Vasconcelos y la aurora de México
Al frente de la SEP, José Vasconcelos fue un caudillo cultural, que creyó en la educación como palanca privilegiada de construcción social.
En una mañana como hoy, el 9 de julio de 1922 a las once horas, José Vasconcelos, titular de la recién fundada Secretaría de Educación, pronunció el discurso de inauguración de este edificio. La Orquesta Sinfónica Nacional tocaba la "Marcha heroica" de Berlioz. En el pódium se encontraban el Presidente Álvaro Obregón, varios miembros del gabinete y el rector de la Universidad, Antonio Caso. Asistieron, además del personal docente y administrativo, tres mil niños de las escuelas del Distrito Federal y otros mil provenientes del interior de la República. El banquete, con todo y sus 1,420 pares de cubiertos (provistos por la tlapalería La Cadena), costó, según documentos oficiales del Archivo Histórico de la Secretaría, 7,113 pesos con 45 centavos.
El texto de Vasconcelos fue una especie de homilía cívica. No era el primer encargado de la educación que tenía un concepto casi sacerdotal de su misión. Justo Sierra (el gran agnóstico liberal y positivista, que en sus años postreros no sólo propició la enseñanza de la metafísica, sino que visitó, conmovido y casi transfigurado, el Santuario de Lourdes) había sido también un espíritu místico: fincó su concepción de la historia de México en una especie de religión paralela, la "religión de la patria", y registró en sus libros la necesidad de volver a las raíces formativas del alma nacional tal y como las concibieron y practicaron los grandes misioneros del siglo XVI.
Vasconcelos retomaría esa idea con sorprendente imaginación, energía y originalidad. Para hacerlo estaba incluso mejor equipado que Sierra, porque su familia provenía de las entrañas mismas de ese México fundacional, de Oaxaca. De ese estado ("fábrica de místicos y soldados", diría Alfonso Reyes) había salido de muy niño para comenzar el destino errante que lo marcaría casi toda su vida: de la zozobra cotidiana en la estación de Sásabe al áspero contacto con el mundo anglosajón en El Paso, de la quietud provinciana de Campeche a la ajetreada Ciudad de México en tiempos porfirianos, del próspero despacho de abogado a la azarosa Revolución maderista, de las veladas literarias del Ateneo de la Juventud al fugaz Ministerio de Instrucción Pública en el gobierno de la Convención de Aguascalientes, de la paz del hogar a las tórridas pasiones amorosas, de la escritura de programas y panfletos revolucionarios a la composición de sus primeras obras de filosofía; de Nueva York a Londres, de México a Lima, de la cúspide al exilio, del exilio a la Rectoría de la Universidad y de allí al Ministerio de Educación que -según apuntó aquella mañana- "ya está sagrado por el esfuerzo creador y... tiene el deber de convertirse en fuente que mana, el polo que irradia". Acababa de cumplir 40 años de edad y se veía en el espejo no humeante sino cristalino del civilizador que recogía el legado del humanismo indígena y español, oriental y clásico, para ofrecerlo, como un nuevo vehículo de redención, al pueblo de México. En su discurso explicó esta síntesis y anticipó su profecía cultural, La raza cósmica:
Algo de esto quise expresar en las figuras que decoran los tableros del patio nuevo, en ellas Grecia, madre ilustre de la civilización europea de la que somos vástagos, está representada por una joven que danza y por el nombre de Platón que encierra toda su alma. España aparece en la carabela que unió este contingente con el resto del mundo, la cruz de su misión cristiana y el nombre de Las Casas... La figura azteca recuerda el arte refinado de los indígenas y el mito de Quetzalcóatl, el primer educador de esta zona del mundo. Finalmente, en el cuarto tablero aparece Buda envuelto en su flor de loto, como una sugestión de que en esta tierra y en esta estirpe indoibérica se han de juntar el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur... en una nueva cultura amorosa y sintética.
