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Ciclos en el ánimo nacional

México se independizó gracias a un estado de ánimo: el optimismo nacionalista. Según la tesis de Luis González, (formulada hace casi 50 años) la visión de los jesuitas sobre el país providencial en que creían vivir -o al que imaginaban, desde su exilio- permeó a las capas ilustradas de los criollos avivando el antiguo recelo contra los gachupines. ¿Qué no pensaron de sí mismos los mexicanos, en aquel cenit del elogio propio? México era la "admiración del universo", "el más dilatado y fecundo de todos los países del globo", "el mejor país de todos cuantos circunda el sol". No sólo con recursos económicos y naturales había colmado la Providencia a los mexicanos, también con incomparables virtudes físicas, éticas e intelectuales y una historia semejante a la de los antiguos griegos y romanos. Aquel optimismo exacerbado lo compartían Hidalgo e Iturbide. Por eso alimentó tanto la lucha insurgente como la Consumación de la Independencia. México no era un país, era la tierra prometida.

El desenlace adverso de la guerra de Texas, la anarquía política que la siguió, la bancarrota del erario y el descrédito internacional fueron mellando poco a poco aquel engreimiento. Comenzaron a publicarse puntuales diagnósticos sobre los grandes problemas nacionales (Mariano Otero, Alamán, Gutiérrez Estrada, entre otros). El golpe de gracia lo dio la invasión norteamericana del 47. Entonces los criollos pasaron del entusiasmo a la autodeprecación. Su país no era más la tierra de la promesa sino de la irredención. "México -escribió Alamán en 1852- parece destinado a que los pueblos que se han establecido en él en diversas y remotas épocas, desaparezcan de su superficie, dejando apenas memoria de su existencia".

El siguiente ciclo de optimismo comenzó en 1867, con la restauración de la República, y fue creciendo en la medida en que se consolidaba el régimen de "la paz, el orden y el progreso". El viejo vino del providencialismo se vació en los odres nuevos del evolucionismo (Darwin, Comte y sobre todo Spencer, aplicados a México), probando supuestamente que el país avanzaba hacia un destino glorioso, digno de los grandes imperios que lo habían fundado. Aunque no faltaron voces disidentes que volvieron a abordar con objetividad los grandes problemas nacionales (Molina Enríquez, Madero, Bulnes, Sierra, entre otros), el ánimo general llegó a la cima de una irrealidad festiva. Por eso en las Fiestas del Centenario, don Porfirio decretó que "con vigoroso empuje y lúcido criterio" los mexicanos habían pasado de la anarquía a la paz, de la pobreza a la riqueza, del desprestigio al crédito, del aislamiento internacional a la amistad con toda la humanidad civilizada.

La Revolución desmintió a los optimistas, deshizo el encanto y dio inicio a un nuevo ciclo de desaliento extremo. México había recaído en la barbarie, apuntaba Henríquez Ureña, era un país "de fusilamientos" sugería Julio Torri, la víctima de "un mal congénito", escribía Martín Luis Guzmán. La breve aurora vasconcelista de 1921 sería sólo un destello en el horizonte sombrío. Según Antonio Caso, las desventuras de México eran "consustanciales". Condenados a "imitar extralógicamente" y a destiempo proyectos de civilización cuyo arraigo en Occidente ha llevado siglos (la democracia, el socialismo) hemos debido tolerar que "nuestros problemas se acumulen y nos dejen perplejos ante la realidad social o nos tornen revolucionarios inveterados". ¿Culpa de quien?, preguntaba el filósofo: "de la fatalidad histórica". Nada arraiga en México -predicaba, como un nuevo Jeremías, en 1924- nada salvo "la tragedia terrible en que vivimos, en que nos movemos o somos... el drama no terminará nunca". Tres años más tarde, su discípulo Manuel Gómez Morín veía el panorama nacional como una metáfora de "aquellas noches terribles del Bajío, en agosto, la tierra y el cielo se juntaban en una densa oscuridad que los relámpagos mismos no podían atravesar... no quedaba un solo punto de luz (y) se perdía la esperanza misma de la aurora". Con el desastre del vasconcelismo en 1929, el desánimo de muchos espíritus descendió a la sima: México había vuelto a expulsar a Quetzalcóatl. Enfrente quedaba el largo reinado de Huichilobos.

