Una lectura de gabriel Zaid: solitario, solidario
“Explíqueme usted el misterio Zaid”, me pidió hace casi veinte años Daniel Cosío Villegas. Incapaz de responderle, preferí presentarlos. Cosío lo imaginaba gordo como Lezama Lima. Departieron felices una tarde en la “Cerrada de Siempre”, en San Ángel. Ignoro si se volvieron a ver. Zaid le dedicó su discurso de ingreso a El Colegio Nacional. Don Daniel le dedicó sus últimas lecturas. Me consta que murió sin despejar el misterio.
Hay algo genuinamente misterioso en su originalidad. Nacido en Monterrey en 1934, hijo de inmigrantes palestinos, Zaid estudió ingeniería industrial. Siguiendo los pasos de su maestro Rafael Dieste, combinó su sólida formación científica con una temprana pasión filosófica y literaria. Como sus remotos antepasados, entendió la música del álgebra y la métrica de las casidas, compuso juguetes literarios y teoría de juegos, y con el tiempo armó por escrito una Máquina de cantar.
Mucho antes de presentar su tesis sobre la industria editorial, comenzó a escribir poesía. La rama de la ingeniería que estudió Zaid requiere cierta dosis de poesía: hay que diseñar o leer con esa imaginación creativa los procesos industriales y empresariales. Inversamente, la óptica del ingeniero industrial puede ayudar a la revelación de un poema: desarmarlo en sus componentes formales, medir su eficacia en la práctica. La ingeniería y la poesía conectadas en el dominio del oficio y la chispa de la inspiración. De pronto, la ingeniería poética aplicada a una línea de Pellicer (“Hay azules que se caen de morados”).
Quizá por influencia de C. Wright Mills, Zaid descubrió la imaginación sociológica aplicada a la literatura. Ya no sólo las obras eran temas legítimos y legibles: también los autores, las editoriales, las librerías, los procedimientos de difusión, los lectores, los libros y, a veces, los demasiados libros. Durante los años sesenta, Zaid practicó en las páginas de Siempre una lectura crítica por partida doble: de la poesía y del aparato cultural. Junto con las viñetas críticas que recogería en Leer poesía aparecieron los experimentos ensayísticos de Cómo leer en bicicleta, irónica lección sobre la pedantería académica, los golpes bajos, la profusión de premios, las infinitas vanidades, las malas antologías, la pseudocrítica y demás prácticas mortales de lo que Marx llamó la “canalla literaria”.
La crítica de la cultura lo llevó a la crítica de la ideología en la cultura. Mientras el grueso de la clase intelectual mexicana y latinoamericana soñaba con ejercer la crítica de las armas y entregaba las armas de la crítica al Comandante de la Revolución Cubana, Zaid fue un disidente solitario. “Nunca jugó a la izquierda”, decía años después Arnaldo Orfila Reynal, con genuina admiración. La frase no implicaba que Zaid perteneciera a “la derecha”. Más empresario que ideólogo, el mayor editor de la izquierda latinoamericana leía y acaso compartía finalmente la posición de Zaid: la crítica como única arma, sobre todo contra las armas, sobre todo contra la crítica de las armas. Otro de los “ismos” generalizados que fue objeto de su crítica fue el nacionalismo: ya sea en su variante maternal o paternal, geográfica o cultural -argumentaba Zaid- el nacionalismo mexicano nos ata a dependencias sumisas o rebeldes, nos impide crecer, volvernos responsables, creadores, hijos de nuestras propias obras.
El acoso del poder contra el Fondo de Cultura Económica (1965), la fundación en Siglo XXI de una casa independiente para la cultura mexicana (1966), Tlatelolco y los artículos políticos de Cosío Villegas (1968), la crítica de la pirámide en Posdata (1970), la Vuelta de Octavio Paz (1971), la matanza del Jueves de Corpus (junio de 1971), configuraron una nueva faceta de Zaid: el crítico de las relaciones entre la cultura y el poder. Frente a la consigna de apoyar a Echeverría (no hacerlo, se decía, era cometer un “crimen histórico”) la redacción del suplemento cultural de Siempre! recibió una línea de Zaid que Pagés Llergo, con toda su independencia, consideró impublicable: “El único criminal histórico es Luis Echeverría”. La fundación de Plural en esos días acabó con la unidad revolucionaria dentro de la cultura y deslindó los campos entre la cultura y el poder. Frente a la tradición integrista al poder, Zaid afirmó la tradición liberal de la independencia crítica: ejercer a plenitud el pequeño poder que sí se tiene -el de la argumentación pública- frente al gran poder que no se tiene y cuyo designio histórico en México es someter toda independencia bajo la consigna porfiriana de “pan o palo”.
No bastaba la crítica de la cultura ni la crítica del poder en la cultura: en la linde de sus cuarenta años, Zaid comenzó a ejercer directamente la crítica del poder. Mes a mes en aquel Plural, su “Cinta de Moebio” ofreció una lectura por episodios de la vida mexicana, una especie de folletón de ingeniería política que en unos años configuraría esa suma del pensamiento zaidiano: El progreso improductivo (1979). En pleno triunfalismo petrolero, Zaid leía no sólo con claridad sino con clarividencia el inminente desastre de la administración de la abundancia, y se preguntaba, ¿por qué ha fracasado la oferta estatal de modernización? La respuesta fue una crítica sin precedente a la cultura del progreso (en particular la mexicana): la falsedad, incongruencia o distorsión de sus ideas convencionales; la imposibilidad práctica, la fría demagogia o el irresponsable romanticismo de sus promesas; la frustración, la injusticia, la desmesura a que nos arrastran sus insaciables mitologías. En los ensayos que publicó a partir de entonces en Vuelta y recogió en La economía presidencial (1987), Zaid sometió las teorías de aquel libro profético a la doble verificación de las matemáticas y la realidad. Construyó el teorema del progreso improductivo y comprobó en la práctica los estragos previstos por él, proponiendo caminos de corrección.
Ahora no bastaba la crítica al poder en la cultura ni al poder sin más: había que criticar a la cultura en el poder, en particular la cultura académica o universitaria en el poder. “La imaginación sociológica -escribió C. Wright Mills- permite a quien la posee o ejerce advertir cómo los hombres en la agitación de la vida cotidiana incurren a menudo en una falsa conciencia sobre su posición social.” En De los libros al poder (1988), Zaid buscó en esa misma idea la clave cultural de nuestros problemas: la oligarquía universitaria vive en la falsa conciencia de que su progreso, integrado al aparato estatal, produce, promueve, presagia o promete el progreso de todos los mexicanos. Para el México tradicional, y aun para el moderno, los costos de esa mala óptica han sido inmensos. La hipótesis lo condujo finalmente al caso extremo de dictadura cultural sobre la realidad política: la guerrilla universitaria en nuestros países.
¿Puede imaginarse una aventura intelectual más original? Entre los varios géneros que ha practicado en paralelo, Zaid ha escrito ensayos de interpretación histórica (literaria, cultural, política y religiosa), compiló una “asamblea de poetas jóvenes” y, por supuesto, sigue escribiendo poesía. Ahora mismo, en Contenido o en Reforma, recoge todos los hilos y publica breves artículos de crítica social y política cuya claridad tiene la textura de una parábola. No sería sorprendente que por ese camino, en plena depuración, terminara reduciendo sus colaboraciones a la dimensión de un poema pequeño y perfecto: un koan o un aforismo sobre el progreso improductivo.