En la obra habían trabajado por un año más de seiscientos hombres. Sobresalían a su juicio los canteros, labradores de columnas y cornisas, estatuas y arcadas, y los carpinteros que, organizados en una Sociedad Cooperativa de Ebanistas, fabricaron los muebles (sillerías, libreros) que hasta el día de hoy se encuentran en los interiores, entre ellos quizá el famoso escritorio del Ministro con la estatua de Minerva, "la patrona y la antorcha" de la Secretaría, cuya efigie -esculpida por Ignacio Asúnsolo- aparece también en el remate de la fachada al lado de dos motivos nietzscheanos: la inteligencia apolínea y la pasión dionisiaca.
Durante el siglo XIX, el predio había alojado varias instituciones: la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, la Escuela de Párvulos, el Ministerio de Gobernación, el Colegio Nacional de Niños y hasta la Lotería Nacional. En 1911 se había reformado el inmueble que lo ocupaba, para trasladar allí la Escuela Normal de Maestros, pero los terremotos naturales y sociales lo redujeron a una "montaña de escombros". Se necesitaba una visión reconstructora y Vasconcelos la aportó "sin más estímulo -dijo- que mi confianza en la Revolución". El nuevo edificio tiene una "unción como de templo", no sólo por haber alojado en su remoto origen al Convento de las Religiosas de la Encarnación (fundado a fines del siglo XVI), sino por representar una vuelta a la noble tradición urbana del virreinato, con sus vastos corredores, sus columnas y arquerías: "Salas muy amplias para discurrir libremente y techos muy altos para que las ideas puedan expandirse sin estorbo. ¡Sólo las razas que no piensan -agregó el Ministro, en un típico desplante- ponen los techos a la altura de la cabeza". "El patio del fondo -recordaría años después, en El desastre, tomo tercero de sus memorias- era uno de los más bellos ejemplares del Renacimiento español de la Colonia. Seguir ese mismo estilo en toda la obra era lo indicado. Y antes de que se terminaran los planos, se comenzó a descombrar y a cavar". Vasconcelos encomendó los trabajos a un diligente ingeniero -Federico Méndez Rivas-, tal vez porque no necesitaba un arquitecto para plasmar su concepción: él era un arquitecto de la educación.
Su arquitectura educativa tenía dos grandes pilares: los libros y las artes. La labor del maestro, las escuelas rurales y urbanas y la enseñanza de toda índole (científica, técnica, elemental, normal, indígena) tenía, para Vasconcelos, una importancia menor. Por extraño que parezca, el "Maestro de América" (que acaso nunca impartió clases formales) sostenía expresamente que "Las escuelas no son instituciones creadoras". En su discurso inaugural dedicó un párrafo apenas al Departamento de Escuelas que coordinaba los colegios de casi todo el país. A las otras dos palancas educativas les dio, en cambio, un tratamiento especial: "El departamento de Bibliotecas -explicó detalladamente- cuenta con sus oficinas y su almacén y en los bajos dispone de local para una biblioteca de más de diez mil volúmenes, todos realmente útiles y de sistema eficaz, no como el de nuestras antiguas instituciones donde sólo la polilla tiene acceso a la letra impresa. Una sala anexa se dedicará especialmente a biblioteca infantil de tipo norteamericano, con colecciones de estampas fotográficas y mapas de instrucción y el recreo de los niños. Estarán estos salones abiertos de tarde y noche para todos los que sufren sed del espíritu y contendrán además colecciones de duplicados para hacer préstamos a los que gusten de tener por compañero el libro en la soledad".
