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Bautizo democrático

Los años setenta estuvieron llenos de experiencias y lecturas conectadas. Basta recordar de manera esquemática el trazo de la época. En el ámbito interno, Echeverría y López Portillo creían reencarnar las mejores causas de la Revolución. No en balde habían sido jóvenes en la época de Cárdenas. Pero ya lo había dicho Marx: la historia se repite, primero como verdad y luego como caricatura. Las nacionalizaciones justificadas del cardenismo dieron pie a las estatizaciones injustificadas de ambos períodos. La popularidad populista se convirtió en mero populismo. En lugar de abrir el sistema económico a la libre competencia internacional y el sistema político a la libre competencia interna, Echeverría y López Portillo optaron por profundizar las líneas históricas agotadas, defensivas, autoritarias del México postrevolucionario. "Arriba y adelante'', el lema echeverrista, en realidad quería decir, "atrás y adentro''. "La solución somos todos'', el lema lopezportillista, en realidad quería decir "La solución soy yo''. El resultado de esta doble equivocación fue una doble quiebra: económica y política.

Por razones que me siguen pareciendo misteriosas, mi generación despertó tarde y en algunos casos, eterna durmiente, aún no despierta a la evidente crisis del Estado mexicano y, en general, a la de todos los estados intervencionistas. Una posible explicación del enigma está en la seducción de las ideologías. Operando como sustitutos de la religión, las ideologías son sistemas de creencia cerrados, inmunes a la verificación o la falsificación. Los ideólogos no juzgan la vida con pruebas prácticas sino con parámetros teóricos: si el socialismo real mató literalmente en campos de concentración, en persecuciones y hambrunas) a decenas de millones de personas, los ideólogos del socialismo dirán que ése no era el verdadero socialismo sino uno espurio. Y si uno les pregunta, a estas alturas del siglo, ¿cuál es el verdadero socialismo?, responderán: el que ellos en su inmaculada concepción, representan. De ese modo, el juicio de aquel sistema se difiere a un futuro que no llegará nunca. Esta variante degradada del milenarismo religioso fue, a mi juicio, la responsable principal del extravío ideológico de mi generación. Por ella mis amigos dijeron que Soljenitsyn exageraba, que Mao seguía siendo a pesar de todo el Gran Timonel, por ella cantaron loas anacrónicas a Castro, aprendieron el himno sandinista, justificaron a las guerrillas (siempre y cuando no operaran en suelo patrio). Por ella desdeñaron siempre la democracia colgándole toda suerte de adjetivos (formal, burguesa, meramente electoral, etc...). Y por ella, en fin, incurrieron en una responsabilidad más grave si se recuerda el origen libertario del que todos partimos en el 68: se integraron, de una forma u otra, al sistema, justificando cada estatización como un triunfo de la siempre vital, siempre lozana, siempre joven Revolución Mexicana.

Fue en esos años cuando algunos volvimos a leer a nuestros liberales de la Reforma, quisimos revalorar el legado de Madero, de Vasconcelos en 1929, de Gómez Morín en 1939, de Cosío Villegas entre 1946 y su muerte en 1976. Fue entonces, en septiembre de 1982, mientras López Portillo ondeaba la bandera en el Zócalo para festejar la bancarrota nacional, cuando algunos propusimos como único valor posible, vigente, necesario, la democracia. Octavio Paz y Gabriel Zaid habían escrito ya, desde principio de los setenta, ensayos memorables sobre el tema. Aquel texto dedicado a mi hijo "Por una democracia sin adjetivos'', era sólo un eslabón de una cadena centenaria: la cadena democrática y liberal.

Estoy hablando de principios de los ochenta y me parece que hablo de la prehistoria. Los extraordinarios acontecimientos de nuestro pasado inmediato explican la distorsión visual: el derrumbe del socialismo, la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética, la adopción generalizada de la economía de mercado y la democracia, no cancelaron la historia como escribió un teórico norteamericano sino que la aceleraron. De pronto, el siglo XX despejó a la vez varias incógnitas, se purgó del último de sus sistemas opresivos y abrió una era de menor riesgo e incertidumbre mundial. En ese contexto general de apertura con todo y sus viejos y nuevos problemas de pobreza, enfermedad, querellas étnicas y nacionales, destrucción del ambiente parece inútil o redundante defender a la democracia liberal y condenar a las ideologías autoritarias. Parecería, pero no lo es, porque, ¿cómo olvidar que vivimos en México? Entre nosotros el peligro sigue siendo doble: la democracia liberal no ha triunfado, y las ideologías autoritarias, maltrechas si se quiere, esperan dar la batalla final. El mejor legado del 68 sigue pendiente.

A riesgo de que se me tome por un criptopanista, no lo soy por razones de biografía y de convicción, creo que el obstáculo mayor para nuestro desarrollo democrático sigue estando en sectores muy influyentes de dos hermanos gemelos nacidos de la madre revolución: el PRI y el PRD, (es significativo que muchos de los altos líderes de ambos partidos no hayan participado en el movimiento del 68 o se hayan opuesto abiertamente a él: hay documentos). El PRI y el PRD se odian, pero no con buena fe, como en el verso de López Velarde, sino de un modo profundo, irreconciliable y cainita. Tras la piel de oveja de una retórica democrática, ambos denotan su pasado intolerante y autoritario, sus viejos esquemas ideológicos, su estatismo político, económico o social. No se necesita ser Nostradamus para predecir que llegarán al 1994 en son de guerra total. La querella ideológica entre ambos es insoluble y no es difícil que desemboque en una ola de inestabilidad y violencia. La única salida para prevenir ambas es la democracia en su aspecto original, electoral. Asegurar que cada paso y cada protagonista del proceso (los instrumentos, los organismos, los métodos, los tribunales) alcancen la mayor credibilidad antes, durante y después de la elección. Llegar a ese momento será difícil, pero aun suponiendo que el presidente que asuma el poder el 1o. de diciembre de 1994 lo haga en condiciones de plena legitimidad, las tareas democráticas no culminarían allí. Por el contrario: comenzarían apenas.

La democracia no asegura que el gobierno actúe con acierto: asegura que el gobierno que actúa sea legítimo y que sus decisiones se amparen en el mandato de la mayoría. Si esa mayoría se equivoca, como ha sucedido tantas veces en la historia del siglo XX, es su responsabilidad corregir el error y elegir con mayor tino, en su siguiente oportunidad, a sus gobernantes. No hay otro método para madurar. Frente a un Ejecutivo que quisiera, por ejemplo, instaurar un neopopulismo que retrotrajera al país a las inflaciones, la demagogia y la postración de los setenta, la salida histórica verdaderamente eficaz y duradera sería oponerse a él por las vías republicanas y democráticas: las Cámaras representando a sus representados, los tribunales amparando a los quejosos, los diarios publicando la verdad, los medios informando con veracidad, los intelectuales actuando con independencia crítica frente al poder. Sólo una sociedad civil activa y actuante podría limitar al poder por las vías del derecho. Este fue, a mi juicio, el sueño inmanente del 68. ¿Se cumplirá en el futuro cercano? ¿Quiénes serán sus agentes? Quizá aquí resida la gran oportunidad de los jóvenes de hoy: su bautizo democrático.

El Norte

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