Porque bien leído es allí, en el estilo, donde reside otro aspecto de su originalidad. Los economistas mexicanos son gerentes públicos o profesores universitarios, y se nota. Aunque publiquen en el periódico, no escriben para el público: escriben solipsistas memorandos desde y para el poder, o papers académicos. Zaid, en cambio, escribe teniendo siempre en mente a un público concreto. Los economistas emplean una jerga aguada que les parece recóndita o sublime pero que en muchos casos no rebasa lo que José Guillherme Merquior llamó la “teorrea”. Zaid, por su parte, no sólo esquiva las convenciones lingüísticas sino que acuña conceptos propios para leer la realidad y los carga de un filo polémico permanente, implacable. Los economistas suelen desdeñar la sensibilidad literaria aplicada a la economía sin advertir que sus propios clásicos (Adam Smith, Marx, Keynes, Galbraith) son ante todo grandes escritores formados en la cultura clásica. Los ensayos de Zaid son piezas literarias construidas sobre una sorprendente riqueza de referencias culturales. Desde la cátedra o el poder, los economistas lo han leído con atención pero no sin cierta ridícula condescendencia (es “ocurrente, brillante, pero no es economista”). Para fortuna de Zaid, la frase de Keynes sobre el modo en que las prácticas de los hombres prácticos cumplen las ideas de un economista difundo, ha tenido en su caso una confirmación más feliz: las ideas, las críticas, los diagnósticos y remedios que ofreció su obra se han abierto paso en vida suya y sin necesidad de las palmas académicas, con el silencioso homenaje de la realidad.
Y si la originalidad es fuente de desconcierto, de “misterio”, la persona de Zaid contribuye tanto como su obra. Decía Ortega que “el intelectual no vive: asiste a la vida de los demás”. Pareciera que Zaid -buen lector de Ortega- no vive ni asiste: lee y escribe. Hay quien cree que es un fantasma o un seudónimo (¿Zaid es Díaz?). Nunca ha dado una entrevista, tiene por norma no hablar con políticos ni conocerlos, no se toma fotos públicas e impide que se las tomen, no escribe cartas ni las contesta, todo por una convicción similar a la que formuló George Orwell; ser recordado únicamente por la obra. Entre los escritores modernos, quizá sólo Wallace Stevens (a su vez empresario y poeta) llevó la privacía literaria a esos extremos. Habent sua fata libelli, en efecto, pero que en ese destino no cuente un ápice la persona que los escribió.
“Tematizar la vida (contarla, cantarla, pintarla, teorizarla) es como una forma de vida suprema, pero también como no vivir”, escribió Zaid sobre Cosío Villegas en un autorretrato oblicuo. Zaid está a salvo: nadie, nunca, cantará, contará, o pintará su vida, nadie escribirá su biografía. Pero cabe el intento de “tematizarla”, “teorizarla” en una lectura de su obra, o de una zona de su obra como es la crítica. Después de todo fue Zaid en La máquina de cantar quien invitó a ese “encuentro feliz”, a esa “convivencia en lo concreto” con que sueña un autor: “ser bien leídos nos permite llegar a escribir, a trasmitir la lectura”.
Afinidades anarquistas
“¿Conoce a Ricardo Mestre?”, preguntó Zaid. Se trata de un anarquista catalán exiliado en México desde los cuarenta, un joven luminoso de 87 años con sonrisa de niño y voz de Zeus, editor de tiempo completo que en su pequeño despacho de las calles de Morelos reúne alrededor de sí decenas de jóvenes adeptos a “la causa”. Es obvio que Mestre no inició a Zaid en la bibliografía anarquista, pero en la animación de su peña y su tertulia se comprende el toque moral del anarquismo en Zaid.
Tan alejado de la edición de bombas Molotov como del lanzamiento de doctrinas totalizadoras sobre la condición humana (“holistas”, diría Popper), el anarquismo que predica y practica Mestre, el que atrajo la afinidad electiva de Zaid, es un árbol de pensamiento que busca cambios en la sociedad, en particular el reemplazo del Estado y otras estructuras autoritarias por la libre colaboración de los individuos. Los anarquistas pusieron grandes esperanzas en la vida tradicional y campesina. Frente a las modernas estructuras centralizadas (políticas, industriales, urbanas) ejercieron un culto a la dimensión pequeña y personal, a lo natural y lo espontáneo (Mestre, juez anarquista durante la Guerra Civil, casaba y divorciaba parejas con una espontánea naturalidad). Otro aspecto fundamental del anarquismo es su orientación práctica: busca mejorar la vida del hombre hoy, no en las candelas griegas. La geografía del anarquismo se concentró en los países con estructuras de poder opresivo (Rusia, los países católicos mediterráneos). Su sociología es ajena a las universidades: fue un culto de obreros, artesanos y pequeños empresarios y editores, como Mestre y como Zaid (que edita directorios y dirige su empresa de consultoría industrial desde hace más de 30 años).
Nada más parecido a un anarquismo intelectual que otro anarquista intelectual. Proudhon creía en el ideal de una vida campesina libre no sólo válida en sí misma sino como correctivo de la vida moderna. Hombre práctico, inventó las sociedades mutualistas de apoyo y crédito, los bancos populares, el seguro social y muchas otras iniciativas que la historia le regateó y el marxismo le expropió. Fue un escritor independiente, periodista, editor, impresor que buscó la comunión en la vida pública a través de los libros: “la gente se acerca a mí buscando libros, ideas, discusión, investigación filosófica (...) me abandonarían, me despreciarían si mañana les propusiera formar un partido político o una sociedad secreta”. En plena prefiguración zaidiana, Proudhon defendió los derechos de autor, ponderó las ventajas del autoempleo y polemizó con Marx y los comunistas. Su desconfianza del poder era absoluta y total: “Ser gobernado es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, numerado, reglamentado, reclutado, adoctrinado, sermoneado, controlado, comprobado, calibrado, evaluado, censurado, mandado, por criaturas que no tienen el derecho, ni la sabiduría, ni la virtud para hacerlo”.
Dejando las sábanas de seda (fue Príncipe y paje del Zar), Kropotkin se arrojó al cauce de la vida: geógrafo, hizo mapas en su gabinete después de recorrerlos a pie. Fue también hombre de libros, escritor y periodista. Cantó, como el Platón Karataev de Tolstoi, a la vida campesina: “Qué poco se necesita fuera del círculo encantado de la civilización convencional”. Aprendió relojería en Suiza y más tarde imaginó una generosa relojería social: la ayuda mutua, el voluntariado de maestros entre los siervos recién liberados, un mundo de libre cooperación y placer en los campos, las fábricas y talleres. Sobre su desencuentro con Lenin, el propio Zaid suele referir una anécdota. Ocurrió en mayo de 1919. Después del fraternal abrazo, Piotr Alekseevich comenzó a relatar a Vladimir Ilich las maravillosas experiencias cooperativas que se estaban organizando en Inglaterra, las federaciones que nacían en España, los sindicatos en Francia... hasta que Lenin, exasperado, lo interrumpió. ¿Cómo podía Kropotkin perder su tiempo (y el suyo) en semejantes pequeñeces que en el fondo no eran sino distracciones de la clase obrera en el cumplimiento de su misión histórica?
