Un historiador a través de los siglos
“Las golondrinas van y vienen pero los acontecimientos, las costumbres, el vivir sencillo de nuestros padres, ya no volverá”.
Luis González Cárdenas
I. Luis González, un historiador a través de los siglos
De Alfonso Reyes escribió Octavio Paz que no era solo un escritor sino una literatura. De Luis González y González cabe decir que no es un historiador sino una historiografía. Movido por un apetito insaciable de conocer y dar a conocer, dedicado desde hace medio siglo al culto exclusivo de la vida intelectual, ha frecuentado casi todos los géneros históricos, ha estudiado casi todos los periodos de nuestro pasado, ha practicado casi todos los oficios relacionados con la exigente musa que ahora nos convoca.
Hace cerca de 20 años, en un congreso de historiadores que se llevó a cabo en Pátzcuaro, sus amigos y discípulos lo festejábamos por cumplir el ciclo vital de 52 años y haber accedido así al título de Patzitzi con que los antiguos tarascos decretaban la honrosa jubilación de sus mayores. La palabra pasó al uso común en México transformada en un vocablo con resonancias despectivas, opuestas a su sentido original: “pachicho”. El tiempo ha pasado, pero no en balde, como lo prueba la creatividad de Luis González y la invariable fidelidad de su familia intelectual. Ahora que algunos de nosotros estamos cerca de convertirnos en “pachichos”, es una bendición poder reunirnos de nueva cuenta alrededor del hombre más respetado y querido de la tribu.
El lector —o “clionauta”, en la terminología gonzalina— que se embarque en sus Obras Completas, tiene asegurado un viaje integral por la historia mexicana. Si le parece que los vaivenes de nuestra política colindan con el caos, le conviene hojear la vida azarosa en tiempos de Santa Anna, narrada en El siglo de las luchas. Si quiere consolarse de las desgracias económicas de hoy, no hay mejor receta que compararlas con la era de Juárez, tal como aparecen en el mismo volumen.
Si el lector se interesa en lo particular dentro del marco de lo universal, puede escoger diversos cuadros de los tomos II al IV de la serie: el lienzo multicolor llamado “el entuerto de la Conquista”, el retablo sobre “el barroco, primer estilo cultural de México”, el tratado de “magia, ciencia, luces y emancipación”, el retrato sobre “el optimismo inspirador de la independencia” o el mural sobre “el liberalismo triunfante”, que engloba en un mismo periodo la “República restaurada” y el “Porfiriato”. Si el lector prefiere ver lo universal en lo particular, el padre de la Microhistoria en México recupera un siglo de vida cotidiana en San José de Gracia, Sahuayo, y Zamora. Otra faceta de esta mirada microscópica está en sus ensayos biográficos —nada hagiográficos—, verdaderas cátedras de “cómo llevarse con los próceres”, lecciones de cómo ampliar la nómina de los héroes y dirigirla hacia territorios distintos del poder: el saber o el creer. Gracias a esa corrección en la óptica moral de la historia, cronistas como Bernal Díaz y Jerónimo de Mendieta, sabios como Clavijero y Humboldt se vuelven más biografiables que los caudillos de la historia nacional.
Mal acostumbrado por la retórica oficial, quizá el viajero persista en creer que México nació con la Revolución Mexicana. De ser así, Luis González lo disuadirá amablemente, no sólo ampliando sus horizontes hacia otros tiempos y otras gentes, sino penetrando hasta los cimientos del siglo xx. Para concebir, entre otros libros, Los artífices del cardenismo o Los días del Presidente Cárdenas, el historiador y sus colaboradores (Berta Ulloa, Luis Muro, Guadalupe Monroy) compilaron, leyeron, catalogaron, resumieron la increíble cifra de 24 mil 78 fichas sobre todos los temas imaginables de la vida mexicana entre 1910 y 1940. El resultado está en las Fuentes para la historia contemporánea de México. Esa obra, que para mayor utilidad deberá aparecer en la modalidad de disco compacto, es un monumento a la memoria mexicana, una especie de pirámide del saber.
El oficio de historiar se agota a veces en la escritura de libros. No es el caso de Luis González. Ha sido, ante todo, un escritor de la historia, pero también su oficiante múltiple. Antes de ser el maestro socrático que es, supo ser el discípulo platónico de los transterrados españoles (Gaos, Miranda, Iglesia, Altamira), los grandes historiadores mexicanos (Zavala, O’Gorman) y franceses (Febvre, Bataillon, Chevalier). Por largas décadas dio clases en colegios, universidades e institutos. Ahora imparte conferencias en todas las matrias de la Patria. Sus cursos han recorrido los puertos de nuestro pasado, pero el más perdurable, a mi juicio, ha sido el de “Teoría y método de la historia”, un tratado sobre El oficio de historiar (Tomo I). No contento con su prédica escrita, a fines de los setenta convirtió a la historia en objeto de evangelización: nuevo misionero, fundó El Colegio de Michoacán. Los frutos de ese esfuerzo de seriedad académica fueron tantos y se lograron en tan poco tiempo, que dieron pie a nuevas fundaciones en el país.
