Dominio Público

Regreso a la generación de 1915

En una página lúcida y cruel sobre Antonio Caso, Jorge Cuesta describió la impresión que había recibido al asistir por primera vez a una clase del maestro. "El entusiasmo pedagógico era algo que no había encontrado todavía en mi vida escolar. La exaltación de sus gestos y de su voz sólo consiguió atemorizarme. Yo pretendía, ingenuamente, que la filosofía era un ejercicio intelectual esforzado pero tranquilo. Su exuberancia excedía mi poder".

En 1922, cuando la escena ocurría, Cuesta tenía 19 años; acababa de llegar de Córdoba, donde había vivido la Revolución desde las trincheras seguras de la infancia y la primera adolescencia. Era la edad, antes que nada, lo que le impedía entender al hombre que vociferaba filosofía en el estrado. Caso no había podido ser el reposado erudito y humanista que Cuesta exigía, para ello habría tenido que vivir en el exilio como sus amigos Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. La tormenta revolucionaria de 1915 había trasminado la poca vida intelectual de la Ciudad de México dejando paso, principalmente, a dos válvulas de escape: el exilio interno, la ironía de quien contempla "el triste espectáculo del mundo", o el arranque místico del caudillo cultural, dispuesto a defender con la palabra el castillo de la cultura. Julio Torri, Carlos Díaz Dufoo hijo, Antonio Castro Leal y otros antiguos ateneístas, siguieron el primer camino que algo tenía de suicidio intelectual. Antonio Caso pasó de los libros a la acción y tomó el segundo.

Entusiasmo pedagógico, exaltación, exuberancia, habían sido disposiciones normales, y no gestos, en aquella pequeña comunidad académica de 1915 que seguía al caudillo Caso y que no se componía de más de 30 a 50 miembros. La irregularidad y la provisionalidad rodeaban a esos jóvenes de clase media que habían decidido estudiar en plena revolución; los alumnos doblaban cursos, presentaban exámenes al vapor, mientras a unas cuantas cuadras de San Ildefonso, tronaban los pequeños cañones que empleaban las distintas facciones revolucionarias para apoderarse de la ciudad. En estas circunstancias, Antonio Caso predicaba a sus alumnos y devotos, a la luz de pálidas velas, la vida de los grandes cristianos de la historia; incitaba a sus oyentes a ingresar a la vida activa igualando con ella al pensamiento; predicaba el desinterés y la caridad; no había tiempo de investigar filosofía, ni siquiera de enseñarla pausadamente, había que blandirla.

La Gran Guerra, simultánea a la Revolución Constitucionalista, cortó casi por completo el habitual suministro de importaciones -materiales y espirituales- europeas. El efecto inmediato en esa pequeña cofradía de cultos fue desviar el interés del "problema del hombre" al más amplio y reducido "problema de México". 1915 fue el año de ascenso de los "batallones rojos", el de la primera ley de restitución y dotación de tierras (6 de enero); entonces aparecieron las primeras discusiones sobre la necesidad de reclamar todo cuanto fuese de México, comenzando por el petróleo. En el ámbito artístico, México parecía recobrarse en las canciones criollas de Manuel M. Ponce, las telas de Saturnino Herrán o los poemas de Ramón López Velarde, en los que sólo se leía una nueva visión provinciana.

En los jóvenes devotos de Antonio Caso, la exaltación mística se fundía con las promesas revolucionarias para formar las corrientes de actitud más encontradas. Todos eran socialistas sentimentales y tolstoianos, presumían de antiintelectualistas, desinteresados y nacionalistas; en sus discursos juveniles se anuncia a los caudillos del porvenir y se venera al pueblo; contradictoriamente también, se declara el culto de la acción y del misterioso acontecimiento que habría de purificar al País. La Revolución los había sorprendido sin esquemas o teorías, no sólo para anticiparla, sino para entenderla.

La exaltación permanecería como un rasgo casi biológico en todos ellos, como un "estado mental de lucha", de acuerdo con la fórmula de uno de sus actores más sensibles, Manuel Gómez Morín. Pero fue precisamente en Gómez Morín y en su compañero Vicente Lombardo Toledano, en quienes todos aquellos sentimientos y rebeldías indeterminadas hallaron mejor tierra para germinar. Había que ver la defensa vehemente de la Universidad que ambos hicieron en las calles y en el Congreso de la Unión hacia 1917, sintiéndose depositarios de la antorcha cultural que venía de Justo Sierra y los ateneístas; sus compañeros, Alberto Vázquez del Mercado y Antonio Castro Leal, mayores y más cercanos a la tradición humanista de Henríquez Ureña que a la predicante de Caso, eran un poco más críticos y escépticos; Narciso Bassols y Miguel Palacios Macedo, más jóvenes, derivan su inquietud a formas concretas de acción política; Daniel Cosío Villegas, todavía más joven, permanecía según fórmula de Gómez Morín "sistemático y lejano".

