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Jóvenes de ayer

Por muchos años sufrí la tortura de ver mi nombre precedido siempre por la fórmula "el joven historiador''. Hacía décadas que había dejado de ser propiamente joven pero la fórmula seguía allí, inalterable. De pronto, por obra de los cielos, se operó el milagro: los verdaderos jóvenes se dieron cuenta de que los jóvenes son ellos y no yo. He comenzado a ser no sin preocupación, lo confieso Don Enrique.

Deslindados los campos generacionales, acepté una invitación para dirigir un mensaje a un grupo de jóvenes universitarios. La dividí en tres partes. En la primera me permití hacer un recuento de mi propia formación democrática. En la segunda, ofrecí una interpretación del momento político actual. En la sección final, cerré con un mensaje un jalón de orejas, una advertencia, un coscorrón a los jóvenes de hoy que veo y juzgo demasiado concentrados en sí mismos. Mis tres próximas entregas a este "Memorial'' de mis amores, recogerán estas palabras... de un próximo viejo de la tribu.

Comienzo por descorazonarlos: no tengo certezas absolutas, ni creo en ellas. No podría inducir a nadie a seguir un camino del que sólo sé, como Machado, que se hace al andar. Pero tengo dos hijos algo menores que ustedes y quisiera darles alguna claridad sobre el país en que viven y cierta noción de ética pública para el camino que les tocará recorrer. Hace casi diez años, al terminar el ensayo "Por una democracia sin adjetivos'', tuve el impulso de dedicarlo a mi hijo mayor como anticipación del México en que me gustaría que creciera. Ese México no está aún entre nosotros aunque estamos menos lejos de él que en 1983. En medio de graves impedimentos, quizá toque a mi generación instaurarlo. De ser así, corresponderá a ustedes no sólo habitarlo sino contribuir a su defensa, consolidación y enriquecimiento. Sobre las razones personales, biográficas, que me llevaron a creer en ese México democrático, sobre el obstáculo mayor que entreveo para su advenimiento y sobre la participación de ustedes en él quisiera hablarles: sin demasiados tonos proféticos, como una charla entre amigos.

Uno aprende mucho en los libros, pero la lectura sólo fructifica sobre una experiencia vital previa. Así ocurrió, al menos, con mi formación democrática. Antes de que llegasen las lecturas de John Stuart Mill, Tocqueville, Max Weber, Isaiah Berlin, Karl R. Popper, José María Luis Mora, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz y Gabriel Zaid, dos personajes normaron mis criterios en materia política: Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría.

A unos días de cumplirse el 25 aniversario del movimiento del 68 se ha puesto de moda reducir aquel quiebre de nuestra historia a una suerte de mitología generacional. Para mí, y para muchos otros jóvenes de entonces, aquella experiencia tuvo ante todo un sentido libertario. Desfilar libremente por las calles de la ciudad; ocupar con libertad sus espacios físicos, visuales, sonoros; escuchar en Radio Universidad debates, noticieros, canciones libres; reinventar por cuenta propia la Asamblea Francesa en las esquinas, los cafés o los auditorios; sentir en las marchas o los mítines la emoción de una solidaridad espontánea; dar el grito en la explanada de la Universidad la tarde del 15 de septiembre, no con el Presidente de la República sino con Heberto Castillo; repudiar, en suma, con un multitudinario NO a un sistema político que intuíamos opresivo, anticuado, anquilosado, eran facetas diversas de una misma fiesta de libertad que muy pronto ahogaría la matanza de Tlatelolco. El Presidente creyó que la última palabra del ciclo sería de autoridad. Se equivocaba. El 68 no terminó con una descarga, sino con un poema, un acto de libertad bajo palabra: "la limpidez'' de Octavio Paz.

La maraña de intereses legítimos y aviesos que actuaron en el movimiento del 68 sigue siendo, a estas alturas, materia de disputa. Lo que está claro es su sedimento democrático. Doble revelación: en unos meses se desgarró la sacralidad del Estado mexicano y apareció la creatividad de la sociedad civil. Los mexicanos vivíamos en una monarquía creyendo que era una república sui generis. El movimiento estudiantil acabó con esa barata imaginaria de políticos y politólogos. Un viejo de la tribu, Daniel Cosío Villegas, vivió entonces, al lado de los jóvenes, his finest hour: viernes a viernes se dio el lujo de criticar todos los ámbitos de la política mexicana desde la última necedad del más ínfimo diputado hasta la primera necedad del Presidente para mostrar lo que sería nuestro país si la vida pública fuese verdaderamente pública. Leer los ensayos políticos o históricos de Cosío Villegas luego de vivir esa breve anticipación de la democracia eran experiencias que se conectaban de modo natural. La fórmula "progreso político'' que tanto utilizaba aquel irónico maestro adquiría pleno sentido. Quería decir algo muy simple: ninguna sociedad puede prosperar bajo el poder absoluto ni abdicar en él su destino.

Con el agravio del 68 presente en la memoria, hacia mayo de 1970 recibí una invitación a la gira del candidato Echeverría por Zacatecas. Aunque para entonces había terminando la carrera de ingeniería, por razones ajenas a mi conocimiento seguía fungiendo como Consejero Universitario. Recuerdo haber llamado a Cosío Villegas por teléfono casi para pedirle permiso y recuerdo también su desdeñosa respuesta: ¡haga usted lo que quiera! Debí sentirme un traidor a la embrionaria causa democrática, porque desde el momento de arribar a Aguascalientes no hice sino continuar por cuenta propia la experiencia íntima del 68.

