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La engañosa fascinación del poder

Hubo un tiempo en que la colaboración de los intelectuales con el poder rindió grandes frutos al país. Parecía tan honrosa como su participación en un congreso constituyente o su magistratura en la Suprema Corte de Justicia. Melchor Ocampo fue ministro de Relaciones, Gobernación, Guerra y Hacienda del gobierno de Juárez en Veracruz y México. Francisco Zarco ocupó la cartera de Relaciones y Gobernación del gobierno de Juárez, tras la guerra de Reforma. Ignacio Ramírez dirigió la Instrucción Pública y el Fomento en ese mismo periodo. Guillermo Prieto fue administrador de Correos en el gobierno trashumante de Juárez durante la Intervención francesa. Estos y otros grandes intelectuales, juristas y legisladores, sirvieron al Poder Ejecutivo de su tiempo (en el caso fugaz de Sebastián Lerdo de Tejada, de hecho lo ocupó) sin que nadie se los reprochara jamás. Sesenta años más tarde, José Vasconcelos convirtió a su secretaría en una agencia apostólica de educación, cultura y arte; Manuel Gómez Morín reformó la política económica y financiera del país; Genaro Estrada dignificó a la diplomacia mexicana mediante la doctrina que lleva su apellido; Lombardo Toledano fue un factor decisivo en la política obrera y agraria de Cárdenas. Nadie albergó tampoco mayor suspicacia sobre la cercanía de estos hombres de letras con los generales revolucionarios. Por el contrario, su intervención en la construcción nacional parecía la justa culminación de su trayectoria intelectual.

A partir de los años setenta, la percepción empezó a cambiar hasta llegar el extremo opuesto: ahora toda colaboración y aun cercanía del intelectual con el poder no sólo parece deshonrosa sino deshonesta. En ciertos momentos lo ha sido. El tránsito entre las dos percepciones no es cuestión de moda o capricho: tiene sustento en casos lamentables que han llegado al dominio público en las últimas décadas. Pero el tema reclama una explicación de fondo que revele su liga íntima con la historia política de México. Está claro que la integración del intelectual al poder no rinde frutos a la sociedad. Está claro que es un vestigio inútil del pasado. No está claro por qué.

Hay una pauta que se repite a lo largo de nuestra historia moderna y contemporánea, desde el instante en que el Estado-nación comenzó a consolidarse. Un sector entre los hombres de letras —el de los llamados «intelectuales»— siente el impulso de hablar o escribir abiertamente sobre los asuntos públicos. Hay un lector que los sigue. Ese público fue minúsculo por un siglo y ha crecido considerablemente, en cantidad y calidad, durante los últimos años. Una parte de estos intelectuales comprende que su poder específico radica en su ascendiente moral sobre ese público y se dedica a servirlo con las armas de la crítica. Pero otra parte siente una fascinación por el gran poder, el Poder Ejecutivo, y se incorpora a él en diversos grados para «cambiar las cosas desde adentro». En ocasiones excepcionales lo logra, aunque en general fracasa. Una vez integrado, descubre cómo la lógica del poder se impone a la lógica del saber. No puede ejercer la crítica en público, no puede buscar con libertad la verdad, y si la encuentra, a menudo debe ocultarla o mentir. Es un político, pero ha dejado de ser intelectual.

Max Weber explicó que existe una incompatibilidad de fondo entre la vocación del intelectual y la del político: «El poder tiene sus propias tareas que, en última instancia, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza». En México, el intelectual que se integra suele comprender tardíamente —si es que alguna vez lo comprende— la gravedad de su dilema, porque su mente confunde las esferas: piensa y escribe como si fuera él y no el político quien gobernara. Pero es el político, por supuesto, quien gobierna y lo gobierna. Finalmente las cosas terminan mal. Unos intelectuales se doblegan moralmente: optan por la complicidad o la franca corrupción de vender su pluma (algunos han tenido el cinismo de confesarlo en público). Otros se apartan cuando ya es demasiado tarde para volver a escribir (la libertad es una gimnasia exigente) y se pierden en una esterilidad rabiosa o resentida. Algunos, por excepción, han salvado su obra personal y se han salvado con ella.