Sin la acción revolucionaria de las masas (...) todo lo demás es juego de niños, charla inútil (...) una lucha abierta y directa, es lo que necesitamos (...) una guerra civil generalizada (...) se derramará mucha sangre (...) Europa, estoy convencido, vivirá horrores más grandes que los nuestros (...) todos los otros métodos -incluidos los anarquistas- han sido superados por la historia (...) a nadie le interesan.
Suavemente, Kropotkin lo reconvino: “si los bolcheviques no se intoxicaban con el poder”, la revolución estaba en buenas manos, pero era opinión generalizada “que en su partido hay miembros que no son obreros y este elemento está corrompiendo al obrero. Se necesita lo contrario: que el elemento no obrero esté al servicio educativo del obrero”. Lenin cambió de tema. Había que publicar la obra completa de Kropotkin. “Gran idea -contestó el anarquista- pero yo no permitiría una edición oficial. ¿Habrá una editorial independiente, una cooperativa?” “Ya encontraremos una -respondió Lenin al despedirse-, ya encontraremos una.”
No la encontraron, por supuesto, intoxicado de poder, el elemento no obrero del partido predominó sobre el obrero. Intoxicado de poder, el secretario general predominó sobre el partido. Las primeras víctimas de la revolución fueron los propios anarquistas. Unos cuantos lograron huir, entre ellos una mujer llamada Mollie Steimer. Había llegado a la Unión Soviética en 1921, deportada de los Estados Unidos por repartir volantes en favor de los “maravillosos luchadores de Rusia (...) a los que no debemos traicionar”. Al poco tiempo, vivió en carne propia la amarga verdad: esos “maravillosos luchadores” la sentenciaron dos años a Siberia. “La Rusia de hoy -escribió en 1924- es una gran cárcel.” Deportada nuevamente, vivió hasta 1941 en Alemania y finalmente encontró refugio en México. Murió en Cuernavaca, en 1980. Como un acto simbólico de filiación, un escritor mexicano publicó en Vuelta su obituario: Gabriel Zaid.
Mapa de Palestina
En anarquismo en Zaid es todo menos una doctrina. Es una vena, una actitud frente al poder, un recelo de las estructuras verticales, una fe en las unidades pequeñas, descentralizadas. Quizá su origen remoto no esté en los libros sino en la experiencia histórica de su pueblo. Un novelista israelí, A. B. Yehoshua, la describió magistralmente en un cuento publicado en 1963. Dos personajes, un guardia forestal israelí y un viejo pastor árabe, conviven cerca de un bosque nuevo. Unos viajeros inquieren sobre la existencia de una aldea en ese lugar. “¿Una aldea?” -dijo el guardia-. “No sabía que allí existiera o hubiese existido alguna.” “Su mapa debe estar equivocado.” Pero el viejo árabe comenzó a dar exclamaciones “apuntando con fervor en dirección del bosque”. El guardia considera quemar el bosque, pero es el árabe quien finalmente le prende fuego. Poco a poco, tras la maleza y el humo, las ruinas de la aldea arrasada tiempo atrás por los buldozers aparece ante sus ojos “en sus líneas básicas, como un dibujo abstracto, como todas las cosas del pasado, enterradas”.
A su manera y transferido a México, Zaid ha buscado reconstruir el mapa de sus padres y antepasados, no sólo el mapa aldeano sino acaso uno anterior, pastoral, nomádico. La dicotomía entre la cultura tradicional y la moderna recorre las páginas de su obra con una insistencia apasionada: es un reclamo de defensa, respeto y apoyo práctico hacia los valores intrínsecos de la vida campesina atropellados por el progreso o, más bien, por la ciega voluntad de progreso. No hay sombra de romanticismo bucólico en su análisis: hay el reconocimiento de un repertorio vital “sumamente limitado pero, por eso mismo, vivible personalmente, o a través de una convivencia muy estrecha, en toda su plenitud”. En ensayos como “Modelos de vida pobre” o “Ventajas de la economía de subsistencia”, Zaid reelabora por su cuenta el viejo tema que el anarquismo tomó de la sabiduría antigua: “comer lo que se caza, se pesca, se cría, se siembra: vestir de lo que se teje, vivir de lo que se ha construido, ha sido normal durante milenios”. En México, en particular, su alegato se vincula con autores notables, desde Vasco de Quiroga hasta aquel discípulo de Emma Goldman que reconoció el anarquismo intrínseco del campo mexicano, Frank Tannenbaum: “Nada se consigue destruyendo la comunidad rural mexicana -escribió en 1949. Es la cosa mejor que México posee: allí está su fortaleza y su resistencia”.
Es un lugar común de la mentalidad moderna, sobre todo en México, sobre todo en el sector oficial y universitario, el pensar que gracias al amplio menú de superación y redención que ofrece el Estado mexicano, los campesinos llegarán a ser modernos. Quizá el hallazgo más impresionante de Zaid fue demostrar la distancia entre la vocación declarada del Estado y la realidad. Todo parte de una ilusión que cualquier lector puede maliciar hojeando la infinita sección oficial del directorio telefónico: ¿vale lo que cuesta, cumple lo que ofrece? En su primer artículo de la “Cinta de Moebio” en Plural (“El Estado proveedor”), Zaid respondió con un giro de crítica anarquista absolutamente revelador: "La función primordial de los entes de la administración pública es, en primer lugar, no morir y, en lo posible, crecer y multiplicarse en entes semejantes".
La crítica de la “empleomanía” no es nueva: está en el Doctor Mora y otros grandes liberales del siglo XIX. Lo nuevo es desmitificar al Estado mexicano con toda su cauda histórica acumulada (misional, paternal, social, socialista) y someterlo a la prueba de los hechos, verificada estadísticamente: “¿Para qué sirve aumentar los impuestos? Para que una parte del sector moderno prospere y produzca más para sí mismo y para el resto del sector moderno”. Las minorías progresistas en el sector moderno tienen intereses creados en creer que “sus posiciones privilegiadas son derechos universales gradualmente realizables (...) que en una edad futura será posible privilegiar a todos. Abogar por éste imposible -apunta Zaid- favorece una oferta de progreso poco práctica, pero legitimas posiciones privilegiadas (...) Todo lo que sucede es que llegué antes a donde los demás llegarán después”.
