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La arena de las ideas

Isaiah Berlin, acaso el mayor historiador de las ideas de todos los tiempos, sostenía que las ideas son entes vivos dotados de un poder inmenso. "La idea marxista de que las ideas son sólo un subproducto, una suerte de reflejo espiritual de las estructuras materiales -sostenía- es una doctrina que se refuta sola. Si Marx hubiese muerto a los 12 años, la historia del mundo y de Europa habría sido muy distinta. El cristianismo es una idea, el marxismo es una idea, el freudismo es una idea. ¿Quién puede negar su gran influencia más allá de las situaciones de las que partieron?".

El México de comienzos del Siglo XXI puede verse como una arena en la que luchan varias ideas no fácilmente compatibles. Su denominación vincula una serie de sujetos históricos o valores morales -libertad, igualdad, sociedad, indígena, corporación, pueblo, nación- con el sufijo ismo. Durante nuestro Siglo XIX, muchas de estas ideas siguieron trayectorias complejas y fascinantes que han rastreado -entre muchos otros- historiadores como Charles Hale, Jesús Reyes Heroles, Daniel Cosío Villegas, David Brading, Edmundo O'Gorman y Luis González. Su continuidad o discontinuidad en el Siglo XX ha sido el tema de otros libros importantes del propio Brading, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Arnaldo Córdova, etcétera... A la caída del comunismo en 1989, algunos seguidores de Fukuyama pensaron que el mundo -y México- desembocaba en la anulación de las ideologías -es decir, de los ismos- o su convergencia en la democracia liberal. Era una idea más, y una idea equivocada.

En términos generales, puede decirse que el Siglo XX mexicano comenzó en 1915 con un asalto al bastión del liberalismo clásico desde un emplazamiento múltiple: socialismo europeo, inercias del corporativismo novohispano, anarco-sindicalismo, indigenismo agrario, nacionalismo defensivo, idealismo latinoamericano. Como se sabe, la Constitución de 1917 mantuvo algunos preceptos del código liberal de 1857, pero modificándolo con elementos y valores extraídos de todas aquellas ideas. Desde los años 20, la idea política y social rectora en México fue la del corporativismo social revestido de un nacionalismo al principio imperioso y al final deslavado, un indigenismo agrario casi siempre retórico (salvo en la época de Cárdenas) y varios costosos episodios populistas. Hacia la última década del siglo el balance era claro: las ideas perdedoras eran el liberalismo y la democracia.

Más la democracia que el liberalismo. Los hombres de la Reforma, los científicos (como ha mostrado Hale, sobre todo en el caso de Justo Sierra), intelectuales como Cosío Villegas, Reyes Heroles y, hasta cierto punto, el propio Paz, fueron (con diversos matices) liberales, no tanto demócratas. La razón es sencilla: eran hombres del Estado mexicano. Desde la restauración de la República en 1867, México se acostumbró a un régimen de partido único (liberal, porfirista, revolucionario) con continuidades tangibles en las garantías individuales y las libertades cívicas, pero con una marcada aversión a compartir el poder o someterlo a la sencilla prueba de la voluntad popular. Con todo, si el Estado mexicano del Siglo XX no incurrió, salvo casos excepcionales, en prácticas totalitarias, fue gracias a ese legado liberal. Pero la democracia era el capítulo pendiente.

¿Cuál es la situación actual? El indigenismo ha renacido vigorosamente, nutrido no tanto por raíces propias como por el derrumbe del marxismo. Ahora -como siempre- enfrenta de manera radical al liberalismo republicano e introduce una extraña distorsión en la democracia: confunde a la mayoría de votos con la "sociedad civil" o una vaga y autodesignada "voluntad general". El populismo -esa riesgosa exacerbación de la popularidad, aun de la popularidad democrática- no deja de rondar en el ambiente. El nacionalismo busca adoptar nuevas formas, más afirmativas y creativas, más acordes con la ineludible globalización. El comunismo ha muerto, pero el socialismo no: se ha vuelto democrático y ensaya algunos proyectos en el PRD. Su pecado, al menos en México, es no haber ejercido la autocrítica ni tendido puentes con la cultura liberal que en el Siglo XIX le era propia. El corporativismo está en retirada, víctima de la ola democrática, pero tratará de sobrevivir en espera de su revancha. Un igualitarismo inspirado en parte en la doctrina social de la Iglesia parece regir la política oficial. Sus resultados están por verse, no así su justificación en un país con las disparidades del nuestro. El problema puede estar en la difícil convivencia de sus rígidos principios morales con el liberalismo. La democracia, en fin, es la idea nueva y triunfante, pero -paradoja mayor- sus paladines no son liberales o son ajenos a la tradición liberal.

El sustantivo "liberal" -acuñado en 1808 en la España de las guerras napoleónicas- y su derivado ideológico, el liberalismo, quieren decir muchas cosas, pero acaso su esencia radica en una actitud ante el poder -limitarlo, acotarlo, vigilarlo, atemperarlo, criticarlo- y una defensa del individuo -protegerlo, franquearlo, propiciarlo en su diversidad-. El liberal no se pregunta quién detenta el poder, sino cuánto poder tiene quien lo detenta, cómo usa o abusa de él. Su tema recurrente es el establecimiento de un Estado de Derecho, el imperio de la ley y un clima general de tolerancia. El demócrata puede coincidir -y, en las democracias modernas, a menudo coincide- con esas preocupaciones liberales, pero no son esenciales al ideario inscrito en la propia etimología de la palabra democracia.

Desde principio de los años 80, México tenía ante sí una idea prioritaria: instaurar la democracia. Hoy es necesario acercarle un adjetivo: liberal.

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