endosó a Zedillo. Contar con grandes inversiones financieras del extranjero no es lo mismo que crear una sana planta exportadora. La única salida para México es pagar y crecer exportando. El realismo en la paridad es la condición primera para lograrlo.

El acuerdo de fondo en Chiapas y el establecimiento de una economía sana dependen a su vez de la reforma política mil veces pospuesta. México no podrá convocar la confianza del exterior si no afirma definitivamente su confianza en sí mismo, pero esta confianza depende de la incorporación de México a la normalidad democrática. Si es fiel a los valores morales en que se formó, Zedillo deberá atender el agravio de sectores amplísimos de la sociedad que se sienten manipulados, engañados, tratados como menores de edad por el monopolio político del PRI. En las circunstancias actuales, sólo dos procesos tangibles pueden reavivar las esperanzas: elecciones impecables en todos los niveles y un clima democrático que aliente el continuo debate público sobre los grandes problemas nacionales. Hablar con la verdad es un paso hacia adelante.

Una democracia sin adjetivos es lo que los mexicanos necesitamos para llegar al siglo XXI como personas responsables de nuestra propia historia, no como objetos decorativos de la biografía presidencial en turno.

*Este texto apareció en el libro "Por una democracia sin adjetivos, 1982-1996"

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.