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El mundo de los hijos

La máquina del tiempo nos ha traído al presente, al año 1993 en que ustedes cumplen alrededor de 20 años. Si reflexionamos un poco sobre su biografía colectiva y la comparamos con la del abuelo y el padre de nuestra fábula, resalta de inmediato la ventajosa situación histórica en la que ustedes viven. Veamos por qué.

El siglo XX les ha resuelto, por sí solo, muchos problemas. Con el derrumbe del imperio soviético se ha reducido notablemente la mayor amenaza contra la vida del planeta, la guerra nuclear. Aunque no ha dejado ni dejará de haber guerras prolongadas y salvajes como la que ahora mismo se libra en la antigua Yugoslavia, éstas serán probablemente locales. En el siglo XVIII, el filósofo alemán Emmanuel Kant escribió un texto célebre sobre "la paz perpetua''. Hoy parece que esa posibilidad se abre ante nosotros.

Las Naciones Unidas tienen, por vez primera desde su fundación, la posibilidad de ejercer una suerte de gobierno moral del mundo. ¿Qué hubiera dado el abuelo por saber, en 1943, que 50 años más tarde no sólo el nazismo sino el comunismo estarían bajo tierra, desprestigiados en todo el planeta salvo en las mentes enfermas de unos cuantos fanáticos? ¿Qué hubiera dado por prever que el siglo XX se purgaría a sí mismo de esas dos plagas?

Otro de los mitos que el siglo XX ha derribado frente a nuestros ojos es el de La Revolución (así, con mayúsculas). Desde 1789 hasta 1989, por 200 años, esa palabra y las diversas experiencias históricas ligadas a ella gozaron de un prestigio inmenso. Los partidarios de la democracia y la reforma gradual eran, supuestamente, unos tibios cuando no unos "reaccionarios''. Los verdaderos, los únicos héroes eran esos imperiosos mesías de la era moderna, Robespierre, Marx, Lenin, Trotsky, Mao, Castro.

De pronto, las realidades sociales creadas por esas revoluciones salieron a la superficie como una formidable revuelta histórica, una revuelta de la verdad. Con sus pancartas, con su pacífica protesta, los pueblos detrás de la Cortina de Hierra derribaron ese mito, ganaron su libertad e impartieron a la izquierda en Occidente una lección definitiva que muchos no admiten o comprenden aún. ¿Qué hubiera dado el padre de nuestra fábula si un adivino le hubiese adelantado en los años 60 la caída del Muro de Berlín? ¿Qué revelación hubiese sido para nuestro "sesentaiochero'' viajar por la URSS, Rumania o Polonia y abrir los ojos de verdad a la desolación de esos países que perdieron el siglo XX y quizá no puedan recobrarlo más?

Sin el peligro de una guerra mundial, vacunados contra la enfermedad ideológica y revolucionaria de este siglo, puede decirse que ustedes, los jóvenes de hoy, han nacido sanos. Tampoco creen ya, por fortuna, en el dogma de la inmaculada Revolución Mexicana. En la historia no hay procesos eternos o intocados. "Espera veneno del agua estancada'', decía el poeta William Blake, y la frase es aplicable a nuestro sistema político. Ustedes lo saben.

También en ese sentido, el siglo les ha resuelto el problema antes de entrar a la vida activa. ¿Qué hubiesen dado el abuelo y el padre de nuestro cuento por vacunarse contra el virus del dogmatismo revolucionario? Aún ahora, siguen padeciendo sus fiebres intermitentes. Para ustedes, en cambio, la palabra Revolución es una reliquia histórica, el nombre de una avenida o el sinónimo de una innovación musical.

Y sin embargo, paradójicamente, el haber nacido en una época de grandes desenlaces históricos les plantea a su vez problemas inmensos. Aunque engañosas, las ideologías suplantaban a las religiones como repertorios de creencias. Tenían una respuesta para todos los problemas. Ahora se vive a la intemperie. No hay verdades absolutas, ni recetas históricas, ni grandes filósofos-gurús o profetas que marquen el camino. En este sentido, ustedes están más solos que lo que estuvimos nosotros.

No lo han hecho mal, hasta ahora. Veo sus actitudes frente al amor, por ejemplo, y pienso que son más directas, más sinceras que las nuestras o la de nuestros padres. Un joven en el 68, intoxicado de mesianismo político y social, contaminaba la libertad amorosa porque la vivía como una experiencia colectiva, como una supuesta "liberación''.

Ustedes, me parece, han devuelto al amor su dimensión íntima. Les haría falta, para mi gusto, un enriquecimiento de la dimensión poética, pero sospecho que está presente en la música. Aunque confieso que los decibeles me irritan porque en ellos la armonía degenera en ruido, gracias a mis hijos respeto cada vez más ese culto musical contemporáneo. La música es el lenguaje de esta generación que explora al amor sin distorsiones románticas.

