Dominio Público

Nuestra Glasnost o ruptura de la cumbre

Los hombres, así sean presidentes, no tienen la culpa de tener ovejas negras en la familia, y menos que resulten asesinos. En México los casos han sido infrecuentes y han terminado mal: el hermano más célebre de la historia presidencial mexicana, Maximino Ávila Camacho, murió en 1945, probablemente envenenado. La novedad es que el presidente Zedillo ha aprovechado el asesinato cometido por Raúl Salinas de Gortari contra José Francisco Ruiz Massieu, para actuar jurídicamente contra él y romper de paso con una regla clave del sistema político mexicano: la ex presidencia impune.

Estas rupturas no pasaban aquí. Ahora ocurren por la presión de la sociedad mexicana, que ha estado creando desde hace años su propia versión de la Glasnost. En medio del fracaso de nuestra Perestroika, casi nadie, fuera o dentro del país, ha notado su presencia. Hubiese sido ideal que la apertura política se diera en un marco de crecimiento económico sin inflación y con grandes reservas; no así, en una crisis general que recuerda a la de Rusia.

"No podemos dejar que nos pase lo que a Rusia", solía decir Salinas en 1993, implicando que había que modular con prudencia la Glasnost hasta que la Perestroika se consolidara (como si la democracia fuera condición de inestabilidad, como si sólo un sistema autoritario pudiese modernizar una economía). Era extraño que lo creyera, tras la adopción de la democracia en Rusia y los países de su antigua órbita; cuando por primera vez en casi 200 años de vida independiente, toda Latinoamérica optaba por la democracia, salvo dos islas geográficas -Cuba y Haití- y una isla histórica, México. Y más extraño aún, cuando los fraudes electorales del PRI en los pueblos más pequeños y en la mitad de los estados de la República, llegaban a los periódicos de todo el mundo.

La anomalía política de México era insostenible dentro y fuera del país, pero Salinas no quiso verla. Prefirió suministrar el cambio por cuenta gotas. En su sexenio no dejó de haber avances políticos -sobre todo en los últimos meses-, pero fueron siempre de un carácter reactivo, forzado por las circunstancias: como una concesión arrancada aquí, una pequeña reforma allá. Parecía razonable: habían sido tan valerosas y radicales sus reformas económicas (en un país cerrado a la innovación y lleno de tabúes) que lo responsable era protegerlas en una incubadora. "Hay que lograr la permanencia del proyecto", subrayaba Salinas. Muy pronto vinculó esa permanencia con la suya propia en el poder. Buscaría una especie de reelección colegiada, con su grupo moviendo los hilos atrás del más fiel, débil y maleable de los candidatos, su protegido, Luis Donaldo Colosio. Alguien del grupo llegó al extremo de poner fechas: la incubación, supervisada por la "Generación del cambio", duraría 24 años.

No faltaron las voces que insistieron hasta el cansancio en el paralelo con el régimen de Porfirio Díaz (1876-1910). Había logrado avances impresionantes en la economía pero desdeñó el progreso político, con el mismo pretexto: "México no estaba preparado para la democracia". Creyéndose el único garante de la estabilidad, en el cenit de su prestigio internacional, Porfirio Díaz desencadenó la verdadera inestabilidad: una revolución.

México no llegará otra vez a esos extremos, pero la reforma política pudo haber desactivado a tiempo la rebelión de Chiapas (o desacreditado sus supuestos fines democráticos), no así los asesinatos políticos. Las mafias del viejo sistema hubieran reaccionado a balazos de cualquier forma y no es extraño que eliminaran a Colosio dos semanas después de que éste anunció la separación entre el PRI y su nodriza, el gobierno. Pero si a mitad de su sexenio Salinas hubiese invertido en la democracia el enorme capital de prestigio que tenía, todo el mundo y todo México (menos los dinosaurios del PRI) lo hubieran apoyado. No lo hizo, y la reforma económica se ahogó en un mar de inestabilidad, probando de paso que sólo la democracia garantiza la estabilidad, a largo plazo.

Con todo, el avance político debido a la acción cívica ha sido notable. No hace mucho tiempo, buena parte de la prensa practicaba de una u otra forma la autocensura; la Secretaría de Gobernación limitaba decisivamente la libertad de expresión en la radio y la televisión; todavía en 1986, una gubernatura en manos del PAN parecía el fin del mundo; a principios de los ochenta, la izquierda operaba en sectas que soñaban aún con un futuro revolucionario; la Iglesia católica no podía abrir la boca; la mayoría de los intelectuales vivían de los dineros públicos; el proceso electoral se manejaba por las secretas reglas de la "alquimia" y en el PRI se hablaba abiertamente de los "fraudes patrióticos"; dominados por el Ejecutivo, el Poder Legislativo y Judicial eran casi formales; el Presidente en turno (dueño del partido, el Ejército, el subsuelo, etc...), gozaba de un poder absoluto por seis años y una impunidad absoluta al dejar el poder. Era, en palabras de Mario Vargas Llosa, "la dictadura perfecta".

