Urquidi el visionario
"Hacer algo por México." En esa sencilla frase se resume la enseñanza vital que Daniel Cosío Villegas transmitió a Víctor L. Urquidi, quien fue, en muchos sentidos, su discípulo más cercano. Le decía, si no me equivoco, "Victoriano", y hasta ahora caigo en la cuenta de que aquel sobrenombre cariñoso era también una definición biográfica. "Don Víctor" -como los alumnos de El Colegio de México le decíamos- tenía, en efecto, un estilo austero, estricto, flemático, que provenía quizá de su madre. Creo recordarla vagamente, en alguna reunión, vivaz y carismática, rodeada de un halo de leyenda, como tantas mujeres de la Inglaterra victoriana que se lanzaron a explorar el mundo. Había casado con un diplomático chihuahuense, y habían vivido en Centro y Sudamérica. En ese ambiente cosmopolita había crecido Urquidi que, como su colega, el caballeroso y brillante Josué Sáenz (también fallecido recientemente), se graduó a principios de la Segunda Guerra Mundial en la London School of Economics. Hacia los años cuarenta, creadas ya (a iniciativa de Cosío Villegas y con el apoyo de varios amigos suyos como Manuel Gómez Morín, Eduardo Villaseñor y Gonzalo Robles) la Escuela Nacional de Economía, la revista El Trimestre Económico y el Fondo de Cultura Económica, la Generación de 1915 (nacida entre 1890 y 1905) había cumplido su parte y requería los auxilios de la siguiente camada (nacida entre 1905 y 1920) para poner en práctica, fortalecer, consolidar, acrecentar, profundizar y depurar esa obra de construcción nacional. Esa fue la conexión central entre "Don Daniel" y "Don Víctor": una toma de estafeta, un seguimiento generacional.
Maestro y alumno coincidieron en la famosa Conferencia de Breton Woods, trabajaron en el Banco de México y colaboraron en varios importantes proyectos académicos e institucionales. Los vinculaba mucho más que la anglofilia. Si no me equívoco, había entre ellos una vaga similitud de carácter. Aunque carecía por supuesto del incisivo humor de Don Daniel, guardando siempre la compostura Urquidi sabía ver el lado absurdo de la vida, y sabía sonreír. Pero era tal su conocimiento de las realidades económicas y sociales del país no sólo en sí mismas sino (sobre todo) en comparación con las de los diversos países y regiones del mundo, que no podía sino mostrarse abrumado por la magnitud de los problemas, la lentitud de los avances y la repetida propensión al retroceso. Su desilusión, como la de Cosío, era proporcional al tamaño de la esperanza que ambos habían cifrado en la construcción del país modesto pero equilibrado, ordenado y estable que México había logrado ser durante tres décadas, por el esfuerzo de sus respectivas generaciones. Tan sólida había parecido aquella obra que, gracias a la CEPAL (cuya oficina mexicana dirigió Urquidi entre 1952 y 1958), no sólo México sino la América Latina en su totalidad creía haber encontrado el camino del desarrollo autónomo. Por desgracia, la crisis de los setenta dio al traste con esa y muchas otras conquistas. Consciente siempre de la desigualdad económica y social de México, pero convencido de que el irresponsable populismo financiero no era el camino para combatirla, Cosío Villegas murió en 1976, pensando que México se había condenado. Pero su amigo "Victoriano", que compartía esas preocupaciones, tenía que redoblar esfuerzos. Había que "hacer algo por México".
Tenía entonces 57 años. Ya había hecho mucho y haría más. Llevaba diez años de ser Presidente de El Colegio de México donde dio un impulso sin precedente a los estudios económicos, urbanos y demográficos. En tiempos de Urquidi -escribió Luis González y González- el Colegio pasó "del saber por el saber al conocimiento útil, pragmático, alimentador de ingenierías económicas, políticas y sociales". Pero esa orientación innovadora no ocurrió en demérito de los antiguos centros humanísticos de Historia, Literatura y Estudios Internacionales fundados por Cosío Villegas y Alfonso Reyes, y consolidados por don Silvio Zavala (segundo Presidente de esa institución). De hecho, El Colegio de México reafirmó entonces su vocación humanística al establecer los estudios de Asia y África; acoger en 1967 a la extraordinaria revista Diálogos (dirigida por Ramón Xirau); propiciar, una década después, la fundación de El Colegio de Michoacán, primero de varios centros homólogos con que cuenta el país y que son fruto de una genuina descentralización académica; y crear, en el propio Colegio, el Programa interdisciplinario de estudios de la mujer.