De las mil y una noches que sus amigos y discípulos hemos pasado conversando con él, a la escuela de su juicio ponderado e irónico, situado a años luz de la confusión metafísica o la pasión ideológica, de esas noches quisiera recordar una, en el verano de 1983 en Zamora, Michoacán. En aquel tiempo, Luis González pasaba temporadas solo, pastoreando los primeros pasos de su fundación. Tenía una casa pequeña por la salida a Jacona, no lejos de “la luneta”. No sé cómo cabían en ella los anaqueles metálicos de su biblioteca. Ahora sé que era sólo una parte de ella, y que las otras estaban en México y en San José de Gracia. En todo caso, el suyo no era un acervo de bibliófilo: me consta, por las sutiles marcas a lápiz y las discretas apostillas, que todos los libros de aquel santuario habían sido leídos.
Para mí, aquello fue como un festín o una borrachera de historia. Me había invitado a pasar unas semanas con él. Ambos trabajaríamos en nuestros respectivos libros. Pero en aquella noche el calor era infernal. Una fuerza aérea de zancudos, rencorosos, carnívoros, me habían elegido como presa. De pronto, advertí una luz. Caminé hasta el pasillo, y a través de la puerta entreabierta del cuarto contiguo, conocí uno de los secretos del historiador: mientras el resto de los mortales duermen, él —cigarra de la historia, lechuza de Clío, tecolote del pasado— trabaja. En el silencio de aquel paréntesis repetido noche a noche entre 3 y 5 de la madrugada, franciscano entre los moscos, enfundado en su bata, absorto y feliz, consultaba las inmensas “sábanas” de información que con toda paciencia había construido, y las transformaba, con pulso firme e irrevocable tinta azul, en un texto acabado de reconstrucción histórica.
¿De dónde proviene la pasión de Luis González? ¿Quién fue capaz de plantar una vocación semejante? Preguntas misteriosas, incontestables. Para ensayar un atisbo de respuesta hay que volver al nido paterno de San José de Gracia donde un patriarca llamado Luis González Cárdenas, “a los 89 años, 10 meses, 23 días y horas más y cegatón”, se ha puesto a escribir una carta autobiográfica a su hijo. “Yo te vi en tu nacimiento, muy pequeñito, cuando te empezaban a hacer”, le dice, y en breves capítulos refiere la vida del pueblo fundado en 1883, justo el año en que el anciano había nacido. Aunque el texto abunda en tonalidades rulfianas, como si todos en la región fueran hijos de Pedro Páramo, en la narración no sólo viven los muertos sino, sobre todo, los vivos.
La historia transcurre en San José de Gracia, pero las resonancias corresponden a la más antigua de las historias. En el principio fue el paraíso que fundaron nuestros padres, bienhechores de larga barba a quienes debemos recuerdo y gratitud, apoyados por aquellas mujeres virtuosas y fuertes que describe el libro de la Sabiduría. “En junio el cerro de Larios se corona de nubes y como un rey majestuoso anuncia el temporal de aguas... las casas del pueblo por fuera, como nidos de golondrinas de adobe, por dentro espaciosas, con bonitos jardines... se sentía la presencia de Dios”. Pero “fuimos ingratos a tanto bien y pecamos”. Entonces “nuestro Señor quiso que nuestro pueblo, como a mucho desobedecer, darle un castiguito para que se corrigiera”. El “castiguito” —la Revolución, la hiena llamada Inés Chávez García, el agrarismo violento, la Cristiada— duró veinte años:
"Todo quedó en desolación: el templo, la casa, la escuela y el curato con otras muchas casas quemadas; ganados y pertenencias robadas, vecinos del pueblo desterrados, los enemigos querían que desapareciera. Pero Dios no permitió que el pueblo de San José de Gracia desapareciera o fuera borrado, sino que volviera por el buen camino, y movió el corazón de los tiranos, y después de un año de destierro, los vecinos del pueblo volvieron a su terruño... vino la paz, y de la sierra nos vino un aire purificado, nos dio salud, buen ánimo, alegría y fuerza para edificar”.
El nieto de los fundadores nació ya en el Edén subvertido, en 1925, el último año del Génesis, conoció la saga de los patriarcas, pasó su primera infancia en el Éxodo, participó desde muy pequeño en la portentosa reconstrucción del pueblo en manos de los Jueces, como el Padre Federico, salió al mundo donde aprendió el oficio de historiar y regresó al pueblo para componer, con la amorosa ayuda de doña Armida de la Vara, sus Sagradas Escrituras. Su designio sería recordar, para que “el vivir sencillo de nuestros padres, sus costumbres, sus acontecimientos”, vayan y vuelvan con cada lectura, como las golondrinas.