Cumplido el ciclo, entienden que la mejor relación entre los intelectuales y el Estado es la separación de sus poderes. La fascinación del intelectual por el poder es muy antigua y quizá por eso ha persistido a través de los siglos. Para algunos se remonta, en el caso de nuestro país, a la noble fama de Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco, consejero muy respetado por los tlatoanis aztecas; o a la biografía de ese Maquiavelo mexica que fue Tlacaélel, poderoso ministro o ciuacóatl que quemó los códices reminiscentes del pasado bárbaro y reescribió la historia para vincular al nuevo imperio con la tradición tolteca.

Pero el verdadero origen de la atracción está en los dos troncos vivos de la cultura política mexicana: el virreinal y el liberal. En la tradición española, adoptada fielmente en Nueva España, los letrados eran una parte orgánica del cuerpo político a cuya cabeza estaban los príncipes, que a su vez «no son tanto vicarios de Dios... sino una imagen viviente suya o un Dios terreno» (Sigüenza y Góngora). Ya sea de viva voz o por escrito (mediante el género llamado «espejo de príncipes»), el letrado cortesano o burócrata aspiraba a convertirse en consejero, como lo fue Quevedo del conde duque de Olivares. En aquella arquitectura del poder, la disidencia no era sólo imposible sino impensable. Las diferencias de los letrados o los teólogos con el príncipe, o entre sí, no se ventilaban de cara a un público lector o elector (apelando a la conciencia individual de las personas, como empezaba a ocurrir en la tradición protestante), sino dentro del espacio político y dogmático de las dos majestades: la monarquía absoluta y la Iglesia. Así pasaron casi tres siglos, hasta que en las postrimerías del periodo virreinal apareció en la plaza pública un heterodoxo de la política y la fe: fray Servando Teresa de Mier. Su crítica, a un tiempo precursora y legitimadora de la Independencia, le valió el exilio. Con él, la vocación de libertad triunfaba sobre el espíritu de servidumbre. No es casual que fray Servando se inspirara en fray Bartolomé de las Casas. Ambos prefiguran al intelectual moderno que no obedece más que a la voz de su conciencia.

Durante el siglo XIX, los intelectuales mexicanos pasaron a primer plano y desempeñaron un nuevo papel, presagiado por los jesuitas criollos de fines del siglo XVIII: el de constructores de la nación. Como secretario de Relaciones (por breves periodos), Lucas Alamán tendió cimientos culturales y económicos que aún perduran: el Museo Nacional, el Archivo General de la Nación, el Banco de Avío (antecedente de Nacional Financiera). Con ideas opuestas pero actitudes similares, sus adversarios irreconciliables siguieron su ejemplo en el ámbito de la política y la cultura. A lo largo de dos decenios (1857-1876), México fue el dramático escenario en el que los liberales de la Reforma levantaron el edificio constitucional de garantías individuales y libertades cívicas que aún nos sostienen.

Los hombres de la Reforma no sabían obedecer, sabían deliberar y votar. Traían la renuncia bajo el brazo. Cuando Juárez se excedió en sus atribuciones y manipuló las elecciones, su generación tomó distancia del Poder Ejecutivo y afianzó los otros tres: el Legislativo, el Judicial y el periodismo doctrinario y combativo, que fue su vocación permanente. Republicanos ejemplares, defendieron y encarnaron la división de poderes al extremo de crear un «quinto poder»: el de los «publicistas», como se conoció por mucho tiempo al escritor político. En ambos troncos de la cultura política mexicana se aprecia en embrión la misma pauta: el paso de la fascinación a la crítica, de la integración a la separación.