Aquella fue, diría Vasconcelos, "la primera inundación de libros que registra la historia de México". Tenía razón. En 1920 existían en México apenas 70 bibliotecas (39 de ellas públicas); en 1924 -cuando dejó el Ministerio- había ya 1,916 y se habían repartido por todo el país 297,103 libros. Vasconcelos creía que "la biblioteca en muchos casos complementa a la escuela y en todos la sustituye". Había cinco tipos de bibliotecas: públicas, obreras, escolares, diversas y circulantes. La colección más sencilla se componía de doce volúmenes, que además de las materias habituales (aritmética, física, biología, etcétera...) incluía Los Evangelios, El Quijote y la antología de las Cien mejores poesías mexicanas. A Vasconcelos le importaba mucho arraigar en México la biblioteca pública, tal como las había visto operar en sus exilios en Norteamérica, como un centro eficaz de vitalidad intelectual y conocimiento. Y junto con los maestros misioneros, que recorrían el país llevando (como nuevos franciscanos o dominicos) la buena nueva de un gobierno preocupado por su población más necesitada y ansioso de darle las luces de la cultura, las "bibliotecas ambulantes" fueron quizá la creación más conmovedora del espíritu vasconceliano. "Estaban compuestas -según explicaba Jaime Torres Bodet- de cincuenta volúmenes que se hacen circular en una caja de madera que puede ser acarreada a lomo de mula, a fin de que llegue a regiones a donde no alcanza el ferrocarril".
Vasconcelos editó decenas de autores clásicos con el sello de la Universidad (había sido, como se sabe, el autor de su lema: "Por mi raza hablará el espíritu"). Aquellas célebres ediciones empastadas en verde se regalaban en muchos sitios, por ejemplo en la Fuente del Quijote en el Bosque de Chapultepec. No faltaría quien señalase la pobreza de algunas traducciones o citara los comentarios irónicos de Obregón, cuando veía a los campesinos analfabetas y miserables y se preguntaba si habían leído ya los Diálogos de Platón. Lo cierto es que el esfuerzo dio frutos sustantivos. Quizá por primera vez, México se sintió responsable de la producción masiva de libros y se planteó la idea de crear una industria editorial: "Para hacer una obra de verdadera cultura -apuntó en el prólogo a las Lecturas clásicas para niños- es menester comenzar con los libros, ya sea escribiéndolos, ya sea editándolos, ya traduciéndolos".
Su convicción echó raíces. En 1921, en los breves meses del rectorado universitario y por iniciativa de Vasconcelos, un estudiante de leyes y discípulo de Antonio Caso emprendió la traducción de un libro clave en la filosofía y la vida de Vasconcelos: las Enéadas de Plotino. Aquel joven era uno de los muchos universitarios que se sumaban al llamado de "hacer algo" por el México que apenas despertaba del doloroso y revelador decenio de la Revolución. Unos traducían libros, otros (como Carlos Pellicer) acudían a las vecindades para enseñar a leer y escribir, otros más impartían clases en la Preparatoria, escribían para El Maestro, la revista de la Secretaría, o trabajaban en las diversas antologías de lectura que se preparaban, especialmente para niños y mujeres. Al cabo de muchas décadas, aquel traductor recordaba, con nostalgia: "Entonces se sentía fe en el libro, y en el libro de calidades perennes; y los libros se imprimieron a millares, y a millares se obsequiaron. Fundar una biblioteca en un pueblo pequeño y apartado parecía tener tanta significación como levantar una iglesia y poner en su cúpula brillantes mosaicos que anunciaran al caminante la proximidad de un lugar donde descansar y recogerse". Ese muchacho cercano a Vasconcelos era Daniel Cosío Villegas. De esa experiencia extrajo la inspiración original que en 1934 lo llevó a la creación del Fondo de Cultura Económica, la mayor editorial mexicana del siglo XX.
Los grandes maestros del Ateneo (Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes) trasmitieron a sus discípulos un respeto absoluto por los libros. Por los libros antes que por las cátedras o conferencias. Eran grandes lectores y notables autores. En las páginas de autobiografía colectiva casi todos recuerdan discusiones, veladas, lecturas, como un general recordaría batallas y estrategias: cada libro representaba el territorio de una conquista intelectual. Vasconcelos, por su parte, imprimía a esa actitud un matiz religioso. Distinguía, por ejemplo, entre "los libros que leía sentado y los que leía de pie", cuando un texto lo movía a una exaltación casi litúrgica. Por eso no sorprende el orgullo con que recordaba el rescate y conversión de antiguos recintos religiosos en bibliotecas. "Inauguramos -escribiría años después, en su exilio de los años treinta- una biblioteca al costado de la Secretaría, en la antigua y hermosa nave de un templo que de otro modo hubiese ido a dar a manos de los militares". Se refería a la Biblioteca y la Sala de Banderas Hispanoamericanas, que con el tiempo se conocería como "Biblioteca Iberoamericana". La decoraba un mural de Roberto Montenegro, con el tema de "La unión de los pueblos latinoamericanos".