Urquidi fue un visionario en varios campos sensibles de la vida nacional. Recuerdo, por ejemplo, la impresión que causó el suplemento que, a iniciativa de Octavio Paz, editó en septiembre de 1972 para la revista Plural: "Hacia una política de población en México". Ahora que tenemos una tasa de natalidad más razonable se nos olvida el tiempo en que la población crecía al 3.5% anual, con perspectivas de alcanzar los 135 millones de personas en el año 2,000. Urquidi emprendió una cruzada intelectual para evitar el desastre. No se le ocultaban las asignaturas pendientes del "desarrollo estabilizador" (la desigualdad, la pobreza rural y urbana) pero contra las opiniones predominantes en la derecha y la izquierda sostenía: "es evidente que la dimensión demográfica ha cambiado muy apreciablemente y que este hecho no ha penetrado ... en el modo de pensar de quienes juzgan la situación y tendencias de la sociedad mexicana". Había que adoptar con urgencia una política activa que favoreciera la planificación familiar y trabajó incansablemente para exponer y fundamentar sus ventajas. Fue uno de esos raros casos en que el gobierno se mostró sensible, y los resultados están a la vista. De no haberse instrumentado, no viviríamos ahora para contarlo.
Si hay conciencia y memoria y justicia en el mundo académico, algún joven economista emprenderá pronto la biografía intelectual de Urquidi: rastreará, por ejemplo, sus peripecias familiares en la Centroamérica de Sandino y Farabundo Martí; lo seguirá en la Colombia de López Pumarejo y, después, en la Venezuela de Betancourt, cuando América Latina parecía cobrar conciencia de una posible vocación histórica orientada al bienestar social y la libertad individual. Ese futuro investigador leerá los doce libros que escribió (compiló o coordinó) Urquidi; estudiará los 450 artículos y ensayos que publicó sobre una variedad increíble de temas (pensamiento económico, economía y finanzas internacionales, política fiscal, desarrollo de México, desarrollo latinoamericano, integración económica regional, relaciones internacionales, población, educación, ciencia y tecnología) y descubrirá seguramente que el problema demográfico no fue su única zona de clarividencia: entendió las distorsiones del crecimiento urbano, señaló las deficiencias del sistema educativo, lamentó (en tiempos del PRI hegemónico) la falta de participación política y cívica, fustigó el burocratismo y el excesivo proteccionismo, alentó las "pequeñas iniciativas que pueden operar a nivel local y comunitario", advirtió muy a tiempo sobre los peligros de la "petrolización" de la economía, afinó muchas predicciones del famoso Club de Roma, anticipó desde los años ochenta las migraciones masivas del sur oprimido al norte desarrollado y los explosivos cambios en la composición étnica en Europa. Y desde principio de los ochenta comenzó a alertar sobre el mayor de los peligros, tan grande que ahora mismo no hemos cobrado la más vaga conciencia de su significación, tanto en términos globales como nacionales: la posibilidad real de perecer colectivamente no por obra del fanatismo religioso o la guerra nuclear sino por falta de un marco ecológico sustentable.
Cumplidos los ochenta años parecía mucho más joven. Más allá de los misterios genéticos, el milagro lo obraba su curiosidad intelectual (incluida, me consta, la literaria), su interés en analizar y discutir los problemas nacionales y mundiales, sus afectos familiares y el amor de Sheila, su mujer por los últimos 26 años. Aunque no pertenecí al círculo cercano de sus amigos, nunca perdí el viejo contacto que me unía con él desde los tiempos remotos en que por sugerencia de su primo (mi amigo de ingeniería, Juan Bueno Zirión) me aventuré a su oficina y sin más preámbulo le dije que quería estudiar historia. Conmigo, al menos, siempre fue de trato amable y generoso. Sabía alentar las vocaciones. En los años setenta y ochenta, publicó algunos textos proféticos en la revista Vuelta. Pocas semanas antes de su muerte hablamos largamente por teléfono. Ahora entiendo que era su despedida. Me refirió el libro que estaba terminando (una historia económica de América Latina, con el significativo subtítulo de "otra década perdida") e hizo un recuento rápido y emotivo de su travesía intelectual, poniendo especial énfasis en América Latina. Ahora que se ha ido, hojeo con tristeza el extensísimo recuento de sus publicaciones. Y me niego a creer que -en este México polarizado, estridente, confuso, desorientado- el ejemplo de claridad, seriedad y profesionalismo que nos dejó, pudiese morir con él.
Reforma