Esta vez la historia desmintió a los pesimistas. Tal vez la fecha de quiebre fue la negativa de Cárdenas a eliminar a Calles como Calles solía eliminar a sus adversarios, o quizá fue la cohesión espontánea que provocó la expropiación petrolera. Poco a poco los mexicanos recobraron la confianza en sí mismos y comenzaron a proyectarla al exterior. Hubiera sido el momento de consolidar la patria íntima y modesta que por oposición a la "externa, pomposa y multimillonaria" había predicado López Velarde en 1921. Voces sensatas como las de Gonzalo Robles, Daniel Cosío Villegas o Frank Tannenbaum recomendaban avanzar con tiento y equilibrio, sin echar las campanas a vuelo, pero en 1946 el sistema político mexicano estrenaba un presidente, Miguel Alemán que parecía la imagen misma del triunfo, el "Cachorro de la Revolución". Derechas e izquierdas se subordinaron a la visión de un país que podía alcanzar en unos cuantos años el status de potencia industrial, guiado paternal y autoritariamente por los herederos de la "familia revolucionaria", jóvenes abogados que se apeaban del caballo para subirse en un Cadillac.

La propaganda triunfalista duró por varias décadas. Según los voceros del sistema, México tenía una posición histórica inmejorable: una economía de mercado como en el Primer Mundo (con limitaciones, pero activa y funcional), un Estado benefactor como en el mundo socialista (sin campos de trabajo, policía secreta ni ideología de Estado). La realidad (no la mala suerte, ni la ira divina) probó lo contrario: el sistema tenía las desventajas económicas del bloque socialista (pesada e ineficiente burocracia, corrupción, falta de innovación) sin las ventajas políticas del Occidente democrático.

A partir de 1968, cada fin de sexenio pareció el fin del mundo. Era algo menos cósmico, más terrenal y urgente: el reiterado anuncio del fin del sistema, que muchas voces intentaron advertir como una apelación a una reforma profunda del pacto social en México, un cambio que presuponía, desde entonces, la disolución del monopolio del PRI y el tránsito a la democracia. Lejos de asumir ese camino arduo, difícil pero seguro, en tiempos de Salinas el sistema contagió al ánimo público de un optimismo excesivo e incauto que llegó a la franca arrogancia. Y como en 1847 a 1910, en 1994 los problemas irresueltos, latentes, nos estallaron entre las manos. Ahora hemos vuelto a caer en el desánimo, la desconfianza y la depresión. La conciencia pública sabe que el sistema está quebrado pero no sabe hacia dónde nos dirigimos. No hay claridad de rumbo ni horizonte. Hay la sensación de estar a la deriva. Y sin embargo, lo cierto es que no estamos condenados fatalmente a la inseguridad, la miseria de las mayorías, la explosión demográfica, la guerrilla, la corrupción, la impunidad, la ineficiencia. Estos males no son imaginarios ni desaparecerán por obra de la Providencia, pero tampoco carecemos de hombres y recursos para superarlos.

¿Qué se necesita para romper el círculo vicioso de la ciclotimia nacional? No un psicoanálisis colectivo (aunque no nos haría daño), sino algo más práctico y asequible: doblar la página de la historia y entrar en 1997, sin exaltación ni abatimiento, en un capítulo inédito, el de la realidad democrática. Para abrirlo, lo ideal sería la alternancia del poder lo cual presupone, obviamente, que exista la posibilidad clara, transparente, convincente de esa alternancia. Nada nos asegura hoy por hoy este desenlace. Hay varios escollos, pero quizá el más grave sea el que ahora se discute. Si la reforma electoral en curso refrenda el financiamiento multimillonario para el PRI, estará avalando la compra masiva de votos (el uso de dinero público -como se sabe- ha sido la savia, la sangre y combustible del corrupto sistema político mexicano). De lograrse este propósito del sistema (que sus propios jerarcas han declarado como un asunto de vida o muerte) el país no doblará la página en 1997 sino que enfrentará una depresión aún mayor de la que padece actualmente.

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