Gustave Doré (1832–1883)

Un Quijote ciudadano

Desde que tengo memoria lo recuerdo hablar de sus propuestas ciudadanas. Pensaba en círculos concéntricos, de dentro hacia fuera: cómo mejorar su cuadra, su junta vecinal, su delegación, su distrito electoral, su ciudad, su país. Sus cartas, muy formales siempre y dirigidas al "Ciudadano Fulano de Tal", no contenían exhortos retóricos ni "rollos": eran propuestas prácticas sobre aspectos diversos de la administración pública como salubridad, vialidad, diseño urbano, educación cívica, prácticas electorales y una que viene a cuento en el momento actual: el establecimiento del policía de la cuadra o de la vecindad.

Habían pasado los años en que uno podía pedirle al gendarme de la esquina el favor de apagar su linternita para el paso del amor. También los tiempos bucólicos de Pedro Infante y Luis Aguilar en A toda máquina. Y hasta la bonita costumbre de premiar a los policías de tránsito, dejando regalos cada 22 de noviembre, se estaba perdiendo también. Sin embargo, el crimen estaba acotado y los policías eran -hasta cierto punto- policías. Por eso me parecía extraña, ociosa y por supuesto utópica su idea de adaptar a México (con modificaciones sesudas, que no recuerdo) la tradición de la policía británica. No digo que sea factible adoptarla hoy: sólo me llama la atención que hace treinta años él se hubiera ocupado de esas cosas.

El personaje estaba jugando ante mis propios ojos un papel invisible para mí: el de ciudadano. Para mí la ciudadanía tenía que ver sobre todo con el aliento a la democracia electoral y los valores republicanos, pero no veía que esos valores sólo comienzan con el ejercicio del voto el primer domingo de julio cada seis años. Se continúan con el acto de participar los 365 días del año en actos menos espectaculares pero igualmente importantes: ocuparse, presionando a las autoridades o por la vía puramente privada y solidaria, de la limpieza de la acera, de los árboles de la cuadra, del orden en la vecindad, de la seguridad en la zona, de las alcantarillas. Mi personaje, que había estudiado un año de ingeniería, diseñó, por ejemplo, un procedimiento de lavado de tinacos porque hizo la cuenta del costo estratosférico (económico y sanitario) de las ratas en nuestra ciudad. Un día, en los años sesenta, me enseñó con mucho orgullo su proyecto sobre la ampliación del Paseo de la Reforma. Aducía sus razones históricas y el sentido urbano de la nueva traza. Cuando finalmente se realizó recordé el precedente, pero ni siquiera entonces lo tomé en serio. El colmo fue cuando se puso a reescribir por completo el Himno Nacional, cambiando la palabra "guerra" por "paz". Aunque escribía con cierta corrección, los versos me parecieron (por decir lo menos) desafortunados. Me alarmé aún más cuando -rompiendo su costumbre- los publicó en algún diario. A los pocos días me llevé una buena lección cuando leí que a Gabriel Zaid la idea le parecía buena.

Era un ciudadano. No un habitante ni un inquilino ni un turista de México. Un ciudadano. Una persona preocupada por el bienestar del entorno que eligió (o lo eligió) para vivir. No se veía a sí mismo como un filántropo y no lo era. Daba su tiempo y, de haber tenido dinero (que no lo ha tenido nunca), lo habría dado también, a manos llenas. Pero entendía que la filantropía, siendo tan necesaria, es una vertiente de la acción social distinta de la ciudadanía. Aquélla puede "comprar" buena conciencia en un segundo. Ésta requiere dedicación: no se compra con nada ni compra nada: es gasto personal e inversión en la sociedad, es anónima y sólo busca ser eficaz. El ciudadano, por definición, se conforma con trabajar en una escala pequeña y manejable. No busca más porque sabe que quizá no pueda más. No quiere alcanzar puestos políticos sino hacer más habitable, más humano su entorno inmediato. El ciudadano opina, se manifiesta, escribe, exclama, marcha, pero tiene la madurez de saber que no basta con protestar, hay que traducir las buenas intenciones en actos concretos. El ciudadano, en una palabra, se siente responsable del espacio que comparte con los demás.

Hace un par de años me llamó con suma urgencia. "Sólo te quitaré un minuto". Había cumplido los 87 años y sintió llegado el momento de hacer acopio de sus proyectos. Lo hizo con diligencia, en fotocopias divididas en carpetas y sobres de papel manila, con grandes letreros (escribía a mano), y los metió en un viejo maletín Samsonite. Los trajo a mi oficina y me los "heredó". Tras revisarlos someramente con ternura y una absurda indulgencia, los guardé, hasta que hace unas semanas los volví a ver, y no sólo los encontré juiciosos sino ejemplares.

Desde hace muchos años vive solo. Su estudio tiene un orden que únicamente él conoce. Lo presiden estatuillas y grabados del Quijote. Después de darme el maletín comenzó a entrar en un limbo, y hoy es el ciudadano errante de su conciencia y su inconsciencia. Pero sus hijas me dicen que hace poco, al comenzar a hojear las revistas de su peluquería, comenzó a animarse y hablar de la ciudad. Ciudadanos así es lo que necesitamos. ¿Quién me lo iba a decir? Tenías razón, tío José.

Reforma

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.
<
>
07 septiembre 2008