Puente sobre el río bravo
La lista de agravios de los Estados Unidos a México tiene más cifras que la deuda externa. Desde los tiempos del "Destino manifiesto" a principios del siglo XIX hasta la última vejación al último indocumentado que seguramente ocurre en este instante, el comportamiento de los Estados Unidos con sus vecinos del sur ha conocido todas las variedades de la violencia y el menosprecio. No se necesita ser radical para reconocerlo, basta con ser un demócrata consecuente: ¿Quién en México no recuerda a Henry Lane Wilson, el embajador de los Estados Unidos que tramó en 1913 el asesinato del demócrata más puro de la historia mexicana, el Presidente Francisco l. Madero?
Con todo, el olvido es más ancho que la memoria. La animosidad del mexicano hacia el gringo se ha vuelto más legendaria que real. Los primeros agravios históricos, en particular la Guerra de 1847 y la anexión de más de la mitad del territorio original, son hechos poco vigentes. A pesar de los monumentos, las fechas, las estatuas, los libros de texto y los discursos políticos que la recuerdan, la invasión es un suceso distante, sepultado por varios otros terremotos sociales que ocurrieron tras ella como la guerra de Reforma (1858-1861), la Intervención Francesa (1862-1867) y, sobre todo, la Revolución Mexicana (1910-1920). A la lejanía temporal de aquella malhadada guerra, se aunó la falta de una memoria viva. La razón es sencilla: los territorios que el país perdió se hallaban poco poblados. Por ello no fueron escenario directo de pasiones nacionalistas similares a las que brotan ahora en toda la Europa secuestrada por el comunismo o, más dolorosamente aún, en el Medio Oriente.
La historia que siguió a la invasión separó profundamente a estos dos disímbolos países, pero no volvió a enfrentarlos en una querella mayor. Mientras que Europa y sus colonias modificaban incesantemente sus fronteras, el mapa de América permanecía casi intacto. Grandes imperios coloniales desaparecieron o estallaron en pequeñas e inestables naciones. Otros más engulleron el espacio de minorías raciales o religiosas que, aferradas a sus irredento s territorios, esperaron pacientemente a izar de nuevo sus banderas nacionales. Estos reacomodos, cuya fuerza casi tectónica es una de las mayores sorpresas de nuestros días, no fueron característicos del Nuevo Mundo y en especial de América del Norte. "Entre la debilidad y la fuerza, el desierto". Estas palabras de Sebastián Lerdo de Tejada, uno de los grandes políticos liberales del siglo XIX, expresan la divergente marcha histórica de los dos vecinos. Desde mediados del siglo XIX, a despecho de varios momentos de tensión, cada país se concentró en sí mismo. Las redes del ferrocarril propiciaron el tránsito creciente y espontáneo de personas, bienes y servicios, pero no tendieron un verdadero puente sobre el Río Bravo. De un lado quedó la debilidad desconfiada, del otro la fuerza desdeñosa. Enmedio quedó un desierto de ignorancia e incomprensión mutua, pero no de enemistad, ni siquiera de una permanente animosidad.
"La sangre pudo haber llegado al río", como reza el refrán, en muchas ocasiones. si no llegó fue merced al buen juicio de muchos gobernantes mexicanos, a la sabiduría de algunos gobernantes norteamericanos y a la diosa Fortuna. Si en la guerra de Intervención hubiese ganado Francia, si los Confederados hubiesen triunfado sobre los yanquis, si Woodrow Wilson no hubiera sido el presidente durante los años críticos de la Revolución Mexicana, si Coolidge hubiera hecho caso a quienes lo instaban a invadir al "Soviet Mexico"… la Guerra del 47 no hubiese sido la última. Por fortuna, además de la Fortuna, la diplomacia mexicana hizo su parte. Se dice que Porfirio Díaz (Presidente de México entre 1876 y 1911) fue el autor de la frase "Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos". Cierta o falsa la atribución, Díaz manejó las relaciones con el inmenso cuidado de quien domestica una fiera: cumplió sus compromisos financieros, cabildeó sutilmente en Washington, fortificó sin aspavientos la frontera y, sobre todo, diversificó calladamente los vínculos mexicanos hacia los otros puntos cardinales: nos reconcilió con Europa, nos acercó a Centroamérica, nos abrió una ventana a Japón.