No llegarán nunca y se retrasarán cada vez más si no se introduce un cambio verdaderamente “copernicano” que ponga el énfasis no en la demanda sino en la oferta, no en el productor sino en el consumidor, una inversión óptica y práctica que anticipó con éxito Vasco de Quiroga, “convirtiendo todo lo bueno que tuvieran en mejor y no quitándoles lo bueno que tengan”. ¿Qué hace falta en el mercado interno? Una oferta pertinente para las necesidades reales de los campesinos pobres:
Es mejor que los marginados se atiendan a sí mismos, y que el sector urbano les ayude con una oferta pertinente de medios que favorezca: a) Su marginación del mercado urbano, en todo aquello donde el intercambio no les convenga (…): alimentos, ropa, techo producidos para sí mismos. b) Su integración al mercado urbano, en donde el intercambio les convenga: no comprándonos bienes y servicios de lujo (para sus circunstancias) que los conviertan en consumidores modernos, sino medios para convertirse en productores domésticos modernos (para su propio consumo y para que nos vendan cosas que sean mejor negocio que el maíz, como la ropa).
Los economistas rara vez “aterrizan” (como dirían ellos) sus elucubraciones, en el tema que por vocación supuesta o por membrete les corresponde: el combate a la pobreza. Desafiando las ideas “empleocéntricas” convencionales, Zaid dedicó la parte medular de El progreso improductivo a fundamentar su teoría de “la oferta pertinente”. Reunió una biblioteca de casos prácticos: sistemas baratos para recoger agua de lluvia, para localizar y guardar agua subterránea; semillas mejoradas para la operación doméstica de maíz, frijol, yerbas para la infusión y medicinales, miel, gallinas, cerdos, burros para mejorar el consumo de la propia familia; equipo y aparejos para la agricultura, ganadería, caza, apicultura, pesca que requieran poco mantenimiento; procesos, equipo de conservación y cocina que permitan aprovechar alimentos vegetales u animales; instructivos ilustrados; sistemas de crédito; huertos familiares; bicicletas adaptadas al reparto en el campo y un largo etcétera. Compiló ejemplos históricos de creatividad en la oferta y vertió todo ello en El progreso improductivo: libro que recuerda los mejores momentos de ingeniería práctica anarquista (de Campos, fábricas, talleres de Kropotkin a Small is beautiful de Schumacher), corpus económico diseñado para abrir los ojos del sector moderno y cambiar sus términos de intercambio con el sector tradicional.
Pequeñeces que en el fondo distraen al proletariado del cumplimiento de su alta misión histórica, dirían quizá los últimos marxistas de la Historia. Minucias microeconómicas, opinarían los sesudos economistas que en esos mismos años enfilaban el rumbo macroeconómico del país hacia la más sonada bancarrota de nuestra historia. Por los caminos más insospechados, el tiempo comenzaría a avalar las tesis zaidianas. Al margen de las lamentables manipulaciones políticas en que incurren, algunos programas sociales de este gobierno han puesto tímidamente en marcha el rescate de “la cosa mejor que México posee”, esa aldea cubierta casi por la maleza y el humo del progreso improductivo.
Crítica de la pirámide
En su defensa de las configuraciones pequeñas o en su ingeniería social, Zaid se vincula a la familia anarquista (siempre más cerca del padre Tolstoi, dulcificado por el Cristianismo, que de los anarquistas impacientes y violentos). También en su radical desconfianza del poder, en su insistencia por limitarlo, dispersarlo, reducirlo, controlarlo, vigilarlo, criticarlo, evaluarlo. Pero el realismo ingenieril (auxiliado en un oído por Hobbes y en otro por Cosío Villegas) le impidió dar el paso al vacío, el paso utópico de pretender abolir el poder. Políticamente, el resultado es un corrimiento de las posiciones anarquistas hacia las liberales y democráticas.
La matriz de su crítica está en un ensayo publicado en tiempos echeverristas: “Cómo entender la política mexicana”. Zaid respondió al llamado de Octavio Paz a criticar la pirámide y con ayuda de la Harvard Business Review analizó a mediados de los años setenta el funcionamiento de la máquina de mandar. ¿El sacrosanto Estado mexicano visto como una General Motors piramidal? El modelo hermenéutico de Zaid rompía con todas las concepciones “intraestatistas”. Le importaba menos interpretar el ser histórico del poder en México que desmitificarlo.
En el concepto de Zaid, un dinámico mercado de compraventa de obediencia y buena voluntad recorre el cuerpo de la pirámide. Desde arriba y en cascada, el poder centralizado subasta o concesiona contratos, prebendas y plazas públicas al postor que le ofrezca los mejores paquetes clientelares. “La esencia de ese contrato social, el bálsamo que apacigua los ánimos, concilia los espíritus y resuelve las contradicciones, es el dinero estatal.” Todo mundo cobra por no ejercer su independencia. La “mordida”, en ese esquema, no es un acto anómalo sino natural. El objetivo no es servir a los de abajo sino servirse de ellos para trepar a la cúspide: “la verdadera base de un político mexicano no está abajo ni afuera de la gran pirámide sino arriba (...) la política no consiste en ganar votaciones públicas sino ascensos internos”. Los supuestos dueños de la corporación (accionistas en la General Motors, votantes en el PRI) pierden el control frente a los administradores que para todos los efectos prácticos son ya los nuevos dueños. Éstos, a su vez, dependen de la voluntad del Gran Elector (Presidente del Consejo de Administración y Director Ejecutivo, por seis años, de la empresa). Bajo su férula, como en tiempos precolombinos, una triple alianza piramidal, centralizada en la nueva Tenochtitlan, regatea entre sí los destinos de México: la burocracia del Poder Ejecutivo (4 millones de personas, sin contar con sus clientelas), los empresarios concesionados y los sindicatos en el Congreso del Trabajo. Todos los otros poderes viven en la sombra de la subordinación o la impotencia, ya sea acogidos al “pan”, o temiendo (y, por excepción, desafiando) el “palo”: la Iglesia, el Legislativo y el Judicial, los campesinos, los caciques locales, los militares, la prensa, la oposición, los intelectuales, las universidades. Maquinaria admirable, no cabe duda, “la mayor empresa -afirmaba Zaid- inventada por el genio mexicano”.
Y sin embargo, al poco tiempo el sistema político mexicano comenzó a cumplir una férrea ley de ingeniería de sistemas: “lo que puede fallar, fallará” (Murphy). Desde un ángulo económico, Zaid había previsto la falla en varios ensayos de El progreso improductivo (“Las deseconomías de las pirámides”, por ejemplo). Poco antes del crack de septiembre de 1982, publicó en Vuelta nuevos textos en señal de alarma (“Los cuatro centavos”). Ya en plena bancarrota de la economía nacional, durante el sexenio de Miguel de la Madrid, lo que venía al caso no era la oferta de profecías sino de recetas. Por largo tiempo, los economistas oficiales ignorarían sus ideas y al llegar a ellas (por su cuenta o, en muchos casos, leyéndolo) las aplicarían de manera parcial o titubeante: ajustar la paridad, abandonar el modelo económico cerrado, “tibetano”, y orientar al país a la exportación como única forma de pagar la deuda y crecer, privatizar en verdad y no en el membrete, simplificar los inútiles trámites de la administración pública. La mayoría de los remedios zaidianos “contra la hinchazón” han quedado hasta ahora en el tintero. Entre ellos destacan: reducir drásticamente la inmensa burocracia (que entre 1989 y 1992, contra la leyenda del “adelgazamiento” del Estado, creció 3%); sacar del presupuesto federal, transferir a los estados -y en algún caso suprimir- secretarías enteras como Agricultura, Educación, Salud, Turismo, Pesca, Reforma Agraria, etcétera. Llegará su hora.