La otra palanca educativa eran las artes. Los exilios de Vasconcelos no habían sido sólo políticos o amorosos, sino intelectuales y sobre todo estéticos. Horas interminables en los museos ingleses y norteamericanos: ninguna musa le era ajena, a todas las veneraba (salvo a Clío, la de la historia, que le pedía un espíritu de serena acuciosidad y equilibrio que no tenía). En sus ensayos filosóficos interpretaba el mundo como una danza del espíritu que se eleva hasta alcanzar una armonía musical, "pitagórica". Sin ser poeta, novelista o ensayista, era todo ello en una síntesis literaria a veces profetizante y desvariada, pero siempre poderosa y genuina. Amaba la escultura (como atestigua la simbología del edificio) y tenía la mirada de un constructor renacentista. "Hagamos que la educación nacional entre en el periodo de la arquitectura", decía Vasconcelos, y se propuso hacer de cada escuela mexicana un "palacio con alma" para que los niños, pobres, descalzos y hambrientos, vivieran en palacios las mejores horas de su vida y guardaran recuerdos luminosos de su escuela.
La estética -que en la arquitectura filosófica de Vasconcelos supeditaba la ética- dominaba todo su proyecto. "El Departamento de Bellas Artes -escribe en El desastre- tomó a su cargo, partiendo de la enseñanza del canto, el dibujo y la gimnasia en las escuelas, todos los institutos de cultura artística superior, tal como la antigua Academia de Bellas Artes, el Museo Nacional y los Conservatorios de Música". La pedagogía para párvulos incluía cantos, recitaciones, dramatizaciones y dibujo. Muy ligadas a esta concepción estaban los conservatorios, orfeones, el teatro popular, los métodos indígenas para la enseñanza del dibujo. Dos ideas afines eran el aseo obligatorio -jabón y alfabeto- y la ocurrencia de que los niños escucharan música de Palestrina en la escuela. El teatro al aire libre, que se escenificaría en el nuevo estadio, tendría un papel estelar. Vasconcelos imaginaba fastos griegos o romanos: "Un gran ballet, orquesta y coros de millares de voces".
Pero el arte que reflejó más estrechamente su proyecto de redención por la vía de la estética fue, como todos sabemos, la pintura mural. Hacia 1931, en el pequeño ensayo "Pintura mexicana", subtitulado "El mecenas", Vasconcelos pone en boca de Dios estas palabras: "En el seno de toda esta humanidad anárquica aparecerán periódicamente los ordenadores: para imponer mi ley, olvidada por causa de la dispersión de las facultades paradisiacas. Serán mis hombres de unidad, jefes natos... ¡Por ellos vence el ritmo del espíritu! Budas iluminados unas veces, filósofos coordinadores otras, su misión será congregar las facultades dispersas para dar expresión cabal a las épocas, a las razas y al mundo". El se pensaba, a un tiempo, el mecenas y el filósofo coordinador sin cuya intervención los muralistas habrían quedado -según su extraño concepto- en "medianías ruidosas". Era el portador de "un ideal de elevación" para quien ejecuta la obra de arte y para quien la contempla. "...Los que sirven orgullosamente a un ideal -había escrito Plotino, en la Enéada sobre la belleza- se sobreviven; se trasladan al plano eterno... Y en sus obras hallamos el temblor de las mismas manos que tejen y destejen la creación". Vasconcelos tuvo la extraordinaria originalidad de llevar a la práctica, en un plan educativo del siglo XX, las ideas estéticas de un filósofo neoplatónico del siglo III.
