El culto a Cuauhtémoc
Ahora que el monumento a Cuauhtémoc ha vuelto remozado a su sitio original -o casi-, vale la pena recordar su historia. Porfirio Díaz lo develó en una fastuosa ceremonia el 21 de agosto de 1887. Sentado en un trono real que recordaba el de los monarcas mexicas, con su habitual actitud hierática, Díaz escuchó de dos grandes estudiosos del pasado indígena, Alfredo Chavero y Francisco del Paso y Troncoso, discursos laudatorios en español y poemas en náhuatl que recordaban "las hazañas de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, y los demás caudillos que se distinguieron en la defensa de la Patria". Obra de los arquitectos Francisco J. Jiménez y Ramón Agea, el monumento había tardado casi diez años en completarse. Lo adornaban frisos de Mitla, columnas de Tula, cornisas de Uxmal; escudos, trajes de guerra y armas de combate de Tenochtitlan. En el pedestal de cantera poblana se inscribieron los nombres de los adalides Cuitláhuac, Coanácoch, Tetlepanquétzal y Cacama. En dos de los costados, un par de extraordinarios bajorrelieves en bronce representaban escenas finales de la vida de Cuauhtémoc: su prisión y su tortura. En el primero -obra de Miguel Noreña e inspirada en la versión del propio Hernán Cortés-, Cuauhtémoc toma el puñal del conquistador y le pide que lo mate. La segunda escena -de Gabriel Guerra, y proveniente de diversas crónicas- muestra su tormento: tras la caída de Tenochtitlan en agosto de 1521, a pesar de que Cortés le hace quemar los pies, Cuauhtémoc se niega a revelar el sitio donde supuestamente esconde el tesoro de Moctezuma. La altiva estatua del príncipe mexica en el pedestal (obra de Noreña) era ejemplo de una moda indigenista (neoaztequista) en el arte académico de las últimas décadas del siglo XIX. La pintura y la escultura solían evocar escenas del "mundo antiguo", con indios de cuerpo apolíneo, toga romana y rostro de apache. El Cuauhtémoc de Noreña no era la excepción, pero su indumentaria guerrera (el penacho de plumas, la lanza, los atributos imperiales, el pecho cubierto con la coraza de algodón) aspiraba a cierta verosimilitud.
Visitado por familias de alcurnia y gente del pueblo que acostumbraba examinar de cerca sus detalles, el monumento no tardó en volverse un santuario cívico. Muy serios y formales, ataviados a veces a la usanza indígena, los niños depositaban ofrendas florales. Otros se tomaban fotografías al pie de los bajorrelieves, como para incorporarse a las dramáticas escenas cuyos personajes tienen tamaño natural. Una prueba más de buena acogida fue la representación inmediata de la imagen en objetos cotidianos de toda índole: platos y vajillas, carteles de papel y tela, periódicos oficiales, oficiosos y de oposición, portadas de libros, almanaques y revistas, timbres y tarjetas postales. La colección "Biblioteca del Niño Mexicano" (1899-1902) contenía ilustraciones alusivas a Cuauhtémoc, obra del famoso grabador de temas populares José Guadalupe Posada. Y hasta la primera empresa cervecera del país, fundada en la industriosa ciudad de Monterrey el 8 de noviembre en 1890, se denominaría Cervecería Cuauhtémoc, y ostentaría la efigie del monumento en sus membretes y etiquetas. (Véase el ensayo de Citlali Salazar Torres en la revista Secuencia, Instituto Mora, mayo-agosto de 2004.)
Aquel 21 de agosto de 1887, sabiendo consolidado su régimen de "Paz, Orden y Progreso" tras siete décadas de guerra, turbulencia y atraso, Porfirio Díaz había sellado la incorporación ideológica del pasado indígena, en particular del mexica, al Estado nacional. Consciente del antiguo poder de la historia como fuente de legitimación, desde 1877 había aprobado un plan de su ministro de Fomento (el general historiador Vicente Riva Palacio) para convertir la principal avenida de la capital, el Paseo de la Reforma, en una lección abierta de historia patria. Además del Monumento a Colón y el Descubrimiento de América (el primero en inaugurarse, en 1877, en el propio Paseo), y del monumento a Cuauhtémoc, se planeaba uno más, dedicado a los caudillos insurgentes de la "Primera Independencia" (Hidalgo, Morelos, Allende), y otro a la Reforma y el triunfo sobre la Intervención Francesa, procesos que se consideraban una "Segunda Independencia". El libreto de aquella cátedra en piedra y bronce consagraba la versión liberal de la historia mexicana y se repetiría en ceremonias cívicas, conferencias y libros de texto, en las artes plásticas y la literatura.
Aunque en la dilatada "Paz Porfiriana" (1876-1911) se estableció definitivamente el culto cívico de Cuauhtémoc, lo cierto es que, salvo excepciones, la literatura de la época no se ocupó demasiado del tema prehispánico. En 1886, Eduardo del Valle publicó un largo aunque no inmortal poema dividido en nueve cantos, con introducción e invocación, escrita la primera en romance endecasílabo y lo demás en octavas reales, titulado "Cuauhtémoc": "El caracol de Cuauhtémoc osado / ¿A quién convocará para la guerra? ... El mexicano Rey, que por su brillo / es del Anáhuac inmortal caudillo..." Lo acompañaba un prólogo del principal promotor de la literatura nacional en el siglo XIX, Ignacio Manuel Altamirano, pleno de elogios a Cuauhtémoc: "feroz monarca", "guerrero sin miedo y sin tacha", y furiosamente adverso a Cortés. "La obra de Del Valle -escribe Altamirano- es una reivindicación, al mismo tiempo que un monumento al arte." La exaltación del héroe se dio en algunas novelas y pinturas, en libros de texto de historia, y aun en la prensa más combativa, como fue el caso de El Hijo del Ahuizote. En una portada de fines de 1897, ante la visita de un diplomático estadounidense, aquel "Semanario de oposición feroz e intransigente con todo lo malo" reproducía en rápidos trazos el monumento a Cuauhtémoc advirtiendo al viajero lo que "más debe admirar de nosotros": "allí, bajo ese nopalito, ha nacido un indio tan grande como Cuauh- témoc, y levantado el patíbulo de un descendiente de Carlos V". Juárez -y, por extensión, Díaz- eran los vengadores simbólicos de Cuauhtémoc.
Así llegó el culto de Cuauhtémoc a las postrimerías del Porfiriato. La Revolución Mexicana -con su intenso contenido nacionalista- lo elevó hasta la gloria con el célebre Intermedio de la "Suave Patria" de Ramón López Velarde: "Joven abuelo: escúchame loarte / único héroe a la altura del arte..." En 1922, Vasconcelos llevó a Sudamérica una réplica del monumento.
Y aquí sigue con nosotros, vivo y vigente. Símbolo de un México heroico y digno, pero también de un México defensivo y derrotado. Un México fijo -en formas sutiles pero reales, que aún nos pesan- en el trauma de la Conquista.
Reforma