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Luis Echeverría Álvarez

Luego de declarar repetidamente que sólo viajaría por el país, Echeverría comenzó a retomar el camino de López Mateos y no lo dejó hasta que terminó el sexenio. En Chile fue más allendista que Allende, a Japón llevó una inmensa comitiva para gestionar, supuestamente, la apertura comercial de México. Con el mismo boato ejerció el turismo revolucionario por Gran Bretaña, Francia, Bélgica, la URSS, China, Alemania Oriental, Italia, el Vaticano, etcétera. Se trataba de “una empresa cansada y dispendiosa”, apuntaba Daniel Cosío Villegas; movido por su marcada “inclinación egocéntrica”, el presidente buscaba su “consagración internacional”. A principios de 1973, Cosío describía a Echeverría como un caso incorregible de locuacidad, monomanía y desequilibrio: “Echeverría cree que su voz será escuchada y atendida por todos los mexicanos, desde luego, pero también por los grandes monarcas y los poderosos jefes del universo”. Con el tiempo, el presidente enviaría a su ministro de Relaciones Exteriores para “arreglar” el conflicto entre árabes e israelíes, intentaría encabezar a los países del Tercer Mundo, dictaría una Carta de los Deberes y Derechos Económicos de los Estados, buscaría el Premio Nobel de la Paz (estableciendo vínculos con su gran rival, la mismísima Madre Teresa, para que se sirviera apoyarlo, cosa que la Madre hizo con ejemplar caridad) y, como broche de oro, anunció que al término de su presidencia estaría “a disposición de los Estados miembros de las Naciones Unidas que expresen su deseo de confiarme el cargo de secretario general de las Naciones Unidas”. Ni Alemán se había atrevido a tanto. Su prédica no logró la paz en Medio Oriente, ni la independencia del Tercer Mundo, ni la cooperación económica entre las naciones que ingratamente le negaron esa especie de presidencia del mundo que es la dirección de la ONU. Pero al erario de México el tercermundismo echeverrista le salió muy caro. Era lo de menos, porque en el concepto económico del presidente el erario estaba para servir a la Revolución... según Luis Echeverría. Si había dinero, había que gastarlo, y si no lo había, había que imprimirlo o pedirlo prestado. ¿Para qué otra cosa podía servir el crédito acumulado por el “desarrollo estabilizador”? Gastar era sinónimo de invertir, y ambas operaciones parecían buenas y productivas en sí mismas. Todos sus proyectos adquirían proporciones inmensas.

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A lo largo del sexenio, Echeverría apuntó sus baterías contra los empresarios (“riquillos”, les dijo en un mensaje del primero de septiembre), logrando que éstos cerraran filas en una nueva agrupación cupular (el Consejo Coordinador Empresarial), exportaran capitales, aplazaran inversiones, subieran precios y atizaran igualmente la inflación. Se produjeron innumerables casos de inconsistencia, contradicción e inconsciencia. La inversión extranjera no fue sólo desalentada sino repudiada; se anunció el fin del proteccionismo y se protegió como nunca el mercado interno; se fletaban costosas comitivas para “regañar a media humanidad” leyéndole la cartilla de sus deberes económicos, cuando ésa era “precisamente la media humanidad invitada oficialmente a prestarnos dinero”. Se produjeron infinitos casos risibles, como la amenazante exigencia de Echeverría a los directivos de Coca-Cola para que le cedieran la fórmula de su refresco, o la ocurrencia genial de convocar un concurso para que los mexicanos inventaran un cochecito eléctrico que sustituyera a los coches convencionales movidos por gasolina. Alguien recordó entonces, que si Kafka viviera en México, sería un escritor costumbrista. El presidente presidía decenas de reuniones diarias en las que movilizaba a Los Pinos cientos de personas. A menudo practicaba la omnipresencia: circulaba de manera rotatoria en vanas reuniones. Sorprendía a todos por la extraña capacidad de permanecer sentado cinco, diez horas, sin ir al baño. Chequera en mano (literalmente), el presidente viajaba repartiendo dinero, promesas de dinero, o iniciando proyectos de redención campesina que supuestamente se pagarían solos. Un ejemplo entre miles: en la costa de Nayarit planeó complejos turísticos, industrias ejidales, escuelas e institutos de capacitación, centros de recreación, parques históricos, todo a cargo de uno de los innumerables fideicomisos creados en el sexenio: Bahía de Banderas. Los recursos se obtuvieron con cargo a la deuda externa; unos se invirtieron de manera improductiva y otros, sencillamente, se “esfumaron” por la vía de la corrupción.

*Extracto del libro "La Presidencia Imperial"

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