Shogunes mexicanos
Porfirio Díaz nunca ocultó sus simpatías hacia el Imperio del Sol Naciente: las expresaba en el trato especial a sus diplomáticos, y hasta en ciertas minucias de gusto artístico como el consentimiento (nunca llevado a cabo) de establecer al lado de las pirámides de Teotihuacán un jardín japonés. Menos inocente para Washington resultó el rumor de que la Bahía Magdalena (lugar del Pacífico norte que tradicionalmente se rentaba a los norteamericanos para sus maniobras navales) iba a ser adquirida por los japoneses. Tras la caída de Díaz por la Revolución en 1911, un observador de la época comentó: "A Díaz le costó la presidencia andar coqueteando con Japón".
Porfirio Díaz gobernó al país de manera casi ininterrumpida de 1876 a 1911. Corría la leyenda -infundada, seguramente, pero significativa- de que Díaz tenía origen japonés por el apellido de su madre, Petrona Mori. Por el tiempo, la firmeza y aun sabiduría con que gobernó al país, y por los apoyos locales que tejió entre los caciques ("daimios") se asemeja a los Tokugawa. Por su ímpetu de modernización recuerda a los Meidyi. La suya es la biografía final de las varias que se entrelazan y recrean en Siglo de caudillos, historia biográfica de los "shogunes mexicanos" que transitaron y dejaron huella en la historia entre 1810 y 1910, desde el comienzo de la Guerra de Independencia contra España hasta el estallido de la Revolución Mexicana.
La palabra "caudillo" en español merecería provenir de "cauda" -como la falda o cola de un cometa-, pero en realidad viene del latín "capitellum", es decir, cabeza: "el que encabeza, guía, manda a la gente en una guerra". No en todas las lenguas sus sinónimos encajan con su sentido. El caudillo mexicano no es precisamente un "führer", porque no tiene tentaciones totalitarias, tampoco un mero "chieftain" militar, un mafioso "capo" o un endiosado "duce". Se acerca a un "leader", pero no sólo encabeza un empeño colectivo secular sino que basa su dominio en un elemento casi sagrado que Max Weber llamó carisma. Todos los personajes del Siglo XIX, siglo de caudillos, tienen esa aura que comparten con los grandes jefes de la Revolución Mexicana (Emiliano Zapata y Pancho Villa) y con el ahora evanescente "Subcomandante Marcos". Llamarlos "shogunes mexicanos" es incurrir, claramente, en una licencia, pero tal vez (al menos en algunos casos) no en una falsedad. Todos vivieron tiempos de zozobra y guerra, desgarrados entre la gravitación de un rico pasado tradicional (indígena, católico, español) y un futuro inaplazable de libertad política y desarrollo económico. Varios personajes tienen el corte clásico del héroe que enfrenta, con valor y dignidad, su destino ineluctable. Al menos uno llega al extremo de suicidarse (¿inconscientemente?) al estilo japonés, en un harakiri con su propia espada. Muchos mueren en combate, frente al pelotón de fusilamiento, en el destierro o el cruel olvido. Hay personajes románticos venidos de Europa, como el príncipe austriaco Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota, a quienes Napoleón III (y su mujer, la española Eugenia de Montijo) convencieron de que México podía ser el imperio que soñaban.
Otros caudillos parecen más bien profetas armados salidos del Viejo Testamento o modernos ayatollahs fundamentalistas. Los triunfadores de la historia son dos personajes singulares, un abogado de origen indígena (Benito Juárez) y un militar también de cuna humilde, el creador de la larga Pax Porfiriana -eco mexicano de la Pax Tokugawa-: el amigo de Japón, Porfirio Díaz.
A casi diez años de su publicación, Siglo de caudillos, la historia de esos shogunes mexicanos, se traduce ahora al japonés. El libro representa -o aspira a representar- un modesto aporte en la relación cultural entre los dos países. Porque es en el ámbito de la cultura donde ha habido una cierta continuidad en nuestros vínculos. A la labor pionera de Covarrubias siguió la original producción literaria de José Juan Tablada, el poeta que visitó Japón en 1900 y a partir de entonces escribió una obra (haikús, memorias, estampas, poemas) a la que singulariza -en palabras de Octavio Paz- "su economía verbal, humor, lenguaje coloquial, amor por la imagen exacta e insólita".
El propio Octavio Paz vivió en el Japón hacia 1951, publicó ensayos sobre cultura y literatura japonesas, cultivó amigos y tradujo a Basho. Con el paso del tiempo, otras esferas del arte y la cultura acercaron a los pueblos: la pintura y la arquitectura, la cocina y el jiu-jitsu. Los principales escritores japoneses son leídos y apreciados en México, y varios autores mexicanos han sido traducidos al japonés. Ahora le toca a un género distinto: la biografía.
Ojalá Siglo de caudillos llegue a ser un pequeño eslabón en la cadena, o mejor, una imagen histórica suspendida en el tiempo, como las figuras flotantes del mural de Cuernavaca
La elaboración de este texto debe mucho al libro de Enrique Cortés: Relaciones entre México y Japón durante el Porfiriato (Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1980)
Reforma