La tendencia se define con más claridad a partir del Porfiriato. Díaz clausuró la construcción republicana, federal y democrática y volvió al paradigma colonial: acalló a la prensa y domó a los intelectuales convirtiéndolos en nuevos y obedientes letrados. «Este gallo quiere maíz», solía decir, y maíz se les daba bajo la forma de puestos (diputaciones, senadurías) y prebendas (becas, viajes). Así los tenía «agarrados de las tripas». Las críticas debían ser dichas sin «escándalo» (es decir, en privado, insinuadas con respeto al real oído del señor presidente). Los intelectuales eran conscientes de la indignidad de su condición, pero cerraban el pico: «¿Por qué quiero a fuerza vivir con empleo del gobierno?», se preguntaba Federico Gamboa en 1895, «es el viejo pacto tácito: nosotros contamos enteramente con el gobierno para vivir, y todos los gobiernos, desde los virreinales hasta nuestros días, cuentan con que nosotros contemos con ellos». El joven Justo Sierra ideó la filosofía autoritaria del régimen; el viejo Justo Sierra se atrevió a criticar a Díaz por carta y, en lenguaje cifrado, en sus libros. Sólo su obra formidable lo salvó ante la posteridad. Algo similar ocurrió con Andrés Molina Enríquez: lo salva la crítica social que propuso en Los grandes problemas nacionales, pero nunca se cansó de alabar la política integral de don Porfirio. Le parecía orgánicamente ajustada a la naturaleza social y étnica del mestizo mexicano. Los otros dos grandes pensadores políticos del Porfiriato no pasaron de ser ideólogos del régimen. Emilio Rabasa escribió en 1912 una defensa casi ontológica del porfirismo: La Constitución y la dictadura. Y el furibundo Francisco Bulnes, tan soberbiamente dotado para la crítica, la enfiló contra todos los regímenes del pasado... menos el de Díaz, a quien sólo se atrevió a criticar cuando estalló la Revolución.

El clima de triunfalismo llegó a ser abrumador pero nunca absoluto. Siempre hubo notas disonantes. Desde fuera del «sistema», dos políticos idealistas terminaron por salvar con sus actitudes y escritos la dignidad de los intelectuales: Ricardo Flores Magón y Francisco I. Madero. El Ateneo de la Juventud ha pasado a la historia como el grupo intelectual precursor de la Revolución. La interpretación es exagerada: muchos de los miembros de esa institución fueron porfiristas convencidos, enemigos de Madero y colaboradores de Huerta. No obstante, la crítica intelectual de Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos y Alfonso Reyes desacreditó a la filosofía oficial y le restó al régimen sustento ideológico. Significó también un presagio del renacimiento cultural que vivió el país desde los años veinte. Al finalizar el ciclo porfiriano, los nuevos letrados habían descubierto a tiempo su vocación de libertad. De esa distancia con respecto al poder partirían los mejores momentos de la generación: el apostolado filosófico de Antonio Caso, la tensión profética de Vasconcelos, la fuerza moral en las novelas de Martín Luis Guzmán.

Con el triunfo de la Revolución, el péndulo osciló hacia la construcción nacional. Tal vez Vasconcelos haya sido —como creía Cosío Villegas— «el único intelectual que gozó de la plena confianza de un jefe revolucionario y alcanzó una fuerza propia y directa, como atestigua el hecho de que resultara a poco un contendiente serio a la presidencia». Pero lo cierto es que el fracaso de aquella campaña presidencial no impidió a la generación heredera de Vasconcelos —la de 1915, llamada de «los Siete Sabios», que habían nacido entre 1890 y 1905— emular con éxito su gestión constructora en el campo de la economía, la reforma social y la cultura. Fundaron decenas de instituciones, entre ellas: el Banco de México y el de Crédito Agrícola (Gómez Morín), la Confederación de Trabajadores Mexicanos (Lombardo Toledano), el Instituto Nacional de Cardiología (Ignacio Chávez), el Instituto Nacional de Antropología e Historia (Alfonso Caso), el Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México (Daniel Cosío Villegas), Cuadernos Americanos (Jesús Silva Herzog).

La luna de miel terminó en 1940. Cuando el poder desvió el rumbo que cada uno de ellos consideraba revolucionario, los intelectuales de la generación de 1915 marcaron su distancia siguiendo dos caminos: la política de oposición y la crítica independiente. Gómez Morín fue el caso más notable de la primera postura: fundó el PAN en 1939. Lo siguió Lombardo Toledano, creador del Partido Popular en 1947. (El tiempo ha demostrado que la opción de ambos era correcta: basta imaginar la vida política actual sin partidos de oposición.) Como ensayistas, los intelectuales de 1915 mantuvieron un temple que no desmerece frente a la obra de Caso, Vasconcelos, Azuela o Martín Luis Guzmán. Los ejemplos sobresalientes son: Narciso Bassols, Jesús Silva Herzog (críticos del modelo político y económico poscardenista) y Daniel Cosío Villegas (que demostró el agotamiento de las tesis revolucionarias en 1946). Sin embargo, su obra como escritores no guarda proporción con su talento. «El deseo de servir y de cumplir con una tarea colectiva», escribió sobre ellos Octavio Paz en El laberinto de la soledad, «y hasta cierto sentido ascético de la moral ciudadana, entendida como una negación del yo, muy propio del intelectual, ha llevado a algunos a la pérdida más dolorosa: la de la obra personal». El juicio es cruelmente exacto. Sólo Cosío Villegas asumió tardía y apasionadamente su vocación de escritor. Los demás terminaron sus días convertidos en «actores mudos e inmóviles» de una realidad muy distinta de la que habían imaginado. Los constructores descubrieron demasiado tarde, entre la frustración y la amargura, su vocación de libertad.

