Diálogo con Ramón Xirau
Mis diálogos con Ramón Xirau comenzaron mucho antes de conocerlo, con la lectura de su revista. Se llamaba Diálogos y era, en la atmósfera febril de los años sesenta, un milagro de equilibrio y mesura, de buen juicio y buen gusto. Más variada y plural que la Revista Mexicana de Literatura (representativa de los cincuenta), menos ideológica que la gran Revista de la Universidad (sobre todo en la época posterior a la sabia dirección de Jaime García Terrés), Diálogos era una publicación hospitalaria con sus autores, sus temas y sus géneros. Un espacio de armonía al abrigo de los vientos cruzados de la política.
Ilustrada a menudo con dibujos de los grandes pintores de la Generación de la Ruptura, impresa en grueso papel color crema con su sencilla portada tipográfica en una tinta, Diálogos cumplía la promesa inscrita en su nombre: hacía dialogar, en la convivencia de la página y las sutiles correspondencias de sus textos, a autores de diversas lenguas y países. En Diálogos publicaron Paz y Malraux, Chomsky y Aron, y centenares de autores más. Quizá su mérito mayor fue recoger la tradición humanística de Alfonso Reyes, fallecido apenas en 1959. Fue esa filiación la que seguramente convenció a Víctor L. Urquidi -por entonces Presidente de El Colegio de México- de adoptarla en esa institución poco tiempo después de que Xirau tuviera la osadía de lanzarla a la venta. Fue una decisión feliz. Nos regaló veinte años (1965-1985) de diálogo civilizado.
Casi todos los que en México nos dedicamos a las tareas culturales somos, de una u otra forma, hijos o nietos (y ahora bisnietos) del Exilio Español. Sin embargo, sólo en casos contados esa filiación fue directa, biológica. Dos nombres me vienen a la mente: Joaquín (hijo del escritor Enrique Díez Canedo) y Ramón (hijo del filósofo Joaquín Xirau). El primero dedicó su vida a los libros, primero en el Fondo de Cultura Económica y más tarde en su benemérita editorial Joaquín Mortiz. El segundo fue más inquieto y diverso en sus afanes. Antes de editar Diálogos, fue por casi quince años el verdadero animador del Centro Mexicano de Escritores (por donde pasaron, entre muchos otros, Rulfo, Arriola, Elizondo, Aridjis, Rosario Castellanos). Su trayectoria como profesor de filosofía ha sido igualmente larga y fructífera en el Liceo Franco-Mexicano, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (su alma mater), El Colegio de México y El Colegio Nacional.
Mi diálogo indirecto con Xirau continuó justamente en su carácter de maestro de filosofía, cuando mi primo Miguel Kolteniuk, su alumno en la Facultad, me recomendó su Introducción a la historia de la filosofía, que leí de un sentón y aún conservo lleno de inocentes subrayados, preguntas y apostillas. Tiempo después, el diálogo virtual se amplió a los ámbitos de la literatura, en particular a su obra crítica. José Emilio Pacheco -que contribuyó decisivamente a la vida de Diálogos y fue por un tiempo su Secretario de Redacción- ha escrito que la poesía mexicana debe mucho a Ramón Xirau, sobre todo después de Tres poetas de la soledad, su obra sobre Gorostiza, Villaurrutia y Paz (editada en la colección México y lo mexicano en 1955). "En esas páginas -apunta José Emilio- se estableció nuestra gran tradición moderna y comenzó el pleno reconocimiento de Paz".
José Gaos nos dijo una vez que en su vida había "cabalgado siempre entre la historia y la filosofía". Creo que esa condición era común a varias figuras notables de la Generación del 98: Ortega y Machado aunaron filosofía y literatura (el ensayo, la poesía) y Unamuno cabalgó entre la filosofía, la literatura y la mística. Nacido en Cataluña en 1924 y llegado a México en 1939, en sus libros y sus cátedras, Ramón Xirau ha "cabalgado" no sólo entre océanos, países, culturas e idiomas (sólo escribe poesía en su idioma materno, el catalán) sino también entre las vocaciones de creación, contemplación y pensamiento que definieron a aquella extraordinaria generación. Pero acaso su vena más íntima, la que impregna su poesía y su prosa, sea el misterio de lo sagrado. Entre los libros que ha publicado sobre el tema hay un ensayo que me conmueve particularmente: es el que dedica al libro de Job. Xirau advierte en ese texto bíblico el tránsito del Dios vengativo de los ejércitos al Dios misericordioso que descubre su propia capacidad de amar a través del amor absoluto que, a despecho del dolor indecible que ha sufrido (dolor infligido por el propio Dios, tentado por Satán), le profesa Job.
Desde 1976 hasta hoy he tenido la fortuna de dialogar con Ramón en persona. A veces en el silencio de su biblioteca de maderas blancas en San Ángel, con sus colecciones finísimas y sus retratos familiares. Otras en las comidas y cenas que organiza esa anfitriona perfecta que es Ana María. Otras más, en la sobremesa de Cuernavaca, rodeado de buganvilias prodigiosas y óleos ancestrales. Fue en la quietud de su sala donde un grupo de escritores convocados por Octavio Paz planeamos una noche la revista Vuelta. Y ha sido allí donde, en las décadas siguientes, los amigos nos hemos reunido para hablar bien de la República de las Letras y mal de la República del Poder.
No en el centro de esas tertulias ni en la cabecera sino a un lado, se sienta Ramón. Habla poco, habla entre dientes, habla con un eco del catalán, habla con una sonrisa tierna y resignada. "Xirau es joven -escribió Paz- porque no ha perdido la capacidad de asombro". Tal vez por eso afirma poco y pregunta mucho. Por más de medio siglo, su persona y su obra han regado con agua ecuménica el árbol de la cultura mexicana. ¡Que sigan los diálogos, Ramón, por muchos años!
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