¿Qué le queda a Salinas?
En la bolsa mexicana de valores presidenciales no ha habido bonos más devaluados que los de Carlos Salinas de Gortari. Calles fue impopular con el México católico (es decir, con casi todo México), pero no fue el rechazo público lo que lo llevó al exilio sino la decisión de su sucesor. La corrupción en tiempos de Alemán fue un foco de desprestigio y escándalo que no tuvo, sin embargo, consecuencias penales para los infractores y se apagó al poco tiempo de terminado aquel sexenio.
Díaz Ordaz fue repudiado siempre por la clase media ilustrada y en dos ocasiones tuvo que tragarse el abucheo de las multitudes, pero desde 1970 hasta su muerte en 1979, transitaba por las avenidas manejando personalmente su automóvil. Aunque Echeverría no se expone demasiado al veredicto popular, mal que bien se ha hecho presente en ámbitos públicos sin grandes problemas. Con López Portillo el juicio general ha sido más severo debido al agravio que la gente asoció desde 1982 con su sexenio. De la Madrid no desagravió al país pero tampoco ahondó demasiado el agravio (salvo con el cardenismo) y ahora camina por las calles, no entre aplausos como Cárdenas o López Mateos, pero sí a la manera de Ruiz Cortines o Ávila Camacho: sin gloria ni pena. Con Salinas de Gortari, en cambio, se han roto todos los moldes: la reprobación hacia él es casi universal.
Antes de ponderar hasta qué punto o en qué sentido el veredicto es injusto, conviene buscar sus raíces. Hay quien asegura que se trata de un "linchamiento" inducido por la prensa o el ominoso síntoma de una enfermedad que ha hecho presa de los mexicanos. Odio, ira, rencor, venganza, resentimiento, desesperanza son cabezas de la hidra que, de acuerdo a esta interpretación, corroen el organismo moral de la nación.
Pero si se examina con algún detalle la historia del desprestigio en México, se verá que quizá la opinión pública es más autónoma y espontánea de lo que se cree y no está tan enferma ni tan errada como se piensa: ha colocado a Salinas de Gortari en un círculo infernal cercano al de López Portillo y aún más profundo porque ambos cometieron un error similar: habiendo conquistado el crédito histórico de los mexicanos, lo defraudaron.
¿Quién no recuerda el discurso de López Portillo en su toma de posesión? Aseguró que "la solución somos todos" y pidió a todos los sectores algo concreto, a todos menos a los pobres y desheredados, a quienes sólo tuvo una cosa que pedirles: perdón. Prometió que volverían los tiempos en que nuestra moneda valía por su plata. Más tarde vio en "el oro negro para todos", nuestro pasaporte directo al rentismo nacional: la "administración de la abundancia".
La propaganda llegó a los rincones más apartados del país haciendo concebir al mexicano esperanzas de un mejoramiento material próximo y tangible. Ningún Presidente antes que López Portillo se había atrevido a prometer tanto a tantos en tan poco tiempo. ¿Era su conciencia criolla que buscaba una reivindicación de siglos? En todo caso, el descrédito que siguió al derrumbe de 1982 fue proporcional al tamaño de la fe que el Presidente había convocado: con el Peso por los suelos y el país hipotecado, no le quedó más que terminar como había empezado: pidiendo perdón a los desheredados.
Los buenos banqueros saben que un deudor puede reacreditarse con un mismo acreedor una vez, pero difícilmente dos veces. Con las espectaculares medidas iniciales de su sexenio, Salinas no legitimó las turbias elecciones de 1988 pero logró que sectores importantes de la opinión nacional volvieran a creer, por segunda vez, en el Presidente.
En el exterior había intereses creados en creer que México el "patito feo" de la escena mundial en 1982 se volvía el chico bueno de la película, sobre todo cuando muchas de las medidas económicas que el gobierno aplicaba eran certeras. Fue entonces cuando Salinas prometió más y a más personas que López Portillo: México ingresaría al Primer Mundo. Olvidando por momentos el agravio del 82, el mexicano volvió a creer que su progreso particular y concreto era posible y próximo. De pronto, como en 1982, sobrevino la caída. Más abatido e hipotecado que nunca, el país volvió al consabido papel del "patito feo" sin que haya mediado hasta ahora una explicación oficial clara y convincente sobre las razones del derrumbe.
La injusta apreciación pública sobre muchas de las reformas macroeconómicas de Salinas (la privatización, la apertura al exterior, la reforma en el campo) no puede ceder, en el ánimo público, ante un agravio que se creía superado y que la realidad finalmente ahondó. Salinas no es el primer presidente que tolera o favorece a un hermano torvo y corrupto. Pero sí es el primer presidente que habiendo convocado la fe casi unánime de los mexicanos en torno a su inteligencia e integridad, no supo administrar su éxito, no supo calibrar lo que su crédito significaba, y lo dilapidó.
A todo lo largo del sexenio, no faltaron voces que señalaron el único camino para consolidar el éxito económico: avanzar en el mismo sentido y con igual decisión en la reforma política (lo cual hubiese implicado la puesta en cintura de Raúl Salinas). Es posible que esa apertura política hubiera modificado o hasta congelado algunas reformas económicas. Pero valía intentarla porque sólo a través de ella podía alcanzarse un verdadero consenso nacional sobre esas reformas, que de otra suerte quedaron como imposiciones de la cúspide. La democratización inmediata era necesaria no sólo por estar en el sentido de los tiempos.
En ensayos, artículos, declaraciones y entrevistas radiofónicas, algunos insistimos en trazar el obvio paralelo con el régimen porfiriano. "Salinas y sus tecnócratas no parecen siquiera creer que el precedente porfiriano guarda lección alguna" declaré por mi parte a Newsweek en octubre de 1992. El tiempo lo confirmó. Salinas pospuso el cambio hasta que el cambio lo arrasó, en un sentido no muy distinto al del legendario dictador. El levantamiento en Chiapas no fue una revolución pero sí una combinación compleja de revuelta y rebelión que aún no alcanzamos a desentrañar ni a resolver. Y Salinas vive ahora en el exilio con un desprestigio mucho mayor al de Porfirio Díaz.
Perdonar una vez es difícil, sobre todo si lo que se tiene que perdonar es imperdonable. Perdonar dos veces es quizá imposible. Pero Salinas no ha tenido siquiera la humildad de pedir perdón, teniendo amplios motivos para hacerlo. ¿Qué le queda? Dar la cara, defender su postura, aceptar sus errores, hablar con la verdad.
Reforma