Un poco más jóvenes que los Siete Sabios, los Contemporáneos siguieron la lección de Alfonso Reyes: cuidar a toda costa la obra literaria personal. El riesgo en que incurrieron fue el del propio Reyes, polígrafo admirable que sin embargo obturó en sí mismo la dimensión crítica. Algunos alcanzaron los más altos puestos en Educación (Torres Bodet) y Relaciones (el propio Torres Bodet, Gorostiza), o terminaron en un cinismo hedonista (Novo). Otros, con mejor fibra moral, asumieron su responsabilidad crítica transfiriéndola a la esfera más sutil y profunda de la cultura y el arte. Jorge Cuesta escribió los ensayos más lúcidos de los años treinta contra el dogmatismo ideológico y el nacionalismo ramplón. Rodolfo Usigli desnudó la simulación revolucionaria en una pieza tan fundamental como profética: El gesticulador (1938). Fueron ellos, y no los funcionarios, quienes perduraron en el aprecio público.

En la generación siguiente —la de «los Cachorros de la Revolución», nacidos entre 1905 y 1920— el péndulo comenzó a regresar hacia el modelo de obediencia virreinal. Quizá su representante prototípico fue Antonio Carrillo Flores, quien puso su gran inteligencia y su buena pluma al servicio del sistema. Estos nuevos letrados (abogados y juristas en su mayoría) formaron parte de los gabinetes presidenciales de alemán a Díaz Ordaz. Su relación con el poder es exactamente igual al de «los Científicos» del porfiriano. No inventan instituciones, las consolidan con eficacia. No tienen obra personal que salvar: su obra es el sistema político mexicano. Por eso no escriben memorias. Para su desgracia, el sistema que crearon no fue la legendaria monarquía de los Habsburgo: fue apenas un paréntesis en la historia mexicana. Nadie los recuerda como intelectuales. Pocos los recuerdan como políticos.

En la misma zona de fechas se encuentra una promoción más joven: los intelectuales vasconcelistas. Algunos volvieron al jugoso redil de la Revolución mexicana. Otros encontraron vías de creatividad en la literatura y el arte. Varios más recurrieron a las vías probadas de la disidencia que iban desde el periodismo crítico (Alejandro Gómez Arias, José Alvarado) hasta la más radical militancia de oposición inspirada en los grandes iconos de la intelligentsia bolchevique (Trotski, Bujarin, Lenin). El mito de la Revolución hechizó desde entonces a dos de los más notables intelectuales del siglo XX en México, nacidos ambos en 1914: José Revueltas y Octavio Paz. A los ojos de Paz, Revueltas vivió la pasión revolucionaria como un fervoroso y desgarrador calvario. Al igual que Revueltas, Paz incorporó esa pasión a su literatura, salvó su obra personal y se salvó con ella. Ambos vieron renacer la esperanza revolucionaria en el movimiento estudiantil de 1968. Pero mientras Revueltas —espíritu religioso— se soñó inútilmente, entre excomuniones y abjuraciones, como profeta del poder revolucionario que redimiría de una vez por todas la miseria humana, Paz —espíritu humanista— se desligó de burocracias y dogmatismos, perdió sus ilusiones redentoras y, a raíz del 68, descubrió en la tradición republicana, una vía más asequible para la acción del intelectual.

