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Neoconservadores

La máscara ha dejado de ser una argucia publicitaria y visual de la guerrilla chiapaneca y se ha convertido en una categoría intelectual y moral que comparten las derechas tradicionales enmascaradas de humanitarismo y las izquierdas retrógradas enmascaradas de progresismo. El ataque es una máscara que oculta su verdadero blanco: la economía de mercado.

Los fanatismos convergen. En una misma semana ocurrieron en México tres memorables pronunciamientos que lo comprueban. Todos tienen que ver con esa plaga peor que el fascismo, el nazismo y el comunismo, ese monstruo contra el que se levanta la profética voz de nuestros teólogos de diestra y siniestra: el neoliberalismo.

Primero fue el padre de la Teología de la Liberación, el ex sacerdote Leonardo Boff. Llegó a México con su Marxian look, dejando a su paso un olor a santidad y exordios inolvidables, como éste: "el neoliberalismo se propone la desaparición de 3 mil 400 millones de seres humanos". Luego vino la homilía a varias voces de los obispos mexicanos, émulos todos de aquellos venerables varones del siglo XIX que se levantaron en guerra justa contra los impíos predecesores del neoliberalismo: Ocampo, Lerdo, Juárez, Prieto. Finalmente, en Chiapas, capital teológica del mundo, se anuncia la convocatoria a un próximo concilio mundial "contra el neoliberalismo y en favor de la humanidad". Amén.

La máscara ha dejado de ser una argucia publicitaria y visual de la guerrilla chiapaneca y se ha convertido en una categoría intelectual y moral que comparten las derechas tradicionales enmascaradas de humanitarismo y las izquierdas retrógradas enmascaradas de progresismo. El ataque es una máscara que oculta su verdadero blanco: la economía de mercado. El ataque oculta la verdadera fe de los atacantes: un pensamiento neoconservador de izquierda.

La palabra "socialismo" apareció como un cometa verbal en los primeros días de la rebelión zapatista. A los pocos días, alguien la borró del discurso. Muchos creyeron que su fugaz inclusión en el programa guerrillero había sido un imprudente lapsus de algún comandante. Las palabras sagradas eran otras, no las de 1917 sino las de 1789: justicia, libertad, democracia, dignidad. Pasó el tiempo. En México sobrevino la quiebra y la crisis. Había que aprovechar el descrédito del régimen para proponer un silogismo que sutilmente reintrodujera al socialismo en el discurso: el salinismo produjo la crisis, el salinismo es neoliberalismo, el neoliberalismo (es decir, la economía de mercado), produjo la crisis. Así llegamos al momento actual. Ahora sabemos que el lapsus no era tal: la palabra, y la ideología que representa, permanecían ocultas, enmascaradas.

Si ninguno de los sacerdotes de derecha o de izquierda defiende la economía del mercado (con los matices que se quiera), es obvio que todos ellos proponen la única alternativa histórica que se ha conocido, la misma que llevó a la ruina a tantos países y que ahora ha sido abandonada en todos ellos. Con su sentido genial de la oportunidad, el Subcomandante Marcos fue más claro. Al reivindicar al Ché Guevara y asumir como propia la vieja mitología del "hombre nuevo", la guerrilla zapatista se quitó la máscara: no es una guerrilla postmoderna; ideológicamente, es una guerrilla premoderna, a la que sigue una nueva cauda de "compañeros de viaje". Es como volver a empezar. Es como si la experiencia de los países del antiguo bloque soviético no hubiera ocurrido.

La batalla ideológica contra los neoconservadores mexicanos apenas comienza. ¿Por dónde comenzar a refutarlos? Quizá por el silogismo, porque es notoriamente falso. Salinas fracasó por no tomar en serio la reforma democrática, por la corrupción sin límite de su hermano (y seguramente la suya propia), por sentirse el Maquiavelo de Agualeguas, por querer perpetuarse en el poder, por sobrevaluar la paridad, por mil razones más, todas lamentables, pero no por sus reformas económicas básicas. Que la demagogia actual diga misa: la privatización, el Tratado de Libre Comercio, la disciplina monetaria, etc..., fueron medidas coherentes en el mundo que vivimos. Salinas, es verdad, instrumentó muchas de ellas de manera vertical, despótica, discrecional, caprichosa. Pero el sentido de esas reformas era el único posible a fines del siglo XX. Por lo demás, el "liberalismo social" salinista -al margen de sus procedimientos manipuladores y corruptos- no era precisamente una institución neoliberal.

El gobierno actual no ha logrado reanimar la economía. ¿Es culpa de la economía de mercado? ¿Debemos volver a los tiempos de estatismo galopante? Es mejor admitir que las razones del fracaso rebasan la esfera económica: tienen que ver con la falta de espíritu en el gobierno, con el vacío de liderazgo y de esperanza. En circunstancias parecidas, otros pueblos y otros líderes hicieron milagros. Rooselvelt decía "hay que ensayar, ensayar siempre, y si algo no sale, ensayar de nuevo". De su ensayo económico keynesiano salió la recuperación de su país. El caso de Churchill reanimando a Inglaterra en la hora más oscura de la segunda guerra, es quizá el ejemplo clásico de liderazgo en el siglo XX. Hay otros más. Hombres así, ensayos así, son los que necesitamos, y tarde o temprano llegarán con la transformación política que se avecina. Pero una cosa es ensayar dentro de la economía de mercado y abanderar el cambio hacia la democracia, y otra, opuesta, es reinstaurar los ideales económicos, políticos y sociales de los años sesenta.

La prueba histórica en favor de la economía de mercado no está sólo en el desarrollo de los grandes países occidentales y el Japón; está también en las naciones de América Latina (incluida Bolivia, la tierra donde murió el Ché) y las economías emergentes de Asia y Europa del Este. La comparación con los antiguos sistemas que esos mismos países practicaban arroja diferencias abismales en favor de la economía abierta, diferencias de las que los nuevos teólogos nunca hablan. En contraste, no hay una sola experiencia de economía cerrada, controlada, estatizada, que haya crecido o se haya mantenido. Ni siquiera la cubana, que ahora opta por una apertura disimulada. Y mucho más grave que este fracaso fue el costo humano que cobró el comunismo: millones de muertos (atribuibles directamente a la implantación y sostenimiento de ese sistema) que nunca aparecen en la contabilidad de Boff y sus apóstoles. Con toda "la sangre y el lodo que el capitalismo arrastra por la historia" (Marx), el saldo doloroso de las democracias liberales asociadas a él no se acerca ni remotamente al del comunismo.

Hay que preguntarle a los hombres de sotana y pasamontaña algo que el propio subcomandante Marcos advirtió en las postrimerías de su concilio: ¿qué alternativa económica concreta proponen? No vaguedades, no arrebatos sentimentales. Las buenas conciencias pueden levantar el puño o desgarrarse las vestiduras, pueden amalgamar el mercado con el fascismo y sentirse víctimas de la opresión universal. Ganarán las páginas de la prensa universitaria, alcanzarán más de una vez las del Time y formarán una cofradía en Internet. Pero el hecho lamentable persiste: enamorados de su propia demagogia, llamando realidad a un sueño y sueño a la irrealidad, los neoconservadores de izquierda y derecha pierden el tiempo suyo y el de México. Porque mientras en las montañas del sureste mexicano se discute sobre la maldad del mercado capitalista y neoliberal y se anuncia una vez más el advenimiento del "hombre nuevo", en las planicies de la China comunista y en los arrozales del antiguo Vietcong nacen una, dos, tres mil ... pequeñas empresas.

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21 abril 1996