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¡Hasta la derrota siempre!

En un país como México, cuya experiencia central -histórica y mítica- en el siglo XX fue una revolución social; en un país como México, que sigue siendo -en las palabras de Humboldt- el reino de la desigualdad, la izquierda debería haber accedido al poder público desde hace mucho tiempo. Nacida en 1919 -si se parte de la fundación del Partido Comunista- o en 1901 -si la fecha clave es la creación del gran bastión anarquista, el Partido Liberal- puede afirmarse ya con plena certeza que, en términos políticos, la izquierda mexicana dejó escapar inédito el siglo XX. Lo peor para ella, y para quienes quisiéramos su transformación en un movimiento realmente moderno, es que su horizonte parece sombrío. A despecho de los extraordinarios avances en las elecciones legislativas y del Distrito Federal en 1997, no sería difícil que en el año 2000 el PRD (la más sólida y seria institución de la izquierda política en el siglo) descienda en la preferencia de los electores. Una derrota de Cárdenas podría significar una vuelta a la marginalidad.

Las razones de ese probable fracaso van más allá de sus recientes descalabros. No hay duda de que el triste espectáculo de las elecciones internas y las acres querellas entre sus líderes y facciones dañaron su imagen. Pero el problema estructural de la izquierda (no sólo del PRD sino de sus diversas organizaciones políticas, sociales, académicas, periodísticas, cívicas y, desde luego, revolucionarias) es su terco apego a paradigmas insostenibles en el mundo de hoy. No me refiero, por supuesto, a los valores generales de preocupación social que siguen vigentes y constituyen su identidad Me refiero sobre todo a su impronta revolucionaria. Ese apego produce estupendos manifiestos a la opinión pública, tumultuosas manifestaciones, artículos incendiarios, airadas protestas en Internet, valerosas cartas a la redacción, eficaces secuestros de instituciones, calles, plazas o territorios: ríos, mares, océanos de buena conciencia. Lo que no produce son votos.

Hay razones antiguas que explican esta vasta vocación de irrealidad. La izquierda mexicana nació absurdamente divorciada del liberalismo. Ese fue su pecado de origen: la renuncia a un impecable espacio ideológico que muy pronto ocupó el camaleónico PRI. (Por su parte, los gobiernos "emanados de la Revolución" no dejaron nunca de atraer a su ancho seno personajes, instituciones o programas de izquierda). Otra falla profunda, más de índole moral que intelectual, ha sido su falta de autocrítica. La izquierda mexicana nunca vio de frente -ni se hizo cargo, aunque fuese simbólico- de la sangre y lodo que dejó a su paso el socialismo real en el siglo XX.

Pero hay varios otros motivos, más cercanos y decisivos. Uno de ellos es la conducta errada de sus líderes. En la década de los noventa dos han alcanzado estatura nacional: Cuauhtémoc Cárdenas y el Subcomandante Marcos. Ambos han estado por debajo de las exigencias. Tal vez Cárdenas ha hecho un mejor papel en el D.F. de lo que sus detractores -que son legión- quieren reconocer. (Un ejemplo, a mi juicio, es la buena labor del procurador Samuel del Villar). Pero ya sea por razones de mala comunicación o de simple ineficacia, lo cierto es que su popularidad en el D.F. ha decaído. Más grave aún es su relación con el PRD: puertas adentro, la figura de Cárdenas corresponde más a la de un cacique que a la de un líder.

En algún lugar de las montañas del Sur fuma su pipa el otro protagonista, un caudillo de vieja cepa apodado Marcos. Su error, repetido en varias ocasiones, fue la renuncia a convertirse en el líder largamente esperado de la izquierda mexicana. Prefirió seguir labrando su leyenda: el coqueteo con el martirio, la romántica gloria, el destino heroico, las cada vez más cursis y soporíferas homilías a la nación, a la humanidad, al universo, todo menos la simple y llana victoria política.

Junto al desvarío de sus líderes está la infinita proliferación de sus sectas radicales. Son ellas, a no dudarlo, las que mantienen secuestrada a la Universidad como uno más de los movimientos tácticos de esa "revolución blanda" que vincula al llamado "sótano de México", desde la zona zapatista hasta el "municipio autónomo del Pedregal". El ciudadano común y corriente no deja de homologar estos actos de chantaje social con las esporádicas apariciones de la guerrilla dura en Guerrero y Oaxaca. Para un sector de la opinión, la izquierda aparece como un entramado de actitudes e ideas violentas. Pero las balas, así sean virtuales, son un mal argumento electoral.

Finalmente incide el carácter reactivo, negativo, anticuado y vago de su programa. El ciudadano sabe lo que la izquierda, por excelentes razones, rechaza (desigualdad, analfabetismo, pobreza, inseguridad, injusticia social) pero no sabe qué planes alternativos concretos tiene para desplazar y superar a ese monstruo de mil cabezas: el neoliberalismo.

¿Qué hacer? A partir de mañana, justamente lo contrario: alentar el crecimiento de auténticos líderes (no caudillos ni caciques), deslindarse clara y definitivamente de las sectas milenaristas, ejercer la crítica de las revoluciones en el siglo XX (desde la soviética hasta la cubana, desde las duras hasta las blandas) e idear un programa positivo, práctico, basado en unos cuantos temas (el campo, la mujer, los indígenas, la pobreza extrema).

De cara al pasado, su mejor proyecto sería retomar la casi perdida vinculación con el liberalismo clásico y convertirse en la vanguardia de una profunda reforma jurídica en México. De cara al futuro, su mejor proyecto sería aliarse selectivamente con el PAN (en los niveles municipales, estatales y federales, tanto del Ejecutivo como del Legislativo) para lograr la alternancia de poder en México. No diré que para la izquierda negarse a la alianza es un suicidio, pero sí un error, uno más en su larga historia, pero un error que le resultará costosísimo.

Reforma

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