Queda el trecho más largo por recorrer, pero México tiene hoy (con las excepciones que todos conocemos) la prensa más crítica y libre de su historia contemporánea; en la radio se ejerce la libertad de expresión; en 1994 la televisión dio acceso también, aunque con tibieza, a la libertad de debate; el PAN ha ganado elecciones clave, ayer en el importante estado de Jalisco, y mañana, seguramente, Guanajuato y Yucatán; si bien no del todo curada de sus obsesiones ideológicas, la izquierda se ha democratizado y en 1997 podría alcanzar la gubernatura del Distrito Federal; los obispos actúan y opinan con total libertad; ahora hay más intelectuales independientes y críticos; entre las reformas inminentes está la plena autonomía del Instituto Federal Electoral, que podría extinguir a los "alquimistas"; el PRI está corroído por dentro, sus mafias desgarrándose como en Chicago, 1932. El Poder Judicial y el Legislativo comienzan a tener vida propia. Por último, el Presidente sigue teniendo el poder absoluto, pero se ha propuesto avanzar hacia la democracia plena y ha tocado a un ex presidente.

Al margen del desenlace -que podría ser trágico- la ruptura tendrá repercusiones benéficas en el combate a la corrupción: al arriesgarse a que el Presidente en el año 2 mil lo juzgue a él (o a gente de su entorno cercanísimo, como en este caso) si cometen ilícitos, Zedillo manda una señal sin precedente a toda la estructura de poder: se acabó la impunidad, todos pueden ser llamados a cuentas.

El sistema político mexicano nació de una ruptura en la cumbre entre un Presidente y un ex presidente. En 1936, Cárdenas subió a Calles a un avión y lo desterró a California. A partir de entonces, los Presidentes se han ido sucediendo cada seis años, pacíficamente, como en una monarquía absoluta sexenal, hereditaria por la vía de la "familia revolucionaria". Tenía genio el sistema, no sólo por haber desarmado e integrado a los feudos militares anteriores al PRI, sino por exhibir, hasta mediados de los años sesenta, una notable capacidad de autocorrección. Operaba con una especie de péndulo interno o termostato político. Como en una inmensa corporación -el símil es de Gabriel Zaid en El progreso improductivo- un general de la familia (Manuel Ávila Camacho, 1940-1946) cedió el mando a los universitarios, que imprimían su estilo personal de gobernar. El último, Salinas de Gortari, fue tan exitoso y dinámico que quiso quedarse en la empresa, y lo que consiguió fue la rebelión de los viejos accionistas y la quiebra. En cada sucesión, el Presidente entrante se distanciaba simbólicamente del anterior, pero el rito no llegaba más allá de un regaño, un insulto o una embajada en las Islas Fidji. El problema entre Zedillo y Salinas es distinto. El sistema puede terminar como empezó: con una ruptura en la cumbre.

Para que la política mexicana deje de manejarse como una corporación, la reforma política debe consolidarse decisivamente en los próximos meses. Los pasos esenciales están en boca de todos: esclarecimiento del asesinato de Colosio, elecciones transparentes en los estados, canalización política de la guerrilla en Chiapas (como en El Salvador y Colombia), ampliación del debate público en los medios masivos, fortalecimiento del federalismo y genuina división de poderes. *

¿Podrá lograrse? ¿Podrá lograrlo Zedillo?**

Los riesgos son enormes, y están también en boca de todos: una posible rebelión de las mafias sindicales, burocráticas, estatales del PRI, crecimiento de la narcopolítica, nuevos asesinatos y la tentación improbable pero no imposible de un golpe militar. En suma, en nuestro futuro podría estar nuestro pasado: el fin del PRI podría conducir a la vuelta del caudillismo.

Desde que sonaron los últimos disparos de la Revolución en los años veinte, México fue un santuario en medio de las guerras civiles, étnicas, religiosas, nacionales y mundiales del siglo XX. El mundo en general, y los Estados Unidos en particular, se acostumbraron a tomar esa condición por descontada. Ahora que ha llegado el tiempo de pagar la cuenta de nuestro arcaísmo político es injusto que nuestro aporte de paz y estabilidad se olvide. Cuando una crisis se desata en Rusia o Medio Oriente, el mundo occidental reacciona con ponderación e interés. Cuando estalla en México o en Centroamérica, es sólo un dolor de cabeza incomprensible, inadmisible. En su crisis económica, México merece apoyo. En su búsqueda de un nuevo orden político, merece lo mismo que el Medio Oriente o Rusia: paciencia, análisis y comprensión.

* Posdata tras el anuncio del plan económico: se necesitaba que el ajuste comenzara por la inmensa clase burocrático-becaria; se necesitaba sensibilidad para saber pedir sacrificios a un pueblo como el mexicano. Se necesitaba grandeza y humildad. Se necesitaba lo imposible: que los tecnócratas dejaran de serlo.

** Posdata del 5 de marzo: "¿Querrá Zedillo?"

Reforma

*Este texto se publicó también en la revista Time.

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