Posdata a Marcos
Me doy cuenta del carácter un tanto absurdo de esta carta. Ha pasado el tiempo de la literatura como subgénero de la guerrilla. No ha llegado aún, por milagro, la hora del plomo, pero el Ejército mexicano y los rebeldes zapatistas que usted acaudilla ocupan angustiosamente un mismo palmo de terreno. Por lo demás, no estoy seguro, aunque lo supongo, que sea usted Rafael Sebastián Guillén Vicente, ignoro si permanece en las montañas del Sureste mexicano o "cerca, muy cerca de la UNAM", no se si tendrá ganas o tiempo de leer estas líneas que ahora le escribo recordando aquellas que hace meses recibí de usted, sabiendo que yo tampoco encontraré "argumentos irrebatibles" para convencerlo de una idea que comparto con muchos mexicanos y que sólo puedo plantear, como decía usted entonces, porque la "siento al nivel del pecho". Me refiero a su incorporación a la vida política como el líder posible de la izquierda mexicana. Sus idólatras de café, los intoxicados de ideología, los fanáticos de siempre, desean en el fondo de sus pequeños y resentidos corazones que esa incorporación nunca ocurra. Su conversión de la insurgencia a la política les echaría a perder la febril e irresponsable epopeya de la que se sienten coprotagonistas, el mismo viejo y gastado libreto de Einstein que debe culminar en el asalto al Palacio de Invierno (el Nacional, en nuestro caso) o, siguiendo la tradición mexicana, en el sacrificio, en el martirio, el derramamiento de la sangre... de los otros.
Aunque usted ha contribuido decisivamente a este anacrónico estado de exaltación revolucionaria y aunque la veta mesiánica de sus escritos, Marcos, me repugna tanto la veta suicida que con demasiada frecuencia aparece en ellos, he creído que usted es también -compleja, contradictoriamente-, un hombre realista y práctico, un Quijote quizá, -como dicen que dijo su padre- pero un Quijote que no cuadra con el original, un hombre que sin renunciar a sus ideas tiene los pies en la tierra. Sus idólatras, los Marcos de plazuela y pizarrón, son otra cosa. Su ilusión secreta es convertirlo en icono, un Che Guevara mexicano, ponerle el nombre de "Marcos" a un auditorio de la Universidad y ser oradores en la ceremonia luctuosa. Sus enemigos piensan que un desenlace político a la presente situación es tan imposible como indeseable. Usted los conoce y conoce sus argumentos: Marcos es un guerrillero como cualquier otro en la reciente historia centroamericana. No hay matices, paliativos o diferencias: desde el primero de enero de 1994 la ilusión abierta de estas personas es el "exterminio", o cuando menos la disolución, del movimiento zapatista, y la recomposición del sistema político mexicano. En ambos casos están equivocados. Entre esos dos extremos que se identifican y tocan están, desde luego, los indígenas con quienes ha vivido usted once años. Y está también una franja crítica que, al menos en el instante en que escribo, es tan amplia como diversa: la de aquellos que desde un principio condenaron por entero los medios de su movimiento, pero que aún respetan algunos de sus fines declarados, dos sobre todo: la democracia para México y la justicia para los indios.
La ilusión sincera de este sector es la gestación de un cambio definitivo, algo que otorgue sentido al sacrificio de los mexicanos que han muerto a raíz del levantamiento y al de los muchos millones que, sin haber muerto, ven morir lentamente las esperanzas de una vida modesta pero digna en un país de paz y concordia. Esta franja espera de usted un acto de creatividad histórica: el sacrificio del mito, el nacimiento de un líder. Yo no pertenezco, por supuesto, al coro del "todos somos Marcos", pero me gustaría que una parte de México -la que libremente lo elija así- se vea representada por las ideas de un ex guerrillero antes apodado Marcos y ahora apellidado Guillén. No me atrae en absoluto, pero tampoco me horroriza, su pasado: su probable educación jesuítica, su tránsito por la fanatizada UNAM de los setenta, su experiencia en Nicaragua. Jesuitas fueron muchos guerrilleros centroamericanos, sembradores de muerte, pero jesuitas fueron también los criollos del siglo XVIII, los fundadores de nuestra nacionalidad, como Clavijero; aquella Facultad de Filosofía era, en efecto, el claustro donde se leía al enloquecido Althusser y oficiaban profesores de estética que terminarían por cantar loas a la estética criminal de Sendero Luminoso, pero los horizontes intelectuales de usted eran más amplios; y en San Juan del Río Coco, Nicaragua, a aquel mexicano que con toda probabilidad es usted, se le recuerda menos como un aprendiz de guerrillero que como un impulsor práctico de obras de salud.