En el México de los cincuenta no había casi lectores ni electores: era el país del gran elector. La libertad parada tan rara como en tiempos porfirianos. Los partidos de oposición eran débiles, las críticas serias al gobierno se hadan en revistas de poca circulación. En medio del nuevo triunfalismo, el viejo «pacto tácito» se hada explícito en la frase de un escritor: «Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error» (César Garizurieta). Es verdad que la Universidad, El Colegio de México, el Centro Mexicano de Escritores y otras instituciones ofrenda modestas becas. Para algunos, el periodismo y el cine fueron una alternativa. Pero en términos generales, los intelectuales seguían «agarrados de las tripas», viviendo de aquello que detestaban. El mecenazgo integral de Estado no dejó de tener efectos benéficos para la cultura (como prueba el caso de Arnaldo Orfila, bajo cuya dirección en el Fondo de Cultura Económica floreció la literatura mexicana: Paz, Rulfo, Arreola, Fuentes); pero el ensayo político era terreno vedado. A pesar de los espléndidos suplementos culturales dirigidos por Fernando Benítez, en términos de crítica política los periódicos no ofrendan mayor salida: «la prensa mexicana es una prensa libre que no usa su libertad», escribió Cosío Villegas en 1953, lamentando el servilismo del «cuarto poder» con respecto al Ejecutivo. Sólo una revista semanal, que reunía las voces más disímbolas de la arena intelectual (de Nemesio García Naranjo a Lombardo Toledano) tuvo el mérito de consolidar un margen de independencia: Siempre!, fundada en 1953 por José Pagés Llergo.

Hacia los años sesenta, como consecuencia del desarrollo sostenido por más de dos décadas, el público de clase media creció. En respuesta al autoritarismo oficial contra los movimientos sindicales, un sector de la prensa comenzó a usar su libertad. Siempre! se fortaleció sin apoyo del gobierno, igual que la más radical Política, editada por Manuel Marcué Pardiñas. Nacieron o se afianzaron editoriales independientes (Era, Siglo XXI, Joaquín Mortiz) que publicaron obras perdurables de crítica política como La democracia en México de Pablo González Casanova. Las instituciones académicas (la UNAM, en particular) consolidaron su autonomía. Todo ello representaba una fuente potencial de independencia para los intelectuales jóvenes, a quienes Cosío Villegas aconsejaba romper de una vez por todas con la tradición integrista:

El buen intelectual mexicano —escribió en 1965— debiera darse cuenta de que ... hoy por hoy todo o casi todo le es adverso. Desde luego, la vida política actual de México ha llegado a un grado tal de convencionalismo, que nada urge tanto como devolverle su sentido real, verdadero o desnudo, y el buen éxito de esa empresa exige mucho más trabajar fuera que dentro del gobierno.

El movimiento estudiantil catalizó las opciones de independencia. En aquel julio de 1968 Cosío Villegas cumplió setenta años de edad y se jubiló de la propia Secretaría de Relaciones. Ya no tenía que vivir vicariamente en la República Restaurada: ahora podía revivir las hazañas de sus admirados liberales en la página semanal de Excélsior de Julio Scherer, cuya página editorial llegó a ser la más rica en la historia contemporánea del país. A raíz del 2 de octubre de 1968, Octavio Paz (que había trabajado por más de dos décadas como funcionario y embajador en la Secretaría de Relaciones) sentó un precedente histórico: su renuncia a la embajada de la India fue un grito de independencia para los intelectuales mexicanos. En 1970 Paz volvería al país. Pronto fundaría Plural (revista independiente que nació asociada al Excélsior de Scherer) y más tarde Vuelta. Fue en Plural, significativamente, donde Paz convocó en 1972 a una memorable mesa redonda sobre la relación del intelectual y la política. En su texto introductorio, Paz señaló: «Como escritor mi deber es preservar mi marginalidad frente al Estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma. Contra el poder y sus abusos, contra la seducción de la autoridad, contra la fascinación de la ortodoxia».

Las generaciones, como los hombres, no experimentan en cabeza ajena. Luego de la tragedia de 1968, y con la experiencia reciente y remota de tantos intelectuales que sacrificaron su ascendiente moral y su obra en el trono del príncipe, la Generación del Medio Siglo (nacida entre 1920 y 1935) incurrió en una regresión: se integró al régimen de su coetáneo Luis Echeverría para «cambiar las cosas desde adentro». En teoría, sus razones eran impecables y Echeverría las adoptó como un credo: corregir el rumbo de la Revolución, cumplir las promesas postergadas, reintroducir la justicia social, cambiar el reparto desigual de la riqueza, volver al ideario cardenista, defender los recursos naturales, someter a la burguesía y al imperialismo. Pero ¿necesitaban integrarse al gobierno para propiciar su programa? Ellos lo consideraron indispensable.

