Saber perder
Aunque a nadie le gusta perder, perder es una experiencia tan natural en la vida de las naciones, las sociedades, las empresas, las familias y las personas que quien no aprende a perder tampoco sabe ganar. El asunto es bastante obvio en términos morales, pero tratándose del progreso democrático de un país merece el rango de primer mandamiento: aprenderás a perder.
No basta perder, para saber perder. La historia nos ha infligido varias derrotas de las que no siempre supimos extraer una lección de prudencia. Hay que leer bien las derrotas para ponderarlas con claridad y prevenirlas. A través de los siglos hemos exagerado, por ejemplo, la dimensión negativa de la Conquista ya sea olvidando sus varias facetas constructivas, generalizando la experiencia mexica o trasfigurando su drama en un agravio latente que tarde o temprano encontrará su compensación o su venganza. Esta persistencia en la visión de los vencidos no condujo a la sabiduría sino al derrotismo.
La derrota contra los Estados Unidos fue mejor asimilada. Aquel traumático episodio indujo casi de inmediato a una reflexión por parte de los mayores pensadores de la época, no sólo de Alamán -que lo había previsto y temido por muchos años- sino de los liberales para quienes la invasión significaba un doble cataclismo: el de su propio país y el de su ingenua idealización de los Estados Unidos. Sin la comprensión realista de la derrota -sus causas remotas, sus motivos prácticos, las vías de evitar su recurrencia- es inimaginable la victoria de los liberales frente a la intervención francesa, y la larga y fructífera tradición de nacionalismo mexicano que se fincó desde entonces.
Los conservadores y los liberales fueron malos perdedores y, por eso mismo, malos ganadores. En vez de concebir la política como un método de convivencia, la degradaron convirtiéndola en un arma de supresión: no "tu y yo" -en competencia abierta, civilizada, racional- sino "tu o yo", en guerra santa. Maximiliano supo perder con gallardía y tal vez por eso Juárez -que también había perdido batallas, compañeros y hasta familiares cercanísimos- dictó al restaurar la república uno de los documentos de concordia más ejemplares de nuestra historia política. Pero la inconformidad de Porfirio Díaz ante la derrota electoral de 1871 y su golpe de Estado en 1876 desterraron por más de 30 años la posibilidad misma de la competencia. La Revolución continuó esa tradición: entrar a balazos, salir a balazos. La muerte antes que la derrota. Y, ¿qué otra cosa ha sido hasta hace muy poco el PRI, sino una vasta y complejísima maquinaria para disipar el fantasma de la derrota?
Por querer prevenir una derrota que a sus ojos parecía casi cósmica, el régimen de Díaz Ordaz se manchó de sangre. Por querer ganarlo todo en 86, el gobierno perdió en Chihuahua la oportunidad de un derrota que le hubiese dado la iniciativa democrática. Dos años más tarde, la victoria electoral del PRI fue en el fondo una derrota, pero ni siquiera una derrota aleccionadora salvo en la ambigua aceptación de los resultados electorales adversos al PRI en algunos estados de la República. Sólo ahora, ante la presencia de una oposición real que en su conjunto es mayoritaria, el PRI ha a empezado a conocer el sabor de la derrota.
"El PAN pierde porque tiene mentalidad perdedora", decía Francisco Barrio en su primera campaña para la gubernatura de Chihuahua en 1986. Tenía cierta razón. No en balde Gómez Morín había hablado de la estoica vocación del PAN como una "brega de eternidades". La eternidad se adelantó algunos siglos y el PAN ha ganado un espacio político inimaginable hace apenas una década, pero su ascenso ha sido tan súbito que no está clara la actitud que asumirían sus caudillos y sus huestes en el caso de una derrota absoluta o relativa en las próximas elecciones federales. La conducta de Barrio en Chihuahua debería ser su pauta: perdió por fraude en el 86, ganó limpiamente en el 92 y perdió la sucesión en el 98. En el tránsito, prestó un servicio invaluable a su estado: en la doble alternancia, Chihuahua aprendió no sólo las reglas sino la cultura de la democracia.
Cuauhtémoc Cárdenas ha seguido un camino similar al de Barrio: "perdió" en las turbias elecciones del 88, pero no llamó a la revolución y ni siquiera a la desobediencia civil sino a crear la más sólida institución de la izquierda democrática en el siglo XX: el PRD. Perdió nuevamente -esta vez sin comillas- en el 94, pero no se desanimó. La estrategia democrática rindió dividendos: en 1997 Cárdenas arrasó en el DF y su partido alcanzó el segundo lugar nacional en la Cámara de Diputados. Desde entonces, por razones varias y complejas, el PRD y su cacique-caudillo han declinado en la preferencia ciudadana. ¿Sabrían asimilar una eventual derrota -en el Legislativo, el Ejecutivo, el DF- en julio del 2000? Los riesgos están menos en la actitud -por lo general prudente- de Cárdenas, que en un desprendimiento revolucionario por parte de las alas impacientes del PRD. Esas mismas formaciones radicales deberían recordar la experiencia de Vallejo en 1959 y los líderes estudiantiles del 68: el "todo o nada" lleva a la nada.
Pero es el PRI, aferrado ininterrumpidamente al poder desde hace 70 años, quien tiene la responsabilidad mayor en la consolidación de la democracia. Será difícil que en el 2000 recupere su hegemonía en la Cámara de Diputados. Más aún, quizá la pierda en el Senado. Lo mismo puede ocurrir en el Ejecutivo. ¿Cuál sería su actitud en esos casos? ¿La desbandada, el cisma, la rebelión interna, el boicot al gobierno de oposición entrante? ¿O un escenario de madurez: un PRI autocrítico que replantea sus estrategias, sus proyectos y organización para siglo democrático? Por fortuna, no hay que esperar hasta el 2 de julio para entrever la respuesta: si el día de mañana, las elecciones son transparentes y tras ellas prevalece un espíritu de concordia, el PRI habrá pasado una prueba de fuego: la buena administración interna de la derrota. Si el que pierde no pierde sino arrebata, entonces el mensaje al ciudadano estará claro: el nuevo PRI es el viejo PRI.
Reforma