En su discurso de inauguración, Vasconcelos informó que "para la decoración de los lienzos del corredor", había invitado a "nuestro gran artista, Diego Rivera". Rivera tenía ya dibujadas "figuras de mujeres con trajes típicos de cada estado de la República y había ideado para la escalinata un friso ascendente que, partiendo del nivel del mar con su vegetación tropical, se trasformaba en el paisaje de la altiplanicie y terminaba en los volcanes". Esas pudieron haber sido, quizá, las pautas iniciales, algo inocentes, que el mecenas había dado al artista. "La plástica -escribió en De Robinson a Odiseo- no es un asunto sino una de las maneras de expresar asuntos; una de las voces del ser y no el ser. Esto hace indispensable que el mecenas no sólo dé más monedas, sino también el plan y el tema".
En todo caso, tras pintar el Anfiteatro Bolívar anexo a la Escuela Nacional Preparatoria, Diego Rivera aceptó ocuparse del Primer Patio, mientras Jean Charlot, Xavier Guerrero y Amado de la Cueva tenían a su cargo el segundo. Por su parte, Carlos Mérida trabajó en los muros de la biblioteca infantil y Roberto Montenegro en las oficinas principales. Al poco tiempo, Diego avasalló con su fuerza y productividad a Charlot y De la Cueva, y absorbió la obra completa: 239 tableros que abarcan una superficie de 1,585 metros cuadrados. Los temas específicos que Diego fue hilvanando, desde 1923 hasta la culminación del conjunto en 1928, no pudieron haber sido dictados por Vasconcelos por las razones que él mismo da en uno de sus opúsculos, El pesimismo alegre: "Las mejores épocas artísticas son aquellas en que el artista trabaja con libertad personal, pero sujeto a una doctrina filosófica o religiosa claramente definida". Esa doctrina era la Revolución Mexicana, interpretada por Diego con una carga de idealismo social y materialismo histórico (y estético) que no correspondía al talante de Vasconcelos. El mundo del trabajo (la hilandería, la agricultura, la minería, la tintorería), las fiestas mexicanas con todo su estruendo y colorido, no eran temas afines al temple místico del Ministro, que condescendía poco, aun en sus memorias, a la descripción de los escenarios sociales. Los suyos eran el cielo y la naturaleza, escenarios de Dios, intocados por el hombre. O un solo hombre, él mismo, tocado por la pasión y el absoluto. Con todo, entre Diego y Vasconcelos existió una corriente de simpatía: ambos (el filósofo y el artista) creían en la redención social a través del arte.
Han transcurrido ochenta años desde ese momento de fundación. Si no recuerdo mal, no hubo grandes festejos en 1972, al conmemorarse el 50 aniversario de esta institución; tampoco en 1997, a los 75 años. Y no es casual: el protagonista de esta hazaña no fue un caudillo de los de a caballo, sino un caudillo cultural que creyó en la educación como palanca privilegiada de construcción social, y en la democracia como la única forma legítima de organizar el poder. Para colmo, después del 29 Vasconcelos se convirtió en un enemigo de los gobiernos militares de la Revolución y un crítico implacable de la corrupción. Sus errores posteriores (que los tuvo por supuesto: varios, dolorosos, incomprensibles) arrojaron una cortina de humo sobre el mérito histórico de su obra original, quizá el legado mejor y el más limpio que nos dejó la Revolución Mexicana.
"Que la luz de estos claros muros sea como la aurora de un México nuevo, de un México espléndido", concluyó José Vasconcelos aquella mañana. Y uno quisiera ahora repetir esa frase y desear que el México democrático que acaba de nacer (no sólo el gobierno) encontrara la fuerza, la sabiduría y la claridad necesarias para acometer las difíciles empresas que necesita llevar adelante. Desconozco, por supuesto, las fuentes de donde manan esos dones. Pero sé que no están allí donde se relega a la cultura humanística y se desprecia a los libros.
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