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Ideas impopulares

No hay argumentos contra un estado de ánimo 
Bertrand Russell

En estos tiempos de oscuridad moral e intelectual, que han sobrevenido justo cuando celebrábamos el arribo de la "Paz perpetua", nada consuela más que leer, como aconsejaba Fray Luis de León, "a los pocos sabios que en el mundo han sido". Uno de ellos fue sin duda Bertrand Russell, cuya longevidad era una metáfora aproximada de su sabiduría. Detrás de cada uno de sus libros hay siglos de experiencia histórica, reflexión filosófica y sensibilidad artística, decantados en una prosa transparente. Entre mis preferidos esta un volumen publicado en 1950 bajo el título de Unpopular Essays. En la nota preliminar, Russell advierte: "en estos textos, escritos a lo largo de los pasados quince años, he querido combatir, de una forma u otra, el avance del dogmatismo de derecha e izquierda que ha caracterizado a nuestro trágico siglo".

Los pocos liberales que en México han sido, navegan, como Russell, entre Scila y Caribdis: con el ojo crítico puesto en fascistas y comunistas. El liberal vive siempre en un difícil predicamento: para la izquierda es de derecha, para la derecha de izquierda. Uno de los poquísimos intelectuales mexicanos que durante los años treinta criticó por partida doble al fascismo y al comunismo fue Cosío Villegas. Curiosamente, la derecha receló de él siempre más que la izquierda, quizá porque la izquierda estaba representada entonces por personas de la talla moral de José Revueltas. A Revueltas, que elogió los escritos de Cosía Villegas, jamás se le hubiera ocurrido decir que Cosío Villegas, por no comulgar con el socialismo, era "de derecha".

La "izquierda" actual tiene una óptica distinta. Para ella, todo lo que no concuerde con su "canon" es "de derecha". Bajo ese criterio, Bertrand Russell, uno de los más nobles pensadores del siglo y de todos los siglos, era "de derecha". Hace unos días me vi envuelto en dos querellas que me hicieron releer a Russell. El dogmatismo que siempre combatió goza de buena salud entre nosotros. Por eso es saludable agitar de vez en cuando el ambiente intelectual con ideas impopulares.

La primera querella ocurrió en la ciudad de Guadalajara, durante un coloquio sobre "Transiciones a la democracia en Europa y América Latina". Al examinar la lista inicial de participantes extranjeros y los temas que tentativamente se tratarían, había yo celebrado la similitud con el Encuentro Vuelta, "El Siglo XX: la experiencia de la libertad", cuyo sentido básico fue trazar puentes de comprensión entre ambos procesos de cambio. La afluencia final de grandes pensadores extranjeros fue a fin de cuenta menor de la que sus organizadores -Flacso y la U. de G.- esperaban. El congreso resultó mucho más cargado al análisis de la realidad latinoamericana de lo que preveía el proyecto original. Con todo, fue un excelente segundo intento de análisis político comparativo.

El escenario era perfecto: el hermoso paraninfo de la Universidad de Guadalajara, enmarcado por la obra del más auténtico y heterodoxo de nuestros muralistas: José Clemente Orozco. La mesa en la que me tocó intervenir versó sobre el tema "Cultura política y democracia". Para no incurrir en las vagas metafísicas que rodean siempre términos como "cultura", "identidad", "modernidad", etc…, preferí anclar mi intervención en un asunto concreto: la propensión ideológica de los universitarios. Se trataba, en cierta forma, de una descortesía: criticar a la universidad… en la universidad. Curándome en salud, recordé al público aquel título de Russell. Subrayé enseguida que el verdadero estudioso de estos temas ha sido Gabriel Zaid (sobre todo en De los libros al poder, Grijalbo, 1989) y expresé un primer conjunto de ideas impopulares.

Sostuve, en esencia, que las universidades públicas mexicanas propician en sus planes, sus métodos, sus atmósferas, una mentalidad adocenada. El estudiante adquiere un cuerpo de creencias, un catálogo de opiniones que pasan por verdades, un libreto predeterminado que luego aplica a la realidad, aunque la realidad le demuestre a gritos -en concreto, en la práctica- que esa camisa de fuerza ideológica no la explica ni expresa ni representa. El público, joven en su mayoría, pareció receptivo a esta crítica, a este llamado a la autocrítica.