La falla económica del sistema despertó en Zaid una sospecha cuya sola formulación pareció extravagante: “es más probable que el sistema truene cuando parece invulnerable y por lo mismo a nadie se le ocurra pensar que pueda ocurrir lo inconcebible”. A casi diez años de su publicación (mayo de 1985), sus “Escenarios sobre el fin del PRI” parecen cosa de brujería. La “cola” priísta que mansamente trepa la pirámide -argumentaba Zaid- podía desorganizarse con resultados imprevisibles en alguno de estos casos: por un terremoto que acabara con la ciudad de México (ocurrió), por un Presidente que quisiera reelegirse (¿ocurrió?), por un cambio súbito en el “dedazo” (Camacho o Colosio), por un magnicidio (Colosio, Ruiz Massieu). Le parecía imposible que “el sistema cambiara sistemáticamente”, desde dentro, propiciando el surgimiento de caudillos electorales que se salieran de la “cola” y ganaran sin alquimia, sin dedazo, sin presupuesto oficial (hasta ahora, así ha ocurrido). Los caciques de la “cola” lo impedirían (probablemente ocurrió, en el caso de Colosio). Habíamos superado el tiempo de los caudillos militares que negocian con sus propias fuerzas armadas: no aparecían aún los caudillos democráticos que dependen de su propia fuerza electoral, pero ninguno de los dos tipos podía descartarse (ocurrió: Marcos, por un lado; Barrio, Cárdenas, Nava, Ruffo, Fox, Diego, por otro). La solución estaba en “desatar” fuerzas ajenas al sistema, democratizar de afuera hacia dentro, de los estados y municipios a la capital (comenzó a ocurrir en Baja california en 1989 y siguió durante todo el sexenio de Salinas de Gortari). La modernización del país reduciría poco a poco la “cola” (ha ocurrido año tras año), muchos priístas perderían la fe (ocurrió: Muñoz Ledo, Cárdenas, etcétera) o se corroerían por dentro chapoteando en un cinismo incompatible con el proyecto modernizador. “El sistema tronará por cuarteadura, resquebrajándose, desmoronándose” (todo lo cual ocurre ante nuestros ojos).
Años más tarde, los lectores de Contenido tomaron nota de varias otras lecturas proféticas que al poco tiempo se cumplirían: “algún presidente tendrá que imponerse (sobre los monstruos sindicales) a la antigüita” (marzo de 1988); la visita del Papa desató una “autonomía social consciente de sí misma que (...) debe culminar en las reformas a la Constitución” (julio de 1990); el “sobregiro de confianza” del régimen de Salinas, puede complicar inesperadamente los escenarios para el fin del sexenio: todo puede empezar en 1993, con una bronca interna del PRI” (noviembre de 1991). Lo dicho: el lector como brujo.
Pero el problema central de la modernización mexicana radicaba menos en el PRI que en el dueño del PRI, el Poder Ejecutivo, lo cual modificó un tanto la teoría zaidiana de los mercados políticos hacia una que diera al César lo que es del César: su peso monopólico. No era un tema nuevo para él. Contra Díaz Ordaz, Zaid había arrojado una bomba verbal: un poema sobre Tlatelolco. Contra Echeverría publicó un poema ácido, irónico, sobre el 10 de junio. Al terminar el sexenio, en el número 2 de la revista Vuelta apareció “El 18 Brumario de Luis Echeverría”, donde el presidente era visto como el emblema sociológico de los universitarios en el poder. Seis años más tarde, en “Un presidente apostador”, López Portillo reencarnaba patéticamente al otro López (de Santa Anna): pero ya no eran cuatro reales los que se perdían entre las patas de los gallos de Tlalpan, eran billones de dólares que nos llevaban entre las patas a todos. En los años ochenta, era obvio que la responsabilidad en los problemas del país dependía cada vez menos de los regateos en el cuerpo de la pirámide y cada vez más de unas cuantas personas -de una sobre todo. En retrospectiva, la entrada al círculo vicioso había ocurrido en 1973, en el momento en que Echeverría expropió “la economía ministerial” en favor del “Grupo Industrial Los Pinos”. A quince años de esa fecha, con tablas estadísticas irrefutables, como un auditor despiadado, Zaid comprobaba los resultados de lo que Cosío Villegas consideró la llaga mayor de la política mexicana, la concentración de poder absoluto en el presidente (“monócrata”, diría Zaid) en turno:
.. la economía presidencial (...) sextuplicó la burocracia, redujo los pesos a centavos, hipotecó al país (...) arruinó la productividad de las inversiones y acabó con el crecimiento de los salarios reales y el consumo, al caer finalmente en el pantano del estancamiento y la inflación. Todo esto para superar el despreciable desarrollismo de los sexenios anteriores. Todo esto viviendo al lado del mayor mercado del mundo, que los países del lejano oriente aprovecharon para desarrollarse y nosotros para ir de shopping de elefantes blancos. Todo esto cuando el petróleo se iba a los cielos, teniendo yacimientos de importancia mundial.
Cuando la General Motors abrió los ojos era demasiado tarde: había muerto en vida, sin saberlo, desde hacía años. Lo mismo le ocurre a su homólogo, el sistema político mexicano. Los males que lo aquejan no tienen solución en el diseño original. No basta un ajuste de piezas o un reemplazo parcial: se necesita una reforma política integral como la que representan los “20 Compromisos para la Democracia” (cuya formulación, por cierto, debe mucho a Zaid). Además de la corrosión interna en la pirámide, los pleitos en la “cola” y su permeabilidad al veneno del narcotráfico, diariamente llegan las “exportaciones japonesas” (la conciencia democrática, la prensa independiente, los reflectores de la opinión internacional, los intelectuales no orgánicos, la madurez de la oposición, los movimientos cívicos) que hacen ver a sus modelos penosamente anticuados, como un Cadillac 57.
La nueva clerecía
Faltaba penetrar el misterio mayor: la falla de fallas. Bakunin la había anticipado: “la sediciente aristocracia de la ciencia será el último refugio de la voluntad de dominio”. En México, Zaid detectó el fenómeno en 1976: “La pertenencia a burocracias públicas y privadas parece llevarnos a una nueva clerecía”.