Hasta allí las buenas nuevas. El primer problema de los jóvenes de hoy, que viven en el universo de la información, es su escasa información. No leen, punto. No leen, ya no digamos a los clásicos, ni siquiera a los clásicos modernos. Hacen mal. Por más cambio que haya sufrido el género humano desde los griegos hasta nuestros días no son tantos, se los aseguro, como para que puedan ustedes hacer "borrón y cuenta nueva'' con los siglos de sabiduría humana. Su situación vital no es inédita. Su desinformación es abismal quizá porque confían demasiado en los medios electrónicos. Consideren, por ejemplo, el campo de la vida internacional. ¿Cuáles son sus fuentes?

Si tienen acceso a los canales norteamericanos seguramente padecen el síndrome CNN, es decir, el empacho indiscriminado de noticias. Si el error de sus padres y abuelos fue su falta de brújula histórica, la mala lectura de sus respectivos tiempos, ustedes podrían superarlos mediante una voluntad de información sistemática que los ayude a pensar con claridad. Un consejo práctico: ya que por ósmosis musical casi todos entienden inglés, suscríbanse a buenas revistas internacionales. La mejor es una revista inglesa que este año cumplirá un siglo y medio de vida, The Economist.

Por otro lado, es fundamental que lean en español. Su pobreza verbal es alarmante: al perder palabras han perdido contenidos, experiencias. Lo que no se nombra no existe. Leer, en fin, no sólo es una práctica necesaria, civilizada y noble si la hay, es también un antídoto contra la tristeza. Hace muchos años, en una película, escuché un consejo muy simple del Mago Merlín al futuro rey Arturo que ahora les paso al costo: "Cuando estés triste, lo mejor que puedes hacer es aprender algo''.

A veces pienso que se olvidan del país en que viven. Lo quieren mucho pero lo conocen poco. Viajan poco por él o si viajan lo hacen como turistas gringos. Viajar es fundamental, pero hay que hacerlo con los ojos abiertos. Mi generación pudo viajar poco. Ustedes que tienen la oportunidad, háganlo como un proceso de información y lectura. Viajar ayuda a ver las cosas en su justa proporción, a apreciar, a madurar. Confirmará que México sigue siendo un lugar extraordinario para vivir, un mosaico de culturas que no luchan entre sí sino que conviven. El racismo y los odios religiosos pertenecen al catálogo de nuestros no-problemas. Vivir en México, en su posición social y económica, es un privilegio, una subvención de Dios, por eso mismo implica una profunda responsabilidad moral: contribuir a que el país sea menos pobre, menos injusto, menos desigual.

La primera clave para contribuir está en una palabra: exigencia. Deben ustedes exigirse como el que más, como se exigen los jóvenes en Alemania o en Japón. Si la única salida histórica de México es competir, no tienen ustedes otro camino que el de la exigencia. No importa que sus vocaciones no estén enteramente claras en este momento. Lo que cuenta es exigirse a cada paso porque así, caminando, la vida revela, crea, inventa sus opciones.

La segunda clave para contribuir está en otra palabra: participación. La vida pública de México es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos. Es necesario construir en años lo que a otros países occidentales les llevó siglos: un marco de convivencia política en el que los hombres puedan resolver de modo concertado y legal sus diferencias. Ese marco tiene un nombre: democracia. Es posible, no seguro, que mi generación la instaure, pero a ustedes les tocará la labor más difícil: practicarla, cuidarla, consolidarla. Participar significa también dar, no simbólica sino efectivamente.
El filósofo mexicano Antonio Caso tenía razón, a mi juicio, cuando decía que la esencia del cristianismo no es la fe ni la esperanza sino la caridad.

A sus 20 años de edad la vida parece eterna. Esa maravillosa ilusión de óptica se cura, por desgracia, con los años. De pronto, uno cae en la cuenta de su brevedad. Y sin embargo, créanme, es tanto lo que se puede hacer. De joven leí un libro que me ayudó a avanzar y que desde luego les recomiendo: La máquina de cantar, de Gabriel Zaid. Allí encontré una teoría sobre la tercera palabra que quiero insinuar en sus mentes, la palabra proferir. Proferir no es sólo decir cosas articuladas, es también hacerlas, es sacar proyectos desde dentro y hacia adelante. Es vencer las tendencias entrópicas de la vida, esas losas que a veces nos pesan y detienen. Proferir es dar de sí, tomar la iniciativa, tener juicios propios sobre las cosas y actuar conforme a ellos. Proferir, en el exacto lenguaje coloquial supone también un elemento de arrojo: equivale a "lanzarse'', a "aventarse''.

Lectura, viajes, conocimientos, atención informada al pulso de los tiempos en México y el mundo, exigencia profesional, participación política, caridad efectiva, voluntad de crear: empresas, obras, ideas. Estas son las actitudes que deben marcar a la generación joven. Sus abuelos y sus padres, presos en las telarañas políticas e ideológicas del siglo, no tuvieron siempre la claridad para leer su situación vital y estar a la altura de lo que su circunstancia les exigía. Los presagios, para ustedes, son mejores. No tengan miedo. Profieran y encontrarán el sentido de un viejo poema latino: "Llega a ser quien eres''.

Reforma

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