Liberalismo sin partidos
Para José Gutiérrez Vivó
Hacia 1921 se desvaneció el último partido con la palabra "liberal" en sus siglas: el Partido Liberal Constitucionalista. El PLC contaba con miembros en el gabinete y tenía mayoría en la Cámara. Quiso hacerla valer, pero el invicto general Álvaro Obregón no tenía tiempo para sutilezas parlamentarias. No sólo no contemporizó con ellos sino que toleró un asalto al Palacio Legislativo al grito de... "¡Viva la Revolución Rusa!" Fue el último adiós del Estado al liberalismo.
En los años veinte los partidos políticos crecieron como hongos: los había nacionales, estatales y locales. Sus siglas revelaban una similar búsqueda de legitimidad en las corrientes ideológicas o políticas de moda: todas colectivistas, ninguna liberal. Así se fundaron varios partidos influyentes, ligados siempre a figuras políticas de renombre, entre otros el "Nacional Agrarista", de Soto y Gama, ligado a Obregón; el "Laborista Mexicano", de Morones, ligado a Calles; el "Nacional Cooperativista", de Prieto Laurens, ligado a De la Huerta; el "Comunista", fundado por el hindú Manabendra Nath Roy; el "Socialista del Sureste", fundado por Carrillo Puerto; el "Nacional Antirreeleccionista", ligado al filósofo y educador José Vasconcelos. Todos desaparecieron tras el ocaso de sus creadores o patronos. Además, en términos ideológicos, sus nomenclaturas resultaron parciales. Había que encontrar una que reinara sobre todas, y Calles encontró la que, a la postre, triunfaría, en la guerra de las siglas: el Partido Nacional Revolucionario, luego transformado en el Partido de la Revolución Mexicana y finalmente en el Partido Revolucionario Institucional.
A partir de 1929 se crearon otros partidos, que tampoco reivindicaron en sus siglas la palabra liberal. Algunos casi de membrete, como el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana; otros ligados parcialmente a un líder carismático, como el Partido Popular Socialista de Lombardo Toledano, o el Partido Demócrata Mexicano, "el del gallito", vinculado al sinarquismo ultramontano de Salvador Abascal. El común denominador de ésos y otros partidos fue su falta de solidez institucional. La excepción a la regla fue, desde luego, el Partido Acción Nacional, creado desde un principio con pautas democráticas, y destinado, no a conquistar el poder, sino a la paciente "brega de eternidades".
Los partidos de cuño revolucionario mexicano consideraban que el movimiento armado y la Constitución de 1917 representaban un progreso sobre los principios liberales -supuestamente anacrónicos- de la Carta de 1857. Pero, para no desocupar por entero la plaza, sus ideólogos principales (el más destacado fue Jesús Reyes Heroles) construyeron una obra respetable que pretendió trazar una continuidad entre los liberales de 1857 y los constituyentes de 1917. La supuesta convergencia entre el orden liberal y el priista fue criticada por unas cuantas voces (notablemente, la de Cosío Villegas) que sabían que el sistema político mexicano contradecía los postulados más elementales de una democracia liberal.
Por su parte, los partidos de cuño revolucionario socialista o comunista (algunos ligados a Moscú, otros dispersos en infinitas sectas o extraviados en las ideologías revolucionarias) desecharon como un anatema la posible convergencia con la tradición liberal. Esa confluencia podía haberlos librado de la clandestinidad (a veces heroica), y haberles dado presencia nacional y votos.
Por su cercanía a la Iglesia Católica, el Partido Acción Nacional estaba impedido a reconocer expresamente el legado liberal. Todo lo liberal sonaba a jacobino. Las siglas del PAN, como se sabe, provienen de Action Française, el influyente partido de derecha fundado por Charles Maurras en Francia. Pero hay un dato que a menudo se olvida: el carácter liberal de la lucha universitaria de 1933, que está en el origen del PAN. Guiados por el rector Gómez Morín, quienes libraron esa lucha por la libertad de cátedra y de expresión, frente a un Estado que pretendía imponer la "educación socialista" (que Jorge Cuesta llamó la "nueva política clerical"), fueron católicos liberales como el propio Gómez Morín y Antonio Caso. No en balde fue Caso quien acuñó la frase "Parecían gigantes" para referirse a los liberales de la Reforma. En sus mejores momentos (su lucha parlamentaria en los cuarenta, la presidencia de Adolfo Christlieb Ibarrola, las elecciones de los ochenta) el PAN ha sido -en términos políticos- heredero del maderismo. Por desgracia, la otra cara del PAN, la clerical, dogmática e intolerante, no es menos poderosa. Y para colmo, la propensión panista a legislar sobre la vida privada sigue siendo un pesado lastre antiliberal.
¿Podrían los partidos redescubrir ese legado? El PRI podría reivindicarlo, con enormes esfuerzos de autocrítica y una decidida actitud modernizadora. Es improbable que lo haga. En cuanto al PAN, a juzgar por su dirigencia actual -antiliberal en casi todos sentidos- no puede ni quiere reconocerse en esa herencia. La gestación de un liberalismo católico no sería impensable (no lo fue en la época de la Reforma), pero requeriría un arrojo extraordinario y la posibilidad de tomar distancia de la Iglesia Católica, enemiga mortal del liberalismo desde el siglo XVIII. ¿Y el PRD? Mucho más que sus antecesores (el PSUM, el PMT; el PSD, etcétera), el PRD se ha acercado a asumir como propia la vida democrática, pero está muy lejos de entender, mucho menos de arrogarse, el legado liberal. Aunque es quien defiende con mayor denuedo la separación de la Iglesia y el Estado, las actitudes dogmáticas de sus dirigentes y sus órganos periodísticos revelan una intolerancia "clerical", a veces "inquisitorial". Y su plataforma -como vio hace años Gabriel Zaid- se parece menos a la de los liberales del siglo XIX que a la de sus acérrimos enemigos, los conservadores: Estado protector de la identidad nacional, las corporaciones (en aquel tiempo militares y eclesiásticas, en el nuestro sindicales, académicas, burocráticas), odio contra Estados Unidos, etcétera.
En México el liberalismo está vivo. En su versión moderada (lejos del viejo jacobinismo o de las doctrinas económicas de un rígido laissez faire), lo profesa y practica sin saberlo una buena parte de la población, que cree en la democracia, aprecia la libertad en todas sus manifestaciones, exige tolerancia e igualdad de derechos, sueña con un Estado de derecho y con un Estado eficiente, responsable, acotado y honesto. México es, en buena medida, liberal, pero el liberalismo mexicano no tiene representación en los partidos, que van a la zaga de la sociedad. Por fortuna, el liberalismo puede encontrar otras vías de participación ciudadana paralelas, aunque no contrarias, a los partidos. Tal vez ésa sea, entre nosotros, su mejor vocación.
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