Mientras teorizaba sobre las pirámides estatales, sindicales y empresariales, una nueva pirámide crecía y se multiplicaba: la académica, en particular, la universitaria, en particular, la UNAMita. En sus ensayos sobre los universitarios en el poder, Zaid pasa súbitamente de la ética propositiva a la violencia crítica: la universidad es un mastodonte cuya función básica es reproducir el “capitalismo curricular”; asignar privilegios, “ritos de pase”, credenciales vacías, títulos que “para efectos de saber no valen el papel en que están escritos”. La universidad, (supuesta) fuente del saber, no produjo ninguna de las grandes corrientes de pensamiento del siglo XX... Para saber, no es necesario acudir a esas “máquinas obsoletas” que son los salones de clase: lo que se sabe se aprende afuera o después. Trepadores por excelencia, los universitarios no suelen tomar en serio las ideas, su irresponsabilidad es intelectual y moral: “no conectan sus lecturas y experiencias (...) Pueden estar felices en las teorías más convencionales y bajar del empíreo teórico a la vida cotidiana más convencional, igualmente felices, aunque unas cosas no cuadren con otras”. Aunque el problema no le parece privativo de México, en México esa nueva clerecía, equivalente a lo que en otros tiempos fueron las órdenes sagradas, se ha apoderado de las articulaciones principales en la vida del país y es, a su juicio, la principal agente productora y reproductora del Progreso Improductivo:
Cuando los universitarios llegan al poder, las consecuencias prácticas de los Gesticuladores teóricos llegan a la administración. Las opiniones del vulgo universitario (las cosas que se dan por sabidas, que circulan con la autoridad de ser repetidas en los medios universitarios; es decir, las ideas hechas, recibidas, no pensadas, las ideas que circulan porque no son criticadas: porque no son tomadas críticamente en serio) son tomadas en serio para fines prácticos.
Pero la variante más perversa de esa nueva clase no estaba en las aulas universitarias fingiendo que sabe: tampoco en los gabinetes públicos, imponiendo a los demás su falso saber. Estaba en las sierras de El Salvador y en el poder en Nicaragua. En dos artículos publicados en Vuelta que dieron la vuelta al mundo (“Colegas enemigos: Una lectura de la tragedia salvadoreña”, 1981; y “Nicaragua: El enigma de las elecciones”, 1984), Zaid se metió a la boca del lobo. Desafiando los preciados dogmas de los universitarios en (a, hacia, para, por, sobre, desde...) el poder, negó que el derramamiento de sangre tuviera que ver con las luchas históricas del campesinado en armas o la acción revolucionaria de las masas. Por el contrario, leyó ambos procesos como una guerra de y entre universitarios a costa del pueblo. Antiguos estudiantes de colegios católicos herederos inconscientes pero activos de los religiosos medievales que quisieron imponer su “maqueta monástica” a la sociedad, “intoxicados con el poder” y con una “heroica” y narcisista impaciencia, apoyados por Fidel Castro, los guerrilleros salvadoreños y nicaragüenses se habían entrampado en querellas internas que Zaid documentó sin salir de su oficina, con la sola, minuciosa lectura de la prensa. Fue así como reconstruyó el asesinato del poeta Roque Dalton a manos de su colega, Joaquín Villalobos. Con ese mismo método y similares conclusiones, levantó una sociología política de las élites guerrilleras en Nicaragua. La solución para ambos casos -argumentaba Zaid- era la democracia: en El Salvador, aislar a los “Escuadrones de la muerte” y los guerrilleros de la muerte, propiciando elecciones limpias; en Nicaragua, someter al voto popular el mandato sandinista.
Varias revistas y diarios internacionales reprodujeron o comentaron ambos ensayos (Dissent, Time, Esprit, The New York Review of Books, The New Republic, Jornal da Tarde, Trenta Giorni, entre muchos otros). Pero en México, la crema y nata de la intelectualidad universitaria de izquierda brincó como Vladimir Ilich de su silla, y exasperada condenó a Zaid a la Siberia del desprestigio: con su “inerme”, “audaz”, “increíble lectura”, desdeñando “los cambios en la conciencia de las masas en su trayecto a la revolución”, Zaid “ha abierto un frente de apoyo a la Casa Blanca”, Zaid hace creer “que Cuba está manipulando la violencia en El Salvador”, Zaid “coincide (punto por punto) con el Departamento de Estado”. Zaid arriba a una solución “chabacana” y “absurda”: la de sacar a los violentos “para que el resto del pueblo pueda ir a elecciones y poner fin a su tragedia”.
Al poco tiempo, las masas salvadoreñas y nicaragüenses mostraron “poca conciencia en su trayecto a la revolución” y adoptaron conscientemente la solución “absurda” y “chabacana” de marginar a los violentos y ejercer la democracia. Con la caída del comunismo, los cadáveres de la verdad se exhumaron uno a uno, todos menos el cuerpo de Roque Dalton, devorado por las aves de rapiña: Castro, por supuesto, sí ayudó a la guerrilla; Villalobos aceptó que, desgraciadamente, sí había matado al compañero Dalton; los suicidios y asesinatos referidos por Zaid sí ocurrieron. La guerrilla en ambos países exhibió su verdadero rostro: la intoxicación con el poder. Muchos guerrilleros salvadoreños se volvieron riquísimos empresarios probando que el camino más corto del comunismo al capitalismo es la guerrilla universitaria. Ninguno de ellos siente particular urgencia de explicar, no se diga exculpar, su pasado. “Si volviera a tomar las armas -declaró, conmovedoramente, Villalobos- sería en nombre de la Constitución y los principios cristianos”. Tampoco los inquisidores de Zaid asumieron su responsabilidad en el juicio sumario al que lo sometieron. Ellos también profesan ahora un súbito cristianismo constitucional.
Frente a la nueva clerecía en el poder o las armas, Zaid prescribe un solo antídoto: la cultura libre, desintegrada del poder; poemas, novelas, argumentaciones escritas que “no tienen más armas que la conciencia común, que no pueden imponerse más que a través del asentimiento”: autores que buscan el prestigio y el reconocimiento suelto, disperso, espontáneo; autores, empresas editoriales que persiguen el voto del “lector desconocido”. Frente a las cohortes de personas que han pasado de los libros al poder, Zaid distingue las biografías de quienes han confiado en el poder de los libros: en el siglo XIX, Ignacio Manuel Altamirano, primer presidente de nuestra República de las letras, primer empresario cultural, director de El Renacimiento, fundador de la cultura libre al margen de la Iglesia y el Estado; en el siglo XX, un liberal que escogió acrecentar a través de la imprenta otra vida pública, más libre de los caprichos presidenciales:
Daniel Cosío Villegas (...) fue un padre de la patria a su manera: de esa patria invisible, cuyo nicho ecológico son los libros, periódicos, revistas, bibliotecas, editoriales, librerías, imprentas, pero cuya realidad última está en ese diálogo universal, en esa conversación con los difuntos (y los vivos y los que todavía no nacen), en ese cielo extraño, poblado de fantasmas que cantan y cuentan, que dan noticias y discuten sobre el cielo y la tierra, que se esfuman sin peso alguno y que son un cuarto poder.
Como crítico del fanatismo universitario en el poder y en poder de las armas, Zaid dio en el blanco. Pero como sociólogo del saber, sobre todo del saber universitario, Zaid incurre en ciertos excesos. Su sociología está fechada, marcada, por una universidad y un tiempo: el violento estertor del marxismo. Todo lo que se diga y haga en México en favor de la cultura libre es poco, pero no cabe desechar a la cultura académica. Hay campos del saber en México y en el mundo cuyo desarrollo es impensable sin la universidad. El modelo crítico de Zaid funciona parcialmente en el caso de las humanidades (donde abunda, en efecto, la basura intelectual, el “rollo”) pero es cuando menos inexacto en el caso de las ciencias.