Aunque estoy casi a ciegas para caracterizar a su persona antes del primero de enero de 1994, prefiero poner a un lado, por un momento, el fundamentalismo revolucionario de su tesis de licenciatura y escuchar en cambio el testimonio de una amiga de usted de los años de la Facultad. No es comandante, ni guerrillera, ni vive en comuna: se define como "pequeña burguesa, a mucha honra". En su memoria es usted un personaje "entrañable". Flexible ante los fanáticos, humorista ante los solemnes, buen lector en francés, hombre caballeroso, metódico, diferente. Una pintura no muy distinta a la que, tras entrevistarlo, publicaron varias revistas internacionales, insospechables de parcialidad: un pragmático en la selva. Y en plena etapa guerrillera, recorro sus actos y creo (mejor dicho, quiero creer) que al paso de los meses propendieron más a la política que a la insurgencia, a la reforma que a la revolución. Muchos de ellos me parecieron equivocados: el antidemocrático voto de más del 90 por ciento contra los arreglos en la época del comisionado Camacho, la Convención Nacional Democrática que arrogándose una fantasmagórica soberanía reunió a unos cuantos miles en un país donde al poco tiempo votarían millones, la peregrina propuesta de refundar el país con todo y Constitución, la ceguera ante el voto por el voto y el repudio a la violencia que significaron las elecciones del 21 de agosto, la muy publicitada "ruptura del cerco" cuando el presente gobierno les ofrecía diálogo.
Con todo, me he negado a ver en esos actos el residuo de una sutil estrategia maoísta que advierten otros observadores. Para mí era claro que a pesar de vivir en la selva había usted interpretado correctamente la caída del Muro de Berlín. Quizá por eso en sus comunicados no se hablaba más de socialismo y se apelaba en cambio al "resguardo histórico" del pasado mexicano. Su regaño a los peregrinos del PRD que lo visitaron en el santuario de Guadalupe Tepeyac apuntaba en el mismo sentido de realismo y crítica. Si la interpretación de su biografía como un tránsito de la revolución a la reforma resulta falsa, si es usted nada más que un caudillo en santa guerra ideológica, el veredicto histórico, créame usted, le será adverso, porque para México el saldo del zapatismo chiapaneco será desolador. Pero si dando una muestra más de imaginación política da usted visos de estar en disposición de acogerse a una amnistía amplia, generosa y digna (única admisible) entonces estaríamos frente a un horizonte nuevo. La sociedad ejercería una gran presión cívica sobre el régimen para cumplir estrictamente los términos de la amnistía y proteger su vida y la de sus compañeros. Si Rabin ha dicho que "negociar es ceder cosas que duelen a cambio de cosas que se valoran más", y con esa actitud se ha sentado a la mesa con Arafat, no se ve por qué dos grupos de mexicanos a quienes no separa el odio religioso, nacional y ni siquiera étnico, estén impedidos a negociar.
La democracia en México requiere el desmantelamiento del PRI-gobierno y su transformación en PRI-partido. Pero requiere también una izquierda que abandone el torcido tronco que la moldeó. Una izquierda como la actual, adocenada, anticuada, podrá llenar el Zócalo de cuando en cuando, pero no alcanzará la mayoría de los votos en elecciones estatales o federales, porque los mexicanos no se mueven sólo por impulsos de negatividad reactiva ni menos por una añeja retórica revolucionaria. Quieren proyectos y la izquierda no los tiene. A pesar de su apoyo declarativo a Cuauhtémoc Cárdenas, usted sabe la verdad: cumplió en su hora, pasó su hora. Un liderazgo nuevo, autocrítico, propositivo, responsable, un liderazgo como el que representó en su momento y su ámbito Salvador Nava, no sólo consolidaría por primera vez en nuestra historia a la izquierda como fuerza genuinamente democrática sino que aceleraría en cuestión de años, quizá de meses, la derrota histórica del PRI. El camino a seguir está en la lucha política electoral y sólo en ella, como se vio ayer en Jalisco, y se verá mañana en Yucatán y Guanajuato. Los gobiernos municipales, los gobiernos y legislaturas estatales, el gobierno del Distrito Federal, las cámaras y hasta la mismísima presidencia en el año 2000 pueden pasar a la oposición. ¿No es esto ya, confusa pero tangiblemente, el tránsito a la democracia? Para que la izquierda juegue su papel necesita reformarse, lo cual implica, como usted escribió alguna vez, "que aparezca el hombre". Pero su desplante de abnegación, Marcos, ya no funciona: ese hombre debería ser Rafael Sebastián Guillén Vicente.
Termino con la misma sensación del comienzo: la de haber escrito una carta absurda o, peor aún, inútil e ingenua. Ya ve usted: me contagié un poco con los excesos románticos de su literatura y todavía no me curo. A la pesadilla horrenda de un nuevo Tlaltelolco prefiero oponer la visión de un viaje al origen, al 68, allí donde hasta su propia biografía comenzó, Rafael. Lo veo pasando la película de nuevo. Libre del anonimato, los desplantes y el pasamontañas, opta usted por un destino diferente y echa a andar una doble caravana: una parte hacia la ciudad y va a ejercer la democracia en todos los foros de la vida pública; otra se enfila al campo, hacia Chiapas, como Marcos hace once años, pero ya no para llevar estrategias de guerra sino para apoyar en la práctica la vida de los indios, una cruzada en la que todos nos descubrimos iguales y solidarios: no todos Marcos, todos mexicanos.
Reforma