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La mirada de Colosio

Su vida no pasará a la historia. En el recuerdo colectivo sólo ha quedado su muerte: la terrible foto, el video de aquella marea que lo arrastra hacia la cita puntual con la pistola, le ejecución fría y certera del disparo en su sien.

Busco en los pocos momentos que pasé con él, datos para un retrato distinto. No el de los posters del PRI, con ese calculado maquillaje de actor de cine. Tampoco el de los discursos con la voz impostada y el dedo flamígero, resabios de una oratoria escolar que al propio Colosio, en el fondo, incomodaba. No son los actos del Colosio público los que quisiera evocar sino las actitudes del Colosio íntimo, hasta donde pude entreverlas.

Siempre me llamó la atención su carácter inseguro. "Es que le teme a los intelectuales", comentó con cinismo algún consejero presidencial, aceptando implícitamente la observación pero desdeñando su importancia. No era desdeñable. Colosio buscaba el apoyo moral de escritores y periodistas no por un inútil propósito de cooptación sino por un cierto vacío interior que en 1994 se volvió angustioso, insoportable. Antes del estallido de Chiapas, creía necesitar un mapa intelectual para pensar a México. En los tiempos del "Liberalismo social", organizó un "simposio" para el cuál algunos amigos le dimos nombres e ideas. "Nunca lo olvidaré", me escribió en una tarjeta, refiriéndose a lo que él veía, equivocada y bondadosamente, como un aporte sustantivo. Luego del primero de enero de 1994, ya no buscaba un mapa sino una tabla de salvación. Nunca la encontró. Tal vez para entonces ya no existía.

Años atrás me había invitado a desayunar. Su casa en Las Aguilas era particularmente modesta. Antes de aparecer en escena, durante cinco minutos me recetó el Huapango de Moncayo. Con esa misma música de fondo, me habló de un asunto de verdadero interés: la reforma del PRI. Si no recuerdo mal, se trataba de descentralizarlo y promover en todos los niveles las elecciones primarias. Era obvio que hablaba con datos de primera mano y una evidente buena fe. Me pareció un idealista fuera de lugar. Le expuse mis dudas sobre las posibilidades de una reforma tan suave, pero me atajó advirtiendo que pronto daría muestras fehacientes de su convicción democrática.

Alrededor de las elecciones en Guanajuato y San Luis Potosí, quiso entablar un diálogo con algunos intelectuales: quería convencernos -al menos así me lo pareció- que los árbitros empleados en cada caso (las sendas renuncias de los gobernadores del PRI) eran un avance hacia la democracia. En su momento parecieron un paso marginal: era claro que no representaban la verdadera reforma política, la que pudo y debió haberse hecho justamente en esos días.

Tenía una fractura en el carácter. Yo desconocía y desconozco aún la vida personal de Colosio antes de 1992. No sabía si esa fractura tenía un origen remoto o cercano, si tenía que ver con la niñez en Magdalena de Kino o con la misteriosa enfermedad de Diana Laura. Pero la fractura existía y Colosio, en sutiles comentarios autolesivos, la reconocía en sí mismo. En su primer discurso como candidato cometió un lapsus terrible: dijo que quería ser presidente del Partido de la Re....... del Partido Revolucionario Institucional. Su fractura estuvo a punto de hablar por él. En esas condiciones, y dada la cercanía dependiente de Colosio con Salinas, su nominación significaba el abierto continuismo, la negación de la reforma democrática. Salinas creyó que su elección de Colosio aseguraba la permanencia de su proyecto y se equivocó: la única forma de permanecer era no permaneciendo. Todo podía terminar en una tragedia digna de Shakespeare.

Más allá de sus debilidades, Colosio era ante todo un hombre bueno. Inteligente y conciliador, tenía ideas económicas claras y una sensibilidad a flor de piel para ver y atender los problemas sociales. Sabía escuchar, cualidad que por sí sola le hubiese ganado muchos votos y adhesiones. Se veía en la figura de un nuevo López Mateos, más popular que populista, atendiendo a la gente, mezclándose con ella, delegando el poder en un gabinete eficaz.

En aquel despacho oscuro y frío de su nueva casa en Tlacopac, hablamos a principios de 1994. Recuerdo los muebles negros de piel, como de consultorio médico; la computadora sin usar y aquella biblioteca decorativa, hecha con libros mixtos, regalados. En todo había un dejo de provisionalidad. El Colosio auténtico no era ése, con su corbata Hermés chueca, el pelo cortísimo y el traje demasiado vasto; el de verdad era el ranchero de abundante cabellera ensortijada, vestido de mezclilla, chamarra y botas. El hombre de familia. (También el que escuchaba fugas de Bach). Pero el otro devoraba implacablemente al verdadero. Por eso, aunque sonreía mucho, reía poco. Había un arco persistente de tristeza en sus ojos; no era sólo la mirada de la incertidumbre (él, que hablaba tanto de certidumbre) sino de la desorientación. Demasiados silencios que podían interpretarse -y lo eran quizá- como pruebas de prudencia o de concentración, pero que ahora reconstruyo como lagunas emotivas. Vivía anegado en una atmósfera de preocupación.

Lo obsesionaba -y con razón- la legitimidad democrática: "por la vida de mis hijos, juro que no quiero un sólo voto mal habido". Pero, ¿cómo evitar los votos mal habidos? Era Hamlet despertándose cada día con una nueva pregunta: ¿Ir o no ir a Chiapas? ¿Convocar o no a los partidos de oposición? ¿Hablar es oportunismo? ¿Callar es indiferencia? ¿Qué dicen los asesores? ¿Son exactas las encuestas? ¿Qué hacer frente a Camacho, a Salinas, a Marcos? ¿Quién está conmigo y quién contra mí? ¿Qué ocurrirá con la salud de Diana Laura? ¿Y con los niños, tan pequeños, si ella falta? Una noche de marzo, al despedirnos, me atreví a decirle algo que, me imagino, quería oír: "la Presidencia de México es muy importante, pero no a cualquier costo". Nos abrazamos muy fuerte. Días después, le narré la escena a Julio Scherer. Ambos éramos testigos incómodos, y en algún caso confidentes, de su sufrimiento. Ambos sentíamos que la renuncia era una salida. Yo tenía un viaje en puerta. Juntos se lo plantearíamos a mi regreso. Ya no hubo tiempo.

Cuando la llamada de larga distancia me avisó del atentado pensé en aquel abrazo fuerte. De Luis Donaldo sólo conservo esa nota manuscrita y el recuerdo de su mirada que aún ahora me pregunta -como si yo supiera- ¿por qué?

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