La Revolución Mexicana es inexplicable sin la influencia norteamericana en 1o diplomático, militar, político, financiero etc ... La lección fue siempre clara: ganaría quien contara con el apoyo de Washington. Lo notable es que esta dependencia no se tradujo en sumisión ni en agresividad excesiva. A partir de entonces, la norma a 10 largo del siglo ha sido una prudente distancia como la que estableció Venustiano Carranza, el más nacionalista de los presidentes mexicanos. Por un lado expropiaría para el Estado todos los recursos del subsuelo. Por otro se negó a oír las sirenas del famoso Telegrama Zimmerman en el que Alemania prometía a México nada menos que la reintegración del territorio anexado en 1847. Del lado norteamericano hubo también gobernantes sensatos. Un ejemplo: sin la política del "buen vecino" de Roosevelt la expropiación petrolera de 1938 hubiese sido un casus belli.
Aunque los problemas comunes son cada vez más complejos y muchas veces dramáticos, durante los últimos cincuenta años las relaciones cotidianas y oficiales entre estos dos vecinos ha adquirido un tono de normalidad que muchos países envidiarían. El mexicano que, vejado o no, alcanza "el otro lado" regresa si puede, si no, remite sus "verdes", pero en todo caso no pierde las creencias religiosas, las ligas familiares, las formas mexicanas de comer, festejar, amar y morir. El mexicano que se queda es bombardeado, como todo el mundo, por la machacante cultura popular norteamericana, pero ni esa cultura lo empobrece ni se asimila a ella sin discriminación. Los norteamericanos, por su parte, han fundido en el melting pot oleadas de inmigrantes mexicanos y en el proceso de asimilación se han visto a su vez modificados por la nueva cultura. Con todo, estos procesos no han logrado tender un puente definitivo: en el fondo, seguimos siendo, como dijo Alan Riding, "vecinos distantes".
Hoy la diosa Fortuna nos juega un nuevo truco: el reacomodo económico mundial nos mueve a convertir la distante vecindad en una sociedad. Las defensivas virtudes de la diplomacia que nos mantuvieron al margen de la guerra por casi 150 años, no serán ya tan necesarias en la nueva etapa: lo que hará falta es complementariedad en todos los niveles, la cual supone el mutuo conocimiento. Para esto, nuestra vecindad nos ha preparado mal. Paradójicamente, si nuestra enemistad hubiese sido más aguda (como los alemanes y los polacos o los polacos y los rusos) nos conoceríamos mejor. Somos aún más distintos que distantes. Dejemos a un lado las inmensas diferencias económicas. En términos políticos, para citar sólo un ejemplo, los Estados Unidos son una verdadera república, representativa, democrática y federal; los Estados Unidos Mexicanos lo son en la letra de la Constitución, no en la realidad: nuestras costumbres políticas tienen el sabor arcaico de una monarquía dieciochesca. Por más que queramos esquivarla, la verdad es que los dos países provienen de dos matrices diversas y opuestas en muchos sentidos. En la vida de las culturas los minutos se miden en siglos. A pesar de los cambios en la superficie de la vida, nuestros países siguen siendo 1o que fueron en su inicio: Nueva España y Nueva Inglaterra.
Los mexicanos y los norteamericanos hemos reflexionado muy poco sobre nuestras diferencias porque nos hemos concentrado demasiado en nosotros mismos. Entre la mentalidad de la Fortress America y la política del Bigstick, los Estados Unidos han vivido dos siglos de espaldas a la historia mundial. Por razones en cierta forma inversas -su fijación con el pasado-, México ha vivido también obsesionado con su propia imagen. Ambos tienen ahora la necesidad de salir de sí mismos para asociarse en un esfuerzo inédito de comp1ementariedad. Entre la fuerza y la debilidad, ya no puede mediar el desierto, ni siquiera ese río que ha sido testigo de tanta discriminación y violencia. Entre la fuerza y la debilidad debe mediar un puente de conocimiento mutuo tendido por la prensa, los medios de comunicación, los representantes populares, los escritores, artistas y académicos. Un puente sobre el cual un mexicano y un norteamericano se respeten, reconozcan, comercien, pacten, discutan, no como estereotipos históricos sino como personas.
El Norte
*Ese texto se compiló en Textos heréticos