No toda la Generación del Medio Siglo (sin duda la más nutrida, variada y talentosa de la historia cultural contemporánea) emprendió ese camino. Un sector mayoritario dentro de ella siguió la pauta de los Contemporáneos: eligió desde un principio vivir al margen de la política y a veces de espaldas a ella. La generación incluía poetas de primer orden, novelistas, pintores y artistas que alcanzarían fama internacional, filósofos que introdujeron rigor y pulcritud lógica en su disciplina, sociólogos innovadores, historiadores de todos los géneros y para todas las épocas, sólidos científicos, demógrafos, economistas, lingüistas. Su aporte a la cultura mexicana ha sido admirable.

Dentro de este mosaico, un grupo formado en la Facultad de Derecho y El Colegio de México se orientó desde un principio hacia el pensamiento político y la acción. En los años cincuenta, gracias a sus maestros —los españoles transterrados, sobre todo José Gaos y Manuel Pedroso— y a sus viajes por Europa, el grupo amplió sus horizontes. Habiendo llevado hasta sus límites la indagación existencial sobre «el mexicano», los jóvenes superaron definitivamente el solipsismo de la cultura mexicana y rompieron «la cortina de nopal». Su «camino a Damasco» fue la Revolución cubana.

Introdujeron en México el marxismo académico. Publicaron textos de crítica social y reportajes contra el gobierno y el orden capitalista en la Revista de la Universidad y en el suplemento cultural México en la Cultura de Siempre!. Fundaron la revista El Espectador, escribieron en Política y se afiliaron al Movimiento de Liberación Nacional, embrión de la izquierda independiente, apadrinados por Lázaro Cárdenas. Lectores y amigos de C. Wright Mills, concebían la misión del intelectual como una vanguardia revolucionaria ligada orgánicamente a los movimientos populares.

Para influir en el rumbo del país, en 1971 tuvieron al alcance varias opciones al margen del Estado: crear un partido de oposición (que abandonaron a los pocos meses, dejando casi solo a Heberto Castillo); fundar empresas culturales independientes (labor que, por lo general, dejaron a la generación anterior y la siguiente); aprovechar el fugaz clima de libertad para penetrar en los medios de comunicación (que no aprovecharon en lo más mínimo); elevar el nivel del debate académico y afianzar los centros de investigación hasta darles un nivel internacional (área en la que hicieron importantes contribuciones); y, desde luego, ejercer la crítica por escrito (que acallaron durante todo el sexenio o convirtieron en elogio al régimen). Su empeño principal fue colaborar con el presidente que se proclamaba «revolucionario». En la práctica todo se tradujo en una vuelta al paradigma porfiriano: los intelectuales se volvieron los nuevos letrados de la izquierda oficial.

Bien vista, su integración se había dado mucho antes, a mediados de los sesenta. Díaz Ordaz conservó en su archivo las listas con los nombres precisos de algunos de estos intelectuales incorporados a las nóminas de los candidatos presidenciales y hasta al mismo PRI. Ya en el régimen de Echeverría ocuparon varias zonas del poder: secretarías, subsecretarías, direcciones, consejerías, embajadas. Allí alcanzaron una influencia colectiva sin precedente en la historia contemporánea del país. Allí acompañaron a Echeverría en sus giras y excentricidades sin límite. Antes la muerte que la renuncia! (o siquiera la distancia), con respecto al compañero presidente. Cualquier desviación (y hasta el crimen del Jueves de Corpus) podía atribuirse, convenientemente, a los «emisarios del pasado». Sin darse cuenta o con los ojos abiertos, sacrificaron lo más preciado: la vocación crítica y la libertad intelectual.

«La falta de libertad intelectual», escribió George Orwell, «mutila al periodista, al historiador, al novelista, al crítico y al poeta, en ese orden». Con el propósito de limpiar su responsabilidad en el 68, Echeverría mutiló a los intelectuales de la Generación del Medio Siglo que declararon o asumieron el célebre dictum: «Echeverría o el fascismo», sólo para comprobar —en el golpe final del gobierno a la libertad de prensa y a Excélsior— que el régimen, al que con tanta asiduidad habían servido, podía ejecutar tranquilamente medidas fascistas. Fue en esos años en que Echeverría subía a los intelectuales en «aviones de redilas», cuando la integración del intelectual al poder comenzó a parecer deshonrosa y deshonesta.