La separación entre el intelectual y el poder es sana, deseable, necesaria, sobre todo en México, sobre todo ahora, pero llevada a extremos distorsiona el cuadro histórico. Hubo un tiempo en que resultó creativa y funcional. Manuel Gómez Morín fue profesor de economía, subsecretario de Hacienda, creador del Banco de México, director de la Facultad de Derecho y rector de la Universidad. Si bien sacrificó casi totalmente su vocación de autor y editor, fue también “un padre de la patria a su manera”, de esa patria visible que son algunas instituciones públicas de México. En la tipología de Zaid, el intelectual independiente que forma su propia base de poder ocupa un sitio inferior al hombre de libros que llega a tener algún poder a través de la publicación de sus ideas. El caso de Gómez Morín lo refuta nuevamente: hace unos cuantos años, Acción Nacional parecía la imagen misma de la impotencia; ahora ha hecho un servicio invaluable a nuestra complicada transición democrática. ¿Servía mejor Gómez Morín con la pluma que con la pala?
En su asalto al Palacio Nacional, el vulgo universitario ha hecho mil barbaridades. Pero se trata, de nueva cuenta, de barbaridades fechadas. Con toda su ceguera y arrogancia, la tecnocracia universitaria salinista ha corregido algunas locuras de la ideocracia universitaria populista; con todas sus limitaciones, la joven clase universitaria del país ha sido una vanguardia en la jornada democrática de 1994, ha abandonado casi por completo el fanatismo, tiene humor, sentido crítico y, paradoja final, es buena lectora de Gabriel Zaid.
Decía Carlyle que “la verdadera universidad de estos días es una colección de libros”. En sentido estricto, es verdad. Pero, ¿es suficiente, conveniente, necesario cursar sólo (y solo) esa universidad, tal y como proponía Quevedo?
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
No todo el mundo tiene esa heroica vocación de soledad. Ni siquiera Quevedo, que pasó buena parte de su vida practicando una lúcida esgrima intelectual con y contra el Conde Duque de Olivares. Ni siquiera Zaid, lector ontológico. Aunque imagina, como Borges, el paraíso bajo la especie de una biblioteca, ha confesado que se “enamoró perdidamente” de una “interrupción” -la pintora Basia Batorska, su mujer- y a sus 60 años gusta más de lo que confiesa de esas otras “interrupciones” que hacen más legible nuestro tránsito: las interrupciones de la amistad intelectual.
No cree en los salones de clase pero si viviera en el siglo XVIII sería un reticente comensal de los salones donde se reunían los philosophes, o al menos un activo corresponsal de todos ellos. Junto a Voltaire, que tuvo ranchos, al editor Diderot o el textilero Say, Zaid se hubiese sentido a gusto: “no eran rentistas, herederos, funcionarios, profesores, investigadores o empleados: producir por su cuenta era una forma de integrar su vida y sus ideas”; eran la izquierda de su tiempo, representaban un movimiento liberador de la sociedad civil frente al poder eclesiástico.
Si su temple moral y sus proyectos sociales tienen un toque anarquista, en su actitud intelectual hay ecos de la Ilustración: es anglófilo y a veces anglómano; lejos de Condorcet pero cerca de Voltaire, descree del progreso ascendente de la humanidad; su desprecio por las airy metaphysics (Hume) no se limita a la filosofía sino a las metafísicas que impregnan el pensamiento social, político y económico; respira crítica por todos los poros, odia la superstición tanto como ama la ciencia, sobre todo la experimental, la que se traduce en práctica; “cultiva su jardín” y lee How to's; nada más remoto a Zaid que el yo mayestático, expansivo, heroico del romanticismo; los sentimentalismos le fastidian; el rigor formal, la antisolemnidad y, sobre todo, el humor de sus textos son otros rasgos de este philosophe mexicano que no falla a las sesiones de la Academia de la Lengua y anima desde hace diez años al Colegio Nacional. No se le ve nunca en sitios públicos, pero ha explotado a su máximo la convivialidad potencial del teléfono.
Persona moral
Y sin embargo, la actitud específica de Zaid es tan ajena al espíritu de la Ilustración como al Romanticismo: se trata de un apartamiento, una soledad, una suerte de ascesis empleada, no en la vida contemplativa, sino en la tarea práctica de releer y reescribir el mundo para hacerlo menos ciego, más habitable. Lo cual conduce, posiblemente, al origen del misterio.
En un texto sobre “la originalidad de Manuel Ponce”, Zaid escribe:
Quizá toda creatividad implica originalidad moral; toda originalidad moral lleva a conflictos religiosos; todo conflicto religioso lleva al problema y a la oportunidad creadora de la originalidad religiosa.
Antes que un anarquista culto, Zaid es un hombre de fe, y no lo oculta. Si la Ilustración compensó en él la inanidad cultural del anarquismo, sólo una fe de origen pudo llenar o prevenir el vacío religioso de la Ilustración.
¿Escribirá alguna vez sobre los conflictos religiosos de su vida? ¿Cómo fue su tránsito personal de la Ortodoxia Griega de sus padres al Catolicismo? ¿Lo vivió como una conversión? ¿Se liberó de una incómoda situación de heterodoxia? ¿Adoptó más libremente una heterodoxia personal? ¿Obedeció al hambre de identidad de todo inmigrante o hijo de inmigrantes? ¿Lo conmovió la religiosidad popular? ¿Lo tocó de algún modo la educación protestante? Una cosa parece clara: su originalidad moral tiene una matriz religiosa. Hay una clave de la que Zaid ha escrito poco: el pensamiento de Emmanuel Mounier.
Al concluir su carrera, Zaid vivió en Francia. Eran los años cincuenta y París era una fiesta: el sol Sartre en el cenit de su influencia, enfilado ya hacia el Marxismo; las polémicas de Breton; las grandes obras de Camus; las críticas al “opio de los intelectuales” de Raymond Aron, “espectador comprometido” que predicaba en el desierto. En los cafés de aquella capital del siglo XX se hablaba de nihilismo, marxismo, surrealismo, existencialismo. Mounier había muerto en 1950, a los 45 años, pero el “personalismo”, ese discurso nuevo de la esperanza cristiana formulado por él como alternativa y en respuesta a los desesperados “ismos” de su tiempo, seguía vivo. Tan vivo como la célebre revista que fundó: Esprit. Desde su primer número (1932), Esprit fue una aventura inédita de creación cultural: una revista católica de izquierda. Lector de teólogos y místicos, el católico Mounier -como Zaid- habitó en la heterodoxia: irritó al Vaticano, a los militantes de Action Française y a su antiguo amigo Jacques Maritain, negándose a dar a su revista un carácter confesional. Su misión principal correspondía al mundo de los no creyentes y su preocupación permanente fueron los desheredados de la tierra. No sólo compitió eficazmente con las corrientes socialistas de la época sino que en muchos sentidos presagió al Concilio Vaticano II. ¿Hojeó Zaid los números históricos de Esprit dedicados a “la revolución comunitaria”, “anarquía y personalismo”, “marxismo abierto, marxismo escolástico”? Es seguro que leyó obras como el Manifeste au service du caractère, L’affrontement chrétien (ambas de 1945), y Le personnalisme (1949). En cualquier caso, la huella de Mounier se advierte en cuando menos dos aspectos básicos: el concepto de persona y la vocación de servicio al prójimo o, como escribió Mounier en la primera editorial de Esprit: “el movimiento en que se cruzan la interioridad y la entrega”.