No faltaron, por supuesto, voces disidentes. Una de ellas, un profesor nayarita, habló del modo en que su vida personal había prosperado gracias a la universidad, me reclamó haber faltado al respeto debido a esa institución y señaló que en la Universidad Autónoma de Guadalajara un debate como el que estábamos teniendo hubiera sido imposible. Días después, el rector de la U. de G. declaró que mis ideas no correspondían a la situación actual, que las universidades mexicanas han cambiado y propician ampliamente la crítica.
Mi interlocutor nayarita tenía razón en un sentido: no sólo las universidades públicas padecen el intolerante síndrome de la secta, también las privadas. La Universidad Autónoma de Guadalajara es un bunker de fanáticos nazis que defienden y propagan una actitud ante la vida mucho más nociva que la más enferma de las universidades públicas de México. Por su parte, el rector de la U. de G. tenía razón en otro sentido: no todas las universidades se han petrificado, la misma actitud plural de los jóvenes en el Paraninfo lo demuestra. Cabría, además, un afinamiento adicional: la universidad es un archipiélago con islas de salud.
No obstante, la idea impopular de que la Universidad -sobre todo en las áreas de "ciencias" sociales y políticas-­ propicia una actitud anticientífica sigue, a mi juicio, siendo válida. Hay una distancia creciente entre el México real que vive la mayoría de los mexicanos cotidianamente, y el México ideal imaginado por los universitarios y que éstos buscan imponer incesantemente al resto de la sociedad. Proponer a los universitarios que se vean en el espejo deformante que han construido puede ser una idea impopular, un acto provocativo, polémico y descortés, pero no injustificado. Para retomar la cultura de la crítica -libre, abierta, inteligente, imaginativa- la universidad debe ejercer primero una intensa autocritica.

La otra querella ocurrió -ocurre aún- en las páginas del diario La Jornada a propósito del articulo "El trasgresor y sus apóstoles", que publiqué como apertura de mi sección Memorial en El Norte. Apareció en La Jornada y produjo una reacción furibunda de varios articulistas. No abundaron los argumentos sino los adjetivos, las invectivas ad hominem, las falsificaciones, magnificaciones, distorsiones, pero el fondo de la impopularidad residió en mi opinión sobre el papel de los Estados Unidos en el conflicto. Sostuve que el historial de Estados Unidos era lamentable -Panamá es la prueba más reciente-, pero que sin la intervención norteamericana en las dos guerras mundiales el mundo habría conocido un desenlace terrible. ¿Cómo era posible -se me increpó- justificar la acción de los yanquis y los aliados? Poco faltó para que se me dijera que mi artículo había sido dictado por la Casa Blanca.

Ese es el triste nivel del debate intelectual en México. Bajo ese criterio, la mayoría de los países del mundo -incluidos los más respetables, pacifistas e independientes-, la mayoría de los líderes del mundo -incluidos Felipe González y Mitterand-, la mayoría de los periódicos y revistas del mundo -incluidos los más serios, profesionales y equilibrados-, son lacayos de la Casa Blanca. Al leer las invectivas recordé aquel chiste sobre el automovilista demente que prende el radio y escucha las noticias que advierten al público: "hay un loco que maneja en sentido contrario por el periférico". El loco es él, por supuesto, pero exclama para sí: "¿Un loco? ¡Miles!".
Las dos querellas que he referido están relacionadas. La secta universitaria refuerza cotidianamente su ideología leyendo a los editorialistas doctrinarios que se sienten dueños de la verdad revelada. Universidad, prensa, intelectuales y estudiantes viven en una burbuja ideológica a prueba de toda contaminación... con la realidad. El auto histórico que conducen va en sentido contrario, pero ellos no lo advierten: "¿Uno? ¡Miles!".

El Norte

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03 febrero 1991