Refundar el PRI
El PRI cumplirá 75 años de vida en 2004. Debería festejarlos con una refundación. No necesita cambiar de sede ni de siglas. Lo que necesita es alentar el voto libre, responsable, realista, informado, moderno, de sus 221 diputados, en torno a las grandes reformas estructurales que el país requiere, en particular a la reforma integral de las finanzas públicas.
En sus primeras tres décadas, los dirigentes del PRI mostraron -además de sentido común- tres sentidos no muy comunes: sentido histórico, sentido de Estado, sentido de la realidad. Se necesitaban todos para pensar y ejecutar la operación cohesiva que llevó a la fundación del PNR (1929), la no menos compleja incorporación al PRM de los sectores sociales y del Ejército (1938), y la transferencia pacífica y voluntaria de poder de los militares a los civiles durante la tercera refundación del partido (1946). Gracias a esos cimientos, en un marco internacional de turbulencia, México consolidó la paz, el estado social benefactor y un régimen civil. Y mientras América Latina se precipitaba en los toboganes de la dictadura o la anarquía, el país gozó de un largo período (1946-1968) de crecimiento económico con estabilidad política.
El PRI perdió el sentido cuando dejó de renovarse. Hasta 1968 había razones que explicaban la tutela colectiva (lastrada por la corrupción y el control corporativista) que ejercía sobre los ciudadanos. Pero en 1968 el sistema mostró la otra cara de su hegemonía: la petrificación. Las voces de crítica liberal que comenzaron a escucharse señalaron la necesidad de cambios, y como remedio no propusieron una reforma "desde afuera" del PRI (a través de la democracia electoral) sino "desde dentro": poner límites a la omnipotencia presidencial mediante una apertura sustantiva de la libertad de expresión y el fortalecimiento de los dos poderes tradicionalmente domesticados, sobre todo el legislativo. Su crítica tenía sentido, pero el PRI no la asumió. Aunque hubo una reforma política limitada en 1979, la falta de diques al poder presidencial hizo crisis en 1982. El poder absoluto lo había corrompido absolutamente. Con el descrédito terminal del sistema, se cerró la opción de cambiar "por dentro", y quedó como alternativa única la democracia sin más. Por desgracia, a diferencia de sus antecesores en 1929, 1938 y 1946, los gobiernos y dirigentes priistas optaron por ganar un tiempo que ya no tenían, y la olla estalló en 1994, cuando se generalizó la impresión de que el presidente Salinas había contravenido la regla número uno de la vida política mexicana: no te reelegirás, ni por interpósita persona.
En el sexenio del presidente Zedillo, no sin conflictos serios con la dirigencia priista, el gobierno admitió que el status quo era ya insostenible y propició el tránsito a la democracia. A partir de entonces se consolidó el IFE y el país comenzó a vivir en un clima inusual de libertad de expresión. Los resultados de esa reforma a través de las urnas no se hicieron esperar. El PRI perdió el poder ejecutivo, pero un sector del electorado (que percibía en él un residuo de liderazgo y oficio político) le refrendó la confianza otorgándole una proporción sustancial de diputados, senadores, gobernadores y presidentes municipales. En medio del desánimo, pocos priistas advirtieron que en la dialéctica del poder, los resultados a largo plazo podían favorecerle. Muerto el sistema político (cortado el cordón umbilical del gobierno y del PRI con el presupuesto y el manejo electoral) el PRI podría contender en condiciones de equidad con los otros partidos. La democracia, literalmente, lo había salvado.
A las cuatro etapas mencionadas del PRI [creación (1929-1946), consolidación (1946-1968), crisis (1968-1994), transición (1994-2000)] siguió un trienio en que la representación legislativa del PRI bloqueó las reformas estructurales y, con ellas, su propia renovación. Su responsabilidad histórica en el estancamiento que sufre el país es, a mi juicio, más grande que la del presidente Fox. Las cosas deben cambiar radicalmente en la nueva legislatura. Para enfilarse con plena legitimidad democrática hacia el 2006, el PRI necesitará ejercer la autocrítica de su desempeño histórico, resolver sus querellas internas, ofrecer buenos candidatos, revisar su programa, pero la mejor señal de renovación sería deliberar con objetividad y votar con prontitud las reformas inaplazables. Para eso deberá superar muchos mitos y esquemas doctrinales, y algunas falsas consideraciones tácticas. No es verdad, por ejemplo, que el éxito relativo de la gestión foxista signifique el fracaso del PRI en 2006. Tampoco el fracaso de Fox significaría el regreso automático del PRI a los Pinos. El futuro del PRI ante los electores -sobre todo ante los electores jóvenes, que desprecian al viejo sistema y no piensan en términos ideológicos- depende del propio PRI, de sus candidatos, y de su contribución inmediata a un progreso tangible, medido en empleos, competitividad internacional, inversiones, viabilidad energética, infraestructura, legalidad y educación. Estos deben ser los nuevos paradigmas de un moderno nacionalismo mexicano. Sobre ellos debe refundarse, por cuarta vez, el PRI, y así ocupar el centro vacante del espacio político nacional. O resignarse a su muerte por anacronismo.
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