Con el tiempo, algunos miembros de este grupo tomaron distancia del poder y regresaron a la posición moral de intelectuales. Otros se sumaron al pequeño contingente de periodistas críticos que siempre existió en la generación, o emprendieron el camino de la disidencia política: salieron valerosamente del PRI y fundaron el PRD. Otros más siguieron aferrados al poder hasta que el poder se deshizo de ellos. Fue entonces —y sólo entonces— cuando descubrieron, de pronto, las bondades de la democracia.

Un caso digno de admiración y análisis fue el de Jesús Reyes Heroles. Algo mayor que el grueso de esta generación, trabajó dentro del gobierno logrando una extraña síntesis entre las dos vocaciones. Devoto y estudioso de los liberales, quiso probar con su obra escrita la continuidad del liberalismo y la Revolución. Lo logró muy a medias (llamar liberal al PRI es torturar el lenguaje). Y sin embargo, paradójicamente, el mejor ejemplo de esa continuidad la dio él mismo, con la reforma política que ideó y puso en práctica como secretario de Gobernación en tiempos de López Portillo. Esa reforma que abrió las puertas de la democracia a la izquierda fue un aporte histórico a la vida republicana de México. Así, la biografía de Reyes Heroles no contradice la pauta, la confirma: operó desde adentro para separar los poderes de la república. Vivió siempre entre libros, nostálgico del libro que nunca escribió. En sus últimos días, resumió toda su sabiduría en un ensayo a la manera de Ortega: «Mirabeau o el político».

Finalmente está el caso heterodoxo de Gabriel Zaid: sus convicciones democráticas y su distancia absoluta del príncipe no han variado desde mediados de los sesenta, cuando empezó a publicar. Fue él quien primero acotó el tema de los intelectuales en 1972 como un problema de división de poderes: «El poder literario es tan real, aunque sea minúsculo, que los otros poderes tratan de sumárselo, desconocerlo, ridiculizarlo o aplastarlo. Lo que a su vez puede crear la ilusión (hasta en el público) de que es un poder mayor o de otro tipo del que realmente es».

Quienes participamos en el movimiento estudiantil de 1968 y vimos con nuestros propios ojos la matanza del 10 de junio de 1971, nacimos a la vida pública con una vocación definida: procurar un cambio en el estado de cosas que había llevado al sistema a cometer esos crímenes.

La generación intelectual del 68 se formó sobre todo en las facultades humanísticas de la UNAM y El Colegio de México y se lanzó a la arena pública en los periódicos y suplementos culturales de la capital. Un foro de especial importancia (había varios otros) fue México en la Cultura, que dirigía Carlos Monsiváis. Desde un principio, y a diferencia de los antecesores inmediatos, la generación desechó por mínima salud moral las opciones de hacer política dentro del gobierno: ni fantasear siquiera con la presidencia, aspirar a una secretaría, una gubernatura, un lugar en el PRI, una embajada, una empresa descentralizada o hasta la más inocua comisión o empleo oficial. Aquel antiguo «pacto tácito» perdió vigencia. Los intelectuales dejaron de estar «agarrados de las tripas».

Los caminos políticos de la generación han sido muy variados, pero el tono general ha sido la disidencia de izquierda manifestada o ejercida en ámbitos académicos, periodísticos, partidistas, y en algunos casos, revolucionarios. Más factible pareció a algunos la alternativa de participar en la creación de empresas culturales e intelectuales con algún apoyo del Estado. Es el caso de quienes fuimos discípulos de Cosío Villegas. Veíamos en él un ejemplo a seguir. Su trayectoria ofrecía varios caminos, a veces cruzados, que él volvía compatibles gracias a su inmenso prestigio, su obra tangible y su solidez intelectual. Por un lado estaba su labor de empresario cultural e historiador: en pleno periodo de Echeverría logró el apoyo del Estado para la serie, en veintitrés volúmenes, Historia de la Revolución Mexicana de El Colegio de México, que él mismo coordinó por un tiempo. Paralelamente, ejercía una crítica sin precedentes ni cortapisas que exasperaba al régimen.