Era la primera vez que veía a un hombre del poder. Al pie de su autobús, Echeverría evocó en mi la asociación obvia: es un Tlatoani. A un tiempo sonriente e imperturbable, saludaba de mano y por su nombre a sus invitados: políticos, empresarios, técnicos, intelectuales, artistas, líderes sindicales. (Recuerdo a Carlos Trouyet, Manuel Espinoza Yglesias, Fidel Velázquez, Pedro y Rafael Coronel, Carlos Armando Biebrich). La única defensa de mi insignificante yo ante el multitudinario, opresivo y unánime YO del Presidente y su corte era no saludarlo, no incurrir en las palmadas, los abrazos interminables, las exclamaciones y carcajadas... y leer en el autobús la Historia Moderna de México. El cachondeo político mexicano no sólo me parecía denigrante e indigno de cualquier individuo respetuoso de sí mismo: sospechaba en él un exclusivismo sexual, incluso ante la belleza de las jóvenes zacatecanas, que lo mismo en Teúl de González Ortega que en Jerez de López Velarde se desvivían por atendernos. En una estación del camino, antes que los jilgueros del PRI prometieran escuelas, carreteras, hospitales y el paraíso terrenal a la gente que "favoreciera al candidato con su voto'', el altavoz pregonaba un corrido "revolucionario'': "Que viva, que viva Echeverría, es el grito justiciero de la gente''. Horas más tarde, esperando a la comitiva sobre un templete de madera, la voz de Antonio Aguilar interrumpió mi arrobada contemplación de las columnas salomónicas en la catedral de Zacatecas: "Cuando yo mueva mi sombrero así instruía a los campesinos que sin duda de modo espontáneo llenaban la plaza gritan ¡viva Echeverría!... así que abusados, ¿entendieron?''. Recuerdo la náusea del momento y el insignificante heroísmo de mi escape esa misma noche. Después de aquella experiencia, las desencantadas páginas de Cosío Villegas sobre la Revolución Mexicana cobraban un significado no abstracto sino encarnado: ante la soberbia histórica del sistema mexicano no había vocación más bella que la crítica.

El siguiente episodio formativo fue menos inocente. Lo vivimos Héctor Aguilar Camín y yo el 10 de junio de 1971, y sobre él escribimos un testimonio al alimón que viene al caso recordar:

Escuchamos los primeros disparos, aislados, como cohetes de feria; luego nutridos, ya no secos, sino reverberantes, de rifle, de algo peor que rifle. Descubrimos que es posible subir a la azotea y lo hacemos; arriba ya hay algunos vecinos; en las azoteas circundantes hay más. Desde la nuestra dominamos todos los movimientos de la Avenida Instituto Técnico, ahí van y vienen automóviles Opel, como los que fueron oficiales durante la Olimpiada. La balacera no cesa en Avenida de los Maestros; en la calzada van y vienen las cruces la roja y la verde, las "julias''; adentro de las primeras no hay camilleros, suben jóvenes con garrotes que son trasladados de un punto a otro, recogidos y trasladados de nuevo; el movimiento de esos vehículos es febril, incesante; corren por Instituto Técnico de un extremo a otro, libremente; de la zona donde se oye la balacera, que nos queda a la espalda, salen frecuentemente grupos armados con garrotes, traen mensajes o solicitan transporte "haciendo la parada'' con sus armas al paso de una ambulancia, de una "julia'', de un automóvil Opel. Todo esto sucede frente a los tanques antimotines que ahora sí han bloqueado Instituto Técnico. Esta es la actividad repetida a lo largo de casi una hora, al cabo de la cual la balacera mengua; después empiezan a sucederse escenas como éstas: dos "garroteros'' traen sujeto por los brazos a un muchacho, detienen una "julia'' alzando su arma, la "julia'' se detiene, los "garroteros'' descargan golpes sobre el detenido y, para subirlo, el policía que viene atrás lo remata de un cachazo en la cabeza. Un "garrotero'' aparece con una muchacha a la que abraza, los dos están golpeados, sus compañeros piden una ambulancia y los suben; minutos más tarde, un grupo de "garroteros'' escolta a dos mujeres también vapuleadas; las nalguean y abrazan con evidente camaradería y ambas se pierden en una bocacalle donde esperan granaderos. Cuando la refriega a nuestra espalda ha decaído notablemente al menos en los disparos, una nueva oleada de "garroteros'' se agrupa sobre la calzada, lejos, a la altura del Casco, y parte a un trote marcial, colectivo, rumbo a San Cosme. Vocean: "Nuevo León'', "Arriba el Che Guevara'' y corean sus voces; se detienen dos veces para reagruparse, pasan frente a nosotros; traen garrotes amarillos idénticos entre sí en una mano y piedras en la otra; llegan frente a los tanques antimotines que han quedado estacionados al principio de la calzada durante toda la operación, y ahí reinician sus gritos "Che Guevara'', al tiempo que lanzan piedras contra los cristales de un comercio. Atrás se oyen disparos más espaciados; en varias ocasiones, ráfagas. El movimiento en Instituto Técnico disminuye a partir de estos incidentes. El tiempo se ha encogido, sabemos después que todo esto duró algo más de hora y media.

Al cabo de esta experiencia sobre el poder recurriendo a su ultima ratio no sólo devoré e hice míos a los clásicos del liberalismo democrático sino que exploré algunas vetas intelectuales del anarquismo. Gracias a un personaje que para fortuna de muchos compañeros sigue entre nosotros su venturoso nombre es Ricardo Mestre Ventura entendí la deuda del Siglo XX con la vertiente constructiva de la imaginación anarquista. Muchas de las ideas sociales más nobles de la era moderna la seguridad social, el sindicalismo son expropiaciones del socialismo al anarquismo. Dos mandamientos del evangelio anarquista siguen hablando a nuestros días: desconfiarás del poder, confiarás en los individuos.

El Norte

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23 septiembre 1993