Legorreta: monumental e íntimo
En todas las manifestaciones de la cultura mexicana, la llamada "Generación de Medio Siglo" (nacida entre 1920 y 1935) rompió con la "Cortina de Nopal". De vocación cosmopolita y temple crítico, los jóvenes pintores dejaron de pagar tributo a los muralistas y los escritores se volvieron "contemporáneos de todos los hombres". Pero era absurdo desechar nuestra riquísima herencia cultural. Había que recobrarla, repensarla, recrearla, desde la modernidad. Eso lo supieron muy bien los arquitectos, comenzando por los dos pilares fundadores de la arquitectura moderna en México (José Villagrán y Luis Barragán) hasta la formidable generación nacida entre 1905 y 1920 (O'Gorman, Pani, Del Moral, de la Mora, Sordo Madaleno, Artigas, Lazo, etc.), que tuvo un gran momento en la construcción de Ciudad Universitaria. La tensión creativa entre tradición y vanguardia continuó en Pedro Ramírez Vázquez (nacido en 1919, y a quien debemos un homenaje nacional) y se enriqueció en los grandes arquitectos de aquella "Generación de Medio Siglo", señaladamente Teodoro González de León, Abraham Zabludovsky y Ricardo Legorreta. Este último, nacido en 1931 y fallecido recientemente, proyectó como ningún otro su obra al mundo.
Lo conocí en 1999, cuando trabajamos en el Pabellón de México de la Expo 2000 en Hannover. Ahora me entero de que fue campeón de tenis y no me sorprende: cerca de cumplir los 70 años era un joven risueño, vestido con pantalones kakis y camisa arremangada. El proyecto se llamó "México: una construcción milenaria". La museografía estaba a cargo del equipo de Marinela Servitje. Nuestro objetivo era ofrecer un recorrido integral por México: su mosaico social, su espiritualidad e historia, sus tradiciones y artes, la economía, la ecología y hasta la transición política. Ricardo ideó un conjunto mágico de cinco grandes cubos de vidrio (cada uno dedicado a un tema) sobre cuya superficie traslúcida se proyectaban imágenes que "rimaban" con las piezas del interior: una filmación estereoscópica del Día de Muertos en Janitzio, una maqueta tridimensional de México-Tenochtitlan y sus avatares, una galería de rostros mexicanos. Bajo los corredores que conectaban los cubos, Ricardo desplegó nuestros ecosistemas e incorporó una escultura de Francisco Toledo. Más de un millón de personas visitaron aquel pabellón.
No volví a ver a mi "socio" (así nos decíamos) hasta hace pocos meses, en un restaurante. A primera vista no lo reconocí, pero la sonrisa era inconfundible. Y como ocurre siempre, ahora que ya es tarde descubro cosas suyas que no sabía y me doy cuenta de que he habitado y disfrutado su obra más de lo que imaginaba.
Aunque se formó inicialmente con Villagrán, su influencia fundamental fue Barragán, el sorprendente mago de la "arquitectura exterior" que reivindicó nuestra tradición histórica y popular (y cuyo maravilloso jardín Teololco en el Pedregal está miserablemente abandonado). Al contemplar una de sus primeras obras (el edificio de Smith Kline & French en Avenida Universidad, obra paralela a la compacta torre de Celanese en Avenida Revolución) Barragán le sugirió atender más al paisaje. Consejo de oro: las terrazas que se precipitan a la playa en los hoteles que Legorreta construyó en el Pacífico logran esa armonía natural con el entorno: son acantilados entre la selva y el mar.
Legorreta absorbió y reinterpretó la sensibilidad mexicana de Barragán a una escala monumental sin perder su carácter íntimo. Las plazas de los pueblos reaparecen en edificios corporativos de su diseño. Lo mismo ocurre en sus hoteles, con los acogedores patios y las ventanas soleadas y discretas. Las finas reconstrucciones de edificios virreinales (San Ildefonso y el Colegio de Santa María de la Caridad; "La Purificadora", en Puebla) realzan los perfiles del pasado. El zoológico de Chapultepec conservó la graciosa estación Art Decó de 1931, pero se volvió más funcional. Legorreta leyó la arquitectura civil y religiosa de México (ex conventos, haciendas, acueductos) e incorporó sus elementos, transfigurados. Mi ejemplo favorito es el Museo Marco de Monterrey, cuyas galerías rodean, como en un claustro, a un patio en cuyo centro hay un cuadrado perfecto. El efecto es tan natural que alguna vez, ante la carcajada de los invitados a un Encuentro de intelectuales, quise cruzar diagonalmente ese espacio sólo para advertir, demasiado tarde, que era un espejo de agua.
Legorreta integró orgánicamente a su obra la de varios artistas plásticos: el mural de Tamayo, el incesante oleaje de la fuente de Noguchi, la celosía de Mathias Goeritz, la escultura de Calder y pinturas de Pedro Coronel y Rodolfo Morales, en el Camino Real de la ciudad de México; la oronda "Paloma" de Juan Soriano en el Museo Marco; la fuente de Vicente Rojo en la nueva Secretaría de Relaciones en la Plaza Juárez. Alguna vez, al visitar el Museo del Niño, recordé aquellos objetos de cartulina que los maestros nos encargaban en la primaria (conos, cilindros, cubos, esferas). Tenían diamantina en sus superficies y papel paspartú en los goznes. Las de Legorreta tienen ventanas, atalayas, faros, elevadores, y sus colores son rosa, ocre, naranja y un amarillo suave, característico. En sus muros celebran sus bodas el cinabrio prehispánico y la policromía de Chucho Reyes.
Fue un acto de justicia poética que Japón lo reconociera con el Premio Imperial. El museo visual de su obra puede recorrerse en www.legorretalegorreta.com. En el Museo Zandra Rhodes de Londres, el público se complació en ver la "explosión de luz y alegría" que provocaron, en aquel contexto gris, los ocres y rosas. Frente al mar en Hawai, una orquesta de amarillos y naranjas acompaña a los solistas azules: el techo, el muro, el patio, el mar y el cielo. En casas de Japón y Grecia, en centros de estudio en Qatar, en varios museos de Estados Unidos, entre nopales, macetas y altos muros de color mexicano, apacible y risueña, mana el agua.
Reforma