Había pasado mucha agua bajo el puente desde que Cosío Villegas creó el Fondo de Cultura Económica o El Colegio de México. Había que operar dentro de límites más estrechos y acreditar la propia independencia crítica de manera continua y pública, como lo hizo Cosío frente a Echeverría. Si la empresa que se establecía tenía un sentido puramente cultural, académico o artístico, el mecenazgo mayoritario podía provenir legítimamente del Estado (sobre todo ante la ceguera histórica de la iniciativa privada en asuntos de cultura). Pero si la empresa que se fundaba (revista, editorial) iba a tener una vocación crítica y de servicio a la opinión independiente, era fundamental diversificar las fuentes de financiamiento entre el Estado y la iniciativa privada (que tímidamente comenzaba a contribuir a estos esfuerzos) y apoyarse sobre todo en el nuevo público lector (que casi no existía en los tiempos en que Cosío creó el Fondo). De no seguir por ese camino, la dependencia del gobierno podía resultar peligrosa. La más distraída revisión pública de las fuentes de ingreso y financiamiento de las principales revistas intelectuales fundadas desde los años sesenta, demuestra a las claras cuál de ellas se ajustó, y cuál no, a las reglas de la independencia.

El contacto esporádico del intelectual con el poder es un dato habitual en nuestra vida política que en sí mismo no ten dría por qué ser satanizado. No es un pecado: es, antes que nada, una pérdida de tiempo. Pero la cercanía es una cuestión de grados y en este sentido es preciso, de nueva cuenta, hacer distinciones. Cuando el contacto esporádico con el poder se vuelve franca y amistosa asiduidad (innumerables y públicas comidas, cenas, fiestas, viajes intercontinentales), la química mental de los intelectuales sufre una transformación. No sin incurrir en contradicción y anacronismo —puesto que su bandera ha sido la modernización—, algunos escritores de la generación del 68 volvieron al viejo e ilusorio paradigma de cambiar las cosas «desde adentro», o «desde (muy) cerca». Se repetía con ellos el caso de Echeverría: necesitado de legitimidad tras el fraude de 1988, Salinas propiciaba la «mutilación intelectual» de un pequeño sector de la generación. Acaso con buena fe, estos intelectuales adoptaron la perspectiva, el programa y por momentos hasta la retórica del poder. De nada sirvió al público lector su asiduidad con el príncipe: vieron lo que no existía y no vieron lo que había que ver. Perdieron contacto con la verdad.

Por fortuna, este sacrificio del saber al poder ha sido la excepción a la regla. Salvando en varios casos la obra personal (literaria, histórica, artística), la generación intelectual de 1968 ha hecho su mayor aporte a la vida pública de México en terrenos autónomos y aun contrarios al sistema. Habiendo partido de una formación revolucionaria y marxista que esterilizó muchos destinos, el grueso de la generación ha descubierto finalmente los valores democráticos y republicanos. La generación del 68 incluye varios ensayistas políticos. A ella se debe, en gran medida, la reforma del periodismo en México, un periodismo libre, profesional, exigente y crítico que empieza a recordar al que ejercían los liberales. La alternativa de crear partidos de oposición, o militar en ellos, es hoy más válida y eficaz que en tiempos de Gómez Morín y Lombardo Toledano. En el PAN y el PRD hay casos notables de vinculación creativa entre el quehacer político y el intelectual.

La mayor parte de la generación de 1968 entendió a tiempo la lección de nuestra historia: en una democracia inexistente, en una república en ciernes, como ha sido México por casi doscientos años, la responsabilidad del intelectual está en fortalecer su autonomía y procurar la separación de su propio poder con respecto al gran poder del príncipe de turno. La sociedad mexicana rechaza la integración del intelectual al poder porque intuye que la receta clásica que Montesquieu aplicaba a los poderes formales debe ser la regla de todos los demás poderes: Iglesia, empresarios, prensa, universidades, partidos e intelectuales.

La clave —como escribió Cosío Villegas— está en «rehusarnos a participar en un juego cuya primera «regla de caballeros» es renunciar a ser intelectual. Ni príncipes poetas, ni avatares del ciuacóatl, ni letrados de la corte, ni teólogos del dogma revolucionario, ni consejeros áulicos, ni gallos que quieran maíz, ni agarrados de las tripas, ni firmantes de pactos tácitos, ni becarios del presupuesto, ni embajadores de lujo, ni ministros sin (o con) cartera, ni viajeros de primera clase en «aviones de redilas», ni tinterillos a sueldo, ni ideólogos, ni voceros, ni asiduos. La misión de los intelectuales no es gobernar, sino criticar. 

*Este texto apareció en el libro "Por una democracia sin adjetivos, 1982-1996"

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