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El profeta y la constitución

"El mexicano tiene un enorme talento para redactar leyes...

y un ingenio inagotable para violarlas".

Daniel Cosío Villegas, 1969.

Nadie es profeta en su tierra, o al menos no en vida. Esa es, imagino, la moraleja que extraería Daniel Cosío Villegas de la inteligente y apasionada labor crítica que desplegó por tres decenios. Los gobiernos de la Revolución desestimaron casi siempre sus ideas, desde aquellas implacables que vertió en el ensayo "La crisis de México" (1947) hasta las que semana a semana publicó en el legendario Excélsior de Julio Scherer. Entre éstas destaca una serie de cinco artículos de mediados de 1969 cuya tesis se ha vuelto a poner de moda en nuestros días: la reforma de la Constitución.

Al sonoro grito de "A constituirnos", don Daniel enumeraba los defectos de la "Carta queretana" y proponía un mecanismo eficaz para elaborar un código nuevo, no sólo más acorde con la experiencia histórica del siglo mexicano y universal sino con la buena gramática y la lógica elemental. Fruto de la pasión revolucionaria o de las numerosas enmiendas a que había sido sometida, la Constitución adolecía de un lenguaje "pedestre", "atroz", "insufrible" (sobre todo en el abuso de las comas). Más grave que la falta de elegancia era la vaguedad (¿qué significa, se preguntaba, la "función social educativa" a que alude el artículo tercero?), la inactualidad (el carácter de santuario que tiene México para los "esclavos procedentes del extranjero") y, desde luego, la simple y llana contradicción (los cargos de elección popular son "irrenunciables" pero si los representantes no concurren a las sesiones -artículo 63- se interpretará como que "no aceptan el encargo".) Otro pecado no menor era el carácter prolijo del texto, su tendencia -sobre todo en los artículos típicamente revolucionarios, como el 123- a descender a detalles claramente reglamentarios como el alivio al trabajo de la obrera embarazada. (Daniel Cosío Villegas: Labor periodística, Editorial Era, 1971).

Gran historiador como era, don Daniel no reparó en el origen remoto de esta extensa y muchas veces confusa mezcla de preceptos generales con detalles reguladores que a veces parece más un catálogo de buenas intenciones que un conjunto de reglas fundamentales para normar la vida pública. Me refiero a las Leyes de Indias, código ético de un Estado tutelar y paternal que -como observó el historiador norteamericano Richard Morse- correspondía a la tradición neotomista en la cual las leyes no son tanto preceptos acotados y precisos de cumplimiento obligatorio sino derivaciones de la ley natural o propuestas deseables orientadas al Bien común que siempre pueden obedecerse en teoría e incumplirse en la práctica.

En cualquier caso, lo que a Cosío Villegas le importaba era la reforma de la vieja y remendada Constitución y la hechura de otra más breve, elegante, clara, coherente y más acorde con los tiempos. Una Carta, sobre todo, que atendiera al imperativo político número uno de aquel México (y de todos los Méxicos): limitar el poder presidencial. Nadie le hizo caso, por supuesto, y el país pagó muy caro la falta de diques al Ejecutivo. Treinta años más tarde -ahogado el niño, cubierto el pozo- el nuevo régimen ha abierto el debate. Será en buena hora, si el proceso de deliberación no distrae en exceso los afanes públicos. Para ello aquel buen profeta proponía un mecanismo ingenioso.

El ciclo duraría dos años. Durante el primero, una pequeña (sí, pequeña) comisión de juristas, economistas, sociólogos e historiadores (no me apunto) haría un anteproyecto que se sometería a dos tipos de escrutinio o consulta: el estamental de sus pares y el demográfico, por edades. Durante el segundo año, el proyecto pasaría al Congreso que legislaría de manera libre y soberana hasta dar a luz a la nueva Constitución.

Treinta años más tarde, quizá valga la pena ensayar el método pero en las circunstancias actuales -como ha demostrado en este espacio Jaime Sánchez Susarrey- las dudas son igualmente legítimas. El régimen presidencialista está siendo acotado en la práctica por la composición plural del Congreso y el ejercicio efectivo de las libertades consagradas en la más ceñida y esencial Carta de 1857. Los artículos más anacrónicos (27 y 130) se han modificado en un sentido realista. Queda desde luego la reforma del 123, pero no se ve la necesidad de reelaborar toda la Constitución para abordar el espinoso asunto laboral.

En unos días -el 10 de marzo- se cumplen 25 años de su fallecimiento. No sé si el proyecto de reforma actual le hubiese convencido. Sé, en cambio, que admiraba a los Constituyentes de 1857 sobre los de 1917 por una razón: no sólo redactaron la Constitución, la cumplieron.

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