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Testigo del siglo

Ha llegado la hora de los balcanes históricos. Cada persona, familia, pueblo o nación hará el suyo. Habrá análisis cuantitativos y cualitativos, temáticos o cronológicos, optimistas o sombríos. Yo quisiera intentar un género distinto, un balance biográfico: mirar al siglo a través de un protagonista anónimo que lo vivió con los ojos abiertos.

Wyzkow, el pequeño pueblo polaco, intranscendente pero típico, donde nació en 1893, parecía una fortaleza cerrada en el espacio y detenida en el tiempo. Con la inminencia del fin de siglo XIX todo comenzó a cambiar vertiginosamente. Como tantos otros miembros de su generación, aquel joven creyó en la magia de las fechas. Las continuas novedades de la técnica y la ciencia parecían presagiar un progreso similar en los ámbitos sociales y políticos.

De pronto sobrevino la Gran Guerra de 1914. Fue como un error de cálculo o un estallido absurdo de la naturaleza. Nadie la explicaría nunca de manera convincente. Nadie imaginaba que la ferocidad humana pudiese llegar a esos extremos. Algunos abrazaron un fanático militarismo. Otros -como él, que se rehusó a la conscripción- se volvieron pacifistas radicales. Unos y otros llenaron el hueco de la perplejidad con las poderosas ideologías construidas por los profetas del siglo XIX.

En 1917, la Revolución Bolchevique pareció una aurora de la humanidad: representaba la igualdad entre los hombres, la disolución de las clases sociales, la promesa laica de redención. Muchos jóvenes europeos -él entre ellos- atribuyeron todos los males al egoísmo capitalista, estudiaron al marxismo como una ciencia, lo practicaron como una religión. Al poco tiempo, una inmensa columna de humo cubrió el horizonte, apareció el Fascismo y más tarde el Nazismo. Aunque el motor histórico de aquellas ideologías era distinto (la clase obrera, la nación italiana, la raza aria) las tres compartían un mismo desdén por los valores del liberalismo clásico, otorgaban al Estado un poder sin precedentes y creían haber descubierto el libreto de la historia.

Mientras tanto, la historia siguió abriendo caprichosamente su caja de sorpresas. Acosados por la discriminación racial, nacional y social, pero guardando en el corazón la promesa socialista, muchos europeos se dispusieron a emprender el Éxodo al nuevo mundo. El era judío y estaba entre ellos. México fue su tierra de salvación. En poco tiempo se desataría, como un preludio ominoso, la Guerra Civil Española y, tres años después, la Segunda Guerra Mundial. Por cartas, por rumores, por artículos periodísticos, los inmigrantes se enteraron de lo inimaginable: los campos de concentración y la maquinaria de muerte de los nazis. Quedarían marcados para siempre por esa experiencia. El perdería a su padre, sus dos hermanas y su hermano menor. La muerte de un millón de niños en las cámaras de gases le pareció, desde entonces, el mayor horror de la historia humana.

Al poco tiempo, otras cartas, rumores y artículos trajeron malas nuevas de la Unión Soviética, a la que habían considerado la tierra del porvenir. Un hermano suyo exiliado en Siberia atestiguaría, increíblemente, que el universo concentracionario y el aparato de terror estatal no eran especialidad de los malos, los nazis y los fascistas, sino también de los "buenos", los socialistas. El siglo XX llegaba a su primera mitad dejando atrás la mayor carnicería de la historia humana; no había progreso, había regresión. En aquel hombre, el alivio por la derrota nazi-fascista compensaba apenas el dolor que el producía la destrucción de su ideal juvenil. Cerrada para siempre la puerta de la religión, desmentida la fe social de los primeros años, ¿quedaba algo en qué creer, alguien en quién confiar? ¿Había que hundirse en el cinismo o la desesperanza? ¿Debía el hombre concentrarse en su vida privada y olvidar el resto?

Entonces, perdidas las ilusiones, descubrió con sorpresa que el Occidente liberal existía y que era suyo. El Occidente de Churchill con la "V" de la victoria. El Occidente de Roosevelt. No el villano de la historia, ni la caricatura de los manuales marxistas, sino una entidad histórica habitable, menos inhumana que la falsa tierra prometida confiada al liderazgo de un Estado totalitario (fascista, nazi o comunista) que sacrificaba hombres concretos en el altar de las ideas abstractas. Existía el Occidente liberal y sus instituciones: la democracia, los derechos del hombre, las libertades cívicas, el Estado benefactor. Creaciones insípidas para una sensibilidad de fondo religioso, pero creaciones que limitaban al poder impersonal y propiciaban -o al menos no coartaban- el desarrollo de las personas.

En la vejez comenzó a echar cuentas del siglo y de su siglo, y el balance no resultó del todo negativo. Conforme avanzaba el tiempo, la ciencia y la técnica conquistaban en años lo que antes tomaba siglos. Aquel escenario oscuro de su infancia, entre libros religiosos y ancianos bíblicos, parecía casi prehistórico. Ante sus ojos advinieron, como en una segunda Creación, el avión, el automóvil, los antibióticos, el cine, la radio y la televisión. Ese progreso acelerado era atribuible a la libertad individual en Occidente, libertad que hacía posible el florecimiento de la cultura en todas sus manifestaciones (incluidas las manifestaciones de crítica contra Occidente). Ese desarrollo no ocurrió en las sociedades cerradas u ocurrió a contrapelo, en la clandestinidad. "Ahí donde se queman libros se termina por quemar a las personas", había escrito su admirado poeta, Heinrich Heine, en 1842. La profecía se había cumplido un siglo después en Alemania y, en cierto sentido también, en la Unión Soviética y China. En el Occidente liberal se cometían innumerables crímenes e injusticias pero no se quemaban libros ni personas. No alcanzó a ver el derrumbe del comunismo pero lo entrevió: "es una caricatura cruel de nuestros ideales, un cascarón vacío, una prisión gigantesca".

En el fondo, era un anarquista tolstoiano cuyo ideal era la pequeña comunidad armónica, un sastre que veía el trabajo como una forma del arte. Nunca dejó de pensar que los capitalistas se ahogaban en "las heladas aguas del cálculo individual". Al mundo occidental le faltaban los valores primordiales -piedad, compasión, humildad, caridad, solidaridad- y le sobraban síntomas de vacuidad: hedonismo, banalidad, consumismo ciego. Por eso no era optimista. Habiendo vivido un siglo en el que los gobiernos nazis y comunistas sacrificaron juntos a casi 200 millones de personas, no podía serlo. Y sin embargo, el hecho misterioso es que murió, en 1976, con una sonrisa en los labios.

Quizá su contento postrero correspondía a la psicología del sobreviviente. Pero su serenidad era más profunda y amplia, y se resumía a unas cuantas fórmulas muy sencillas. La historia, finalmente, no tiene un guión, el guión lo hacen los hombres día tras día. Es su riesgo y responsabilidad. La humanidad no es redimible, pero es mejorable. No desterrará nunca el dolor, el hambre, la enfermedad, la miseria, pero sí puede aliviarlos si se lo propone. No conciliará al león y al cordero, pero puede negociar la paz entre ellos. El siglo XX había sido el más cruel en términos absolutos y relativos de la historia humana, pero había combatido eficazmente a sus demonios internos y corregido el rumbo hacia los valores originales de la Revolución Francesa. Mala cosa es llegar a viejo sin llegar a sabio, decía el bufón del Rey Lear. Aquel hombre -mi abuelo, incidentalmente- llegó a viejo y, según creo, también a sabio. Su siglo, en alguna medida, llegaría también.

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05 diciembre 1999