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Adolfo Ruiz Cortines

El presidente no pensaba en la Revolución como un ciclo cerrado o en crisis, menos aún como un programa agotado o muerto. Todo lo contrario: a su juicio, la Revolución estaba tan viva y vigente como en 1910, pero necesitaba, en efecto, una vasta depuración de sus hombres. Nada había en su plan sexenal que significara una rectificación hacia las políticas sociales de los años veinte y treinta, o contradijera los fines propuestos por Alemán. Sólo los hombres y las formas habían fallado. El primer hombre que había fallado en términos morales era el propio Alemán. Tal vez Ruiz Cortines hubiese podido actuar en contra de él, o ejercer mayor presión legal e incluso penal sobre sus amigos. Prefirió no hacerlo, y con su decisión sentó una nueva norma del sistema político mexicano: los ex presidentes son jurídicamente intocables.

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Ruiz Cortines era exigente con el idioma en todos los aspectos de su administración, menos en el principal: el de la verdad política. Mejor dicho, era extremadamente riguroso y hasta elegante en la formulación de la mentira que desde 1946 se había apoderado de la vida política mexicana. En su largo discurso de toma de posesión dijo que el respeto recíproco entre los tres poderes de la Unión y los de los estados, así como el fortalecimiento de la organización municipal, “vigorizarán la vida institucional”, pero renglones adelante hablaba de la vida política mexicana calificándola de paraíso terrenal: “... la libertad, la democracia y la Revolución son los ejes de nuestro desenvolvimiento”. Allí no había artimañas ni matices lingüísticos que valieran. En tiempos de Ruiz Cortines el sistema político mexicano vivió su periodo de apogeo. En este sentido, la identidad de propósitos entre “el Magistrado” Alemán y el austero burócrata que lo sucedió era completa y total. Con un añadido paradójico: la honestidad y el severo estilo personal de Ruiz Cortines no sólo contribuían a afianzar su ascendiente moral, sino que volvían aún más sagrada la ya de por sí sacralísima institución presidencial. El sistema operó con mayor eficacia que en tiempos de Alemán. A su función de maquinaria electoral, el PRI aunó otra, muy acorde con el estilo de don Adolfo: los servicios de retórica oficial. Bastaba oír los discursos del presidente del PRI, el general Gabriel Leyva Velázquez, para comprobarlo. En la II Asamblea Nacional Ordinaria exclamó: “Señores delegados: muy cerca de aquí, en el Palacio Nacional, está gobernando a la nación un ciudadano ejemplar, un hombre pleno de patriotismo y virtud, el señor presidente de la República don Adolfo Ruiz Cortines ... el Partido de la Revolución proclama con orgullo que el pueblo es su guía, la Constitución su lema y Adolfo Ruiz Cortines su bandera”.

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Un nuevo líder de los ferrocarrileros había sucedido, en elecciones democráticas, al “Charro” Díaz de León: era un rielero de cepa, David Vargas Bravo. En una ocasión, el presidente le dijo: “Usted va a ser senador por San Luis Potosí”. Vargas respondió que, si bien era oriundo de San Luis, había salido a los cinco años y que por tanto nadie lo conocía. Además, no pertenecía al PRI. “Nada de eso es problema”, respondió el presidente, “ya se encargará Gonzalo N. Santos, ya le hablará”. Y así fue: Santos proveyó la documentación requerida. “No hice campaña ni nada”, recordaba muchos años después Vargas, “fui senador porque el presidente me nombró y ya”. Tiempo después. Vargas tuvo una amarga experiencia por tomarse en serio su función de senador. Cuando se discutía la ampliación de sanciones a los accidentes por imprudencia en las vías férreas, defendió a su gremio con tal vehemencia que el líder del Senado -José Rodríguez Clavería- lo llamó a un lado y le dijo: “Ya nos tienes hasta el gorro... O te largas a la chingada o te atienes a las consecuencias”. Vargas tuvo que salir de México por algunos años.

*Extracto del libro "La Presidencia Imperial"

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