Diplomacia activa
"Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos." Todos conocemos la frase atribuida, acaso falsamente, a Porfirio Díaz. Si no la inventó pudo haberla inventado. El recuerdo de la invasión de 1847 y el uso tangible de la política del "big stick" por parte de los presidentes Roosevelt y Taft en la región del Caribe y Centroamérica ocuparon los días y desvelaron las noches de aquel largo gobierno y de muchos otros que lo siguieron. Henry Lane Wilson es un nombre que no aparece en ninguna historia norteamericana, si acaso en alguna vieja bibliografía diplomática. Para nosotros es el embajador que asesinó a Madero y de ese modo contribuyó a desatar la guerra civil y a posponer por casi un siglo la democracia en México. No es casual que nuestro nacionalismo político se haya definido siempre en términos negativos, como una defensa frente al "Coloso del Norte".
En una sobremesa de la reciente gira, Carlos Slim hacía el recuento puntual de las actitudes defensivas, reactivas y aun pasionales (justificadas, por supuesto, en muchos casos) de cada presidente mexicano en el siglo XX y observaba que, comparado con casi todos ellos, Fox representa un cambio real frente a los Estados Unidos: la adopción de un nacionalismo dinámico, ofensivo y activo. A Carranza, en efecto, lo movía un resentimiento (mexicano y coahuilense) que le impidió pisar siquiera el territorio gringo durante los años álgidos de la Revolución. Obregón los trataba más al tú por tú, pero tuvo que ceder en los Tratados de Bucareli. Calles los enfrentó al punto del rompimiento, hasta que Morrow (con sensibilidad y pragmatismo) comenzó por primera vez una labor de acercamiento que su sucesor, Josephus Daniels, continuó a pesar de la expropiación petrolera. La política del "buen vecino", el fugaz panamericanismo durante la segunda guerra, el trato cuidadoso a Miguel Alemán en la inmediata posguerra y los programas migratorios en tiempos de Ruiz Cortines parecieron enfilar la relación hacia una relativa normalidad, pero la irrupción de la Cuba comunista y el recrudecimiento de la Guerra Fría tuvieron un efecto divergente.
En el Congreso norteamericano en 1967, Díaz Ordaz reclamó (con gallardía, por cierto) a los Estados Unidos que fuesen tan atentos y sensibles a los pasos de sus enemigos y tan indiferentes con respecto a sus vecinos y amigos. Echeverría optó por enfrentarlos en varios aspectos y foros. López Portillo llegó a pensar que con la súbita abundancia petrolera podía vengar siglos de agravios y hasta reconquistar el territorio. De la Madrid capeó el temporal reaganiano (eran tiempos de guerrilla en Centroamérica) hasta que la caída del Muro de Berlín y el alba de la globalización favorecieron un cambio de óptica en los Estados Unidos hacia quienes Alan Riding, en 1985, había llamado, con plena razón, sus "vecinos distantes". Por razones geopolíticas y geoeconómicas, las condiciones del TLC estaban dadas.
Por parte de nosotros, prevaleció siempre la desconfianza y el resentimiento. Por parte de ellos, el desdén, la ignorancia y el racismo. Pero a fines del siglo XX ambos vecinos descubrieron que no sólo iban a convivir por los siglos de los siglos sino que debían hacerlo en el papel de socios. Puestas las bases para el libre intercambio comercial, es natural que en la abultadísima agenda resaltara el tema migratorio. Si bien la nuestra no es la frontera más trágica del mapa moderno (piénsese, por ejemplo, en las fronteras de Polonia, Rusia y Alemania, en las balcánicas o las de Oriente Medio), es sin embargo una franja de grandes potencialidades pero también de peligros cotidianos: un laboratorio que puede crear monstruos o prodigios. La marcha hacia el norte de millones de mexicanos no se va a detener por más que algunos representantes en el Congreso estadounidense esgriman razonamientos legalistas para encauzarla o desactivarla, y es precisamente allí, en la migración, donde la diplomacia activa de Fox ha puesto la pica en Flandes.
Casi todos los medios norteamericanos resaltaron, en efecto, el cambio de actitud. Nada barroco, directo como son ellos, Fox los "sorprendió" al poner fecha tentativa a la compleja agenda migratoria: la regularización en los papeles de al menos tres millones de mexicanos, la expedición de las visas, la seguridad en la frontera, el esquema de trabajadores invitados y los planes de desarrollo en las regiones de donde provienen principalmente los emigrantes. Su discurso en la ceremonia de bienvenida fue una versión internacional de aquel famoso "hoy, hoy, hoy" que le funcionó bien durante la campaña. La pieza bilingüe en el Congreso fue elegante y eficaz: el foco de atención sobre la palabra "trust" (que está hasta en los billetes norteamericanos) y la apelación al pasado inmigrante de muchos legisladores y funcionarios (el caso obvio de Powell, por ejemplo) como elemento central del "American dream", no son sólo argucias retóricas (como apuntó un congresista) sino argumentos de fondo que tocaron a la opinión pública y que no será fácil desechar. Ese "Melting pot" en el que hace un siglo cupieron creativamente irlandeses, judíos, italianos, polacos, reclama ahora la participación equitativa de los mexicanos. A sabiendas de la legitimidad democrática que cimienta su gobierno y desde esa plataforma, Fox ha resaltado la "oportunidad histórica" que se abre para una nueva relación y los riesgos ciertos de no verla y aprovecharla.
Sentarse a la izquierda de Jesse Helms no es nada difícil (toda la humanidad está allí). Me tocó en suerte (digámoslo así) y para mi sorpresa le escuché planes concretos sobre programas de empleo temporal a los migrantes. Con todo, cabe dudar de que el Congreso norteamericano digiera la "enchilada completa" -como se le ha llamado al paquete migratorio-. Pero alienta atestiguar que esta vez el Ejecutivo no está solo en su actitud activa: el Poder Legislativo mexicano (con representantes de los principales partidos) opera sin mediaciones, de manera profesional y cotidiana, con sus pares en el Congreso. A esa labor de los dos poderes debería acompañar otra, no menos machacona, por parte de nuestros grupos empresariales y sindicales, instituciones académicas, medios de comunicación y los líderes de opinión, en el sentido de proyectar el nuevo paradigma de dinamismo afirmativo en diversos foros de los Estados Unidos. Una, dos, tres mil picas en Flandes pueden hacer milagros.
Pero con todo lo importante que es el frente externo, no hay pica que aguante sin solidez en el frente interno. Nada ayudará más a los mexicanos de fuera que la consolidación democrática por parte de los mexicanos de dentro, la unión en lo esencial de las fuerzas políticas para arribar al pacto necesario y echar a andar las políticas públicas que ya no pueden ni deben esperar. De no ser así, las grandes palabras pronunciadas en Washington por los presidentes y los aplausos en el Congreso pueden quedar en meros fuegos artificiales cuyos rescoldos avivarán el viejo resentimiento. Y para Fox, un desenlace así implicaría un enorme riesgo que a nadie beneficiaría: volverse una especie de Gorbachov mexicano, laureado afuera, desacreditado dentro. Hoy por hoy el riesgo es remoto. En las manos del actual Congreso mexicano está el reducirlo y comenzar el siglo XXI -puertas adentro y afuera- en la práctica común de un paradigma histórico nuevo, un paradigma de mayor fuerza, autonomía y madurez.
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