II. Cronista en vilo
En su historia universal de San José de Gracia, el pequeño pueblo de Michoacán donde nació, Luis González olvidó consignar un hecho fundamental: el éxodo de Luis González. El hijo pródigo se marcha a Guadalajara en 1938 y ocho años más tarde inicia su sacerdocio histórico en El Colegio de México, donde la cultura era tertulia y puerto. En las clases de Silvio Zavala aprende que la historia es ciencia, y en la obra de Ramón Iglesia que no sólo es ciencia: también es arte e irreverencia. Su tutor intelectual intelectual decisivo fue, quizás, el historiador español José Miranda, maestro de varias generaciones en la sala de su casa, la charla de café, el paseo por la apacible ciudad de México y, también, por momentos, en las aulas. Con Alfonso Reyes y sus libros entabla una permanente amistad literaria. El ogro Cosío Villegas no le provoca terror sino ternura: sabe hallarle el lado bueno y se convierte, con el tiempo, en su amigo más cercano. Temperamentos opuestos, inteligencias afines. De todo conoce —casi— en aquel Distrito Federal alemanista: buenos cabarets, buenos amigos, buenas sesiones de biblioteca y otras cosas buenas. Escribe varios trabajos originales e imaginativos. En uno sobre la Conquista, se refiere a la Malinche como la secretaria trilingüe de Cortés. Otro es una semblanza del conquistador espiritual fray Jerónimo de Mendieta. Su primer trabajo de seminario es una historia de actitudes: el optimismo nacionalista como factor en la Independencia. Hacia 1950 viaja a París. La fiesta intelectual: Sartre, Camus, Breton, Merleau-Ponty, Marcel, conferencias de Ortega y Gasset, la nueva historia del grupo Annales, las cátedras de Marrou, Bataillon y Braudel. En París coincide con Luis Villori. Juntos practican el buen consejo de Henri Pirenne a Marc Bloch, cuando maestro y alumno visitaron Estocolmo: el historiador vive la ciudad, no los archivos.
De vuelta en México publica un ensayo sobre la magia en Nueva España. Hechizado, Cosío Villegas lo invita a su Historia moderna de México. Siguen tres lustros de incansable minería histórica. Cito sólo algunas vetas. Un tomo sobre la vida social durante la República Restaurada, la dirección del pequeño equipo que reúne, clasifica y –casi— lee las 24 078 fuentes de historia contemporánea, labores de peluquería estilística en varios volúmenes de la Historia, investigaciones sobre el indigenismo de Maximiliano, la historia en Nueva España, el Congreso de Anáhuac, los discursos presidenciales, la economía juarista, la era liberal, la cultura en el siglo XX… (Se sabe, con certeza, que dejó vírgenes algunos temas históricos, pero nadie sabe cuáles.) Viajes a Japón, Filipinas, India, Perú, Egipto, URSS, Chile, Uruguay, y Hermosillo, Sonora. Cátedras sobre historia mexicana y teoría y método de la historia. Congresos, mesas redondas y un gran etcétera. Hubo quien convirtiera este estilo de vida en rutina burocrática. Luis González toleró quizá con exceso las imposiciones, no siempre coherentes o productivas, de la academia, pero aprovechó cada experiencia como vía al profesionalismo histórico pleno.
A mediados de los sesentas, luego de 20 años de ilustración y minería, comprende que no ha escrito su obra. Por fortuna la ha ido preparando sin prisa ni pausa. Sería la microhistoria de su pueblo natal, la historia desde el piso de la historia. En 1967 publica Pueblo en vilo. El vuelo cosmopolita lo había llevado, en la madurez, al punto de inicio. Empacó la historia universal y se mudó a San José de Gracia. Cada historiador —cuando lo es de verdad y no extrae sus temas, métodos y estilo del supermercado académico— termina por reconocer su acceso peculiar a los temas centrales del hombre. Encuentro en el repliegue. A Pueblo en vilo siguieron La tierra donde estamos, Zamora, Sahuayo, Tierra Caliente, Invitación a la microhistoria, Michoacán. En 1978 le pone casa a la microhistoria: El Colegio de Michoacán. Y sigue la mata dando.
Si este resumen es verosímil, Los artífices del cardenismo y Los días del presidente Cárdenas parecen obras a destiempo, a contratiempo. No corresponden al periodo microhistórico de Luis González sino al último plan macrohistórico de Cosío Villegas: la Historia de la Revolución Mexicana. Pero como no hay repliegue posible en el repliegue, Luis González introduce su enfoque particular en esa historia general. En el inmenso escenario de la vida nacional, su mirada microhistórica revela cosas difíciles de percibir para el historiador urbano. En vilo, desde la provincia se propone historiar a la nación.
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