“El personalismo -escribió Mounier- es una filosofía del hombre contra los excesos de la filosofía de las ideas y la filosofía de las cosas”. Nacido en el periodo de entreguerras, fortalecido en la persecución de la Guerra, y purificado en la postguerra, el “personalismo” propone la reconstrucción del mundo mediante una imantación de energía espiritual en su célula básica: la persona. La persona, no el individuo que es “disolución de la persona en la materia”: “la persona no crece sino purificándose del individuo que hay en ella”. De su batalla teológica con Nietszche, Mounier había extraído su primera revelación: “ante todo es necesario que cada cual aprenda a mantenerse en pie completamente solo. La persona es el poder de enfrentar al mundo”. Donde Sartre ve náusea, Mounier ve sentido. Dedicó una crónica fija en Esprit a la “Rehabilitación de la vida privada”. En su Tratado del carácter, afirma:
El carácter no es un hecho sino un acto (...) Este imperio de la persona sobre los instrumentos de su destino se extiende lo bastante lejos para que los acontecimientos de nuestra vida parezcan venir a agruparse (...) en torno a nosotros, a imagen de nuestro carácter. Hablando con amplitud, se puede decir que cada cual tiene los acontecimientos que merece.
Pero la persona no era una mónada sino “presencia dirigida hacia el mundo” las demás personas no la limitan, la hacen ser y crecer”. Es el momento en que el Cristianismo, con natural en Mounier, encauza la energía casi nietszcheana que ha acumulado hacia la construcción de una “persona de personas”, una “ciudad fraterna” de la que la revista Esprit, como institución y como reflexión, será un espejo ejemplar. Su vindicación de esa ciudad sagrada -la persona- llegó a un momento admirable al dedicar un número a la persona femenina: “a través de este caos de destinos derrumbados, de vidas paralizadas, de fuerzas perdidas, la más rica reserva de la humanidad, sin duda; una reserva de amor para estallar en pedazos la ciudad dura, egoísta, avara y mentirosa de los hombres”. Por otro lado, la “entrega” de Esprit y del propio Mounier “no se separa del pobre”, y retiene hasta el último momento una cierta esperanza crítica en el socialismo. (Con el comunismo, Mounier no coqueteó jamás: desde 1937 lo consideraba “un régimen más fascista que proletario”).
Durante los años sesenta, Esprit decayó, pero en 1977, a cargo de una nueva generación, dio la sorpresa:
Esprit asumió -escribe Zaid- un liderazgo inesperado bajo el lema de “cambiar la cultura y la política”. Como si el problema estuviera en la cultura misma: en las complicidades, la falta de imaginación, la cobardía, de la cultura que se limitaba a criticar al capitalismo, sin criticar “la impostura totalitaria” de los regímenes comunistas, ni buscar nuevas vías. Que los católicos de izquierda dijeran tales cosas en el París de entonces, fue decisivo para que se empezaran a decir.
En México, gracias a la iniciativa histórica de Octavio Paz, esas cosas llevaban varios años diciéndose. Desde la “ciudad fraterna” creada por Paz en Plural y Vuelta, Zaid comenzó a cambiar por su cuenta la cultura y la política, a ejercer una crítica del progreso (capitalista y socialista) que la adocenada izquierda mexicana leyó bárbaramente como un discurso de derecha, es decir, no leyó. Las ideas de Zaid tenían la peculiaridad de irritar a los medios de izquierda y no es extraño: provenían de otra izquierda. Por eso, cuando “Colegas enemigos” (su lectura de la tragedia salvadoreña) se publicó en Esprit, los lectores franceses lo reconocieron como un autor de casa. No es casual tampoco que el ensayo apareciera en la portada de Dissent, la gran revista de izquierda democrática dirigida por Irving Howe.
Hay muchas otras inspiraciones cristianas en la obra de Zaid (Karl Rahner, entre ellas). Pero la de Mounier es clara. “No se puede renunciar a la libertad personal, al amor personal ni a la obra personal”, escribe Zaid en La máquina de cantar, uno de cuyos temas morales es la afirmación de la vida concreta, en sí misma y en el acto de proferir “encuentros felices”, lecturas que son reconocimiento mutuo, correspondencia, comunión, amor entre personas reales. Toda la filosofía de El progreso improductivo cabe en una frase: “lo abstracto que no se vuelve concreto, lo no vivido, se apodera de nosotros, nos vuelve posesos, cosas físicas cerradas”. ¿De dónde, sino de Mounier, proviene originalmente su insistencia en: respetar la personalidad de las culturas tradicionales; apoyar hoy a las personas de los pobres concretos, reales; desdeñar las gesticulaciones teóricas del vulgo universitario que no radica en la vida real sus lecturas, criticar un sistema político que condena a las personas a hacer una “cola peticionaria” en vez de propiciar su expresión responsable en la plaza pública? Si Mounier habla de la persona como “existencia incorporada”, Zaid utiliza una palabra con resonancias matemáticas: integrar. Las personas integradas en su yo psicológico, social, moral, son “padres de futuros padres” que, liberados de sus papeles impersonales y las estructuras que los oprimen, “imperan” sobre su destino organizando los “acontecimientos que se merecen”. Guiados por un imperativo de creatividad, llevan a su máxima expresión sus dones, dones que sólo crecen plenamente en la misión de entregarlos, de “donarlos”.
La obra de Gabriel Zaid es un capítulo original de la cultura mexicana pero es también, en su nivel más íntimo, un capítulo de la cultura católica en la época postmoderna: un capítulo reformado, abierto y libre, como lo quería Erasmo. Los problemas sociales siguen estando en el centro de su preocupación, pero al abordarlos lo hace con sentido práctico, no mesiánico ni milenarista. El Evangelio vuelve como una vigorosa apelación en favor de “un hombre reconocido y rehecho en todas sus dimensiones por una praxis del espíritu” (Mounier), pero a este hombre nuevo no lo mueve la voluntad de poder: su voluntad es saber y servir, su libertad se resuelve en un acto de piedad. ¿Capítulo anunciatorio? Zaid lo quisiera así y a veces parece creerlo así. Por desgracia, la mirada más indulgente sobre la historia del Catolicismo -el remoto o el reciente- descubre una gravitación hacia la intolerancia, una reserva frente a la libertad. Por eso la misión de Zaid, como la de Mounier, ha tenido más eco en el mundo de los no creyentes o los heterodoxos.
“El lugar de Dios -escribió Zaid- no puede estar vacío: cuando se saca a Dios de ahí, algo pasa a tomar su lugar.” En estos tiempos en que Dios parece volver a tomar su lugar, no es imposible –aunque sí muy difícil- que la obra de Zaid encuentre el suyo. Después de todo, la “ciudad fraternal” que imagina no es la de Dios, sino una más modesta y asequible: un reino de solitarios, solidarios.
Publicado en el Suplemento El Ángel del diario Reforma
Reproducido en La historia cuenta y Mexicanos eminentes