En 1918, Gómez Morín y Lombardo Toledano comienzan a dar una solución práctica a sus inquietudes. El peso de la historia familiar sería decisivo. Gómez Morín, hijo único y único apoyo de su madre viuda, había escalado con esfuerzos y con el impulso de su madre cada una de sus posiciones; no había desdeñado ningún trabajo, desde corrector de pruebas hasta maestro de tropa; en algún momento, cuando sintió que sus proyectos de servicio público se cimbraban, consideró seriamente la alternativa de convertirse en bailarín profesional. El caso de Lombardo Toledano, tan intenso emocionalmente como el de Gómez Morín, era en cierta forma paralelo y contrario; la fascinante historia de su abuelo, un inmigrante italiano fundador de fortunas y de una gran familia que conoce un ascenso, tan súbito, como su crepúsculo en los años de la Revolución; gran parte de la lucha posterior de Lombardo y de sus actividades se originaron en esa lucha genealógica que presenció y vivió; de allí emanaban las dos principales vertientes de su actitud, la voluntad de poder y el afán de componer -con palabra, después de conocer a Caso- un mundo malo.

Ambos eran nietos de inmigrantes; ambos, devotos de Caso, traían historias familiares de tensión y desequilibrio a cuestas, en 1919 ingresan a El Heraldo de México, diario de oposición del que era dueño el general Salvador Alvarado. Gómez Morín se pregunta en sus editoriales por el valor de las instituciones y como el constructor de ciudades que contempla el páramo en donde habrá de trabajar, propone reformas al código comercial, penal, civil, a la legislación bancaria y hacendaria; para el asunto del día, el de la aplicación del artículo 27 constitucional al caso del petróleo, Gómez Morín se aleja tanto de la visión litúrgico-jacobina que defiende posiciones abstractas, como de la visión juridicista, a cambio de una visión enteramente práctica, técnica como él comenzó a llamarla. Apuntaba desde entonces un ingeniero social.

Lombardo Toledano, hijo predilecto de Antonio Caso, hereda del maestro la clase de Ética, es el primer graduado como profesor de filosofía; los problemas técnicos no parecen interesarle; en lugar de libros sobre la cuestión de la tierra, Lombardo revisa los escritos de la educadora nórdica Ellen Kie, como secretario de la Universidad Popular impulsa las conferencias a públicos obreros y sueña con ver multiplicada esa institución en todas las ciudades. Sus artículos en El Heraldo reiterativamente tratan de la educación popular, un proyecto no lejano al de Justo Sierra.

Las revoluciones nos parecen odiosas o deseables de acuerdo con la concordancia entre sus principios y los nuestros. Pero tienen todas una virtud inherente a su ímpetu, la de lanzar a la superficie de la acción y la responsabilidad a los verdaderos jóvenes. Hombres con mentalidad fresca, con ojos para lo nuevo y sorprendente. La revolución de Agua Prieta llamó a Vasconcelos al ministerio de Educación y colocó a la planilla mayor de aquella juventud del 1915, entre la cual destacaban los llamados "Siete Sabios", en los puestos públicos más encumbrados. "Para poder gobernar hay que saberse rodear" es frase atribuida a Obregón y por ello Adolfo de la Huerta se preciaba de haber escogido únicamente a los jóvenes más limpios, a los "recién desempacados".

Pocos casos hay en la historia de México en los que el intelectual se integra a un régimen con tal fe y entusiasmo y a una edad tan temprana. Gómez Morín, por ejemplo, es Subsecretario de Hacienda en 1921, a los 23 años, y Agente Financiero de México en Nueva York a los 24. Lombardo Toledano es Oficial Mayor de Gobierno del Distrito a los 26 y dos años después, gobernador provisional del estado de Puebla. La sola presencia de Vasconcelos en Educación y el retorno de la plana mayor del Ateneo, parecían pruebas suficientes para hacerlos pensar que el intelectual podía y debía hacer una obra de beneficio colectivo.

Un intelectual de los 70 difícilmente podría entender aquello que esos hombres proyectaban hacer. Adocenado, retirado por decenios de todo poder real, arielista, el intelectual de los 70 mira con incredulidad los proyectos nacionales de aquellos otros intelectuales de la acción. A finales de 1921, Manuel Gómez Morín envía desde Nueva York, consejos y planes de construcción a gobernadores, amigos, diputados, ministros y el propio Presidente. Un desbordamiento de imaginación de quien, en la Agencia Financiera y a los 24 años, tenía que defender los intereses de México nada menos que con los banqueros y petroleros más poderosos de la tierra: fundación de bancos refaccionarios, sistemas de irrigación, nueva legislación agraria, un banco único de emisión, formas de publicidad educativa, maneras de convertir la labor apostólica vasconceliana en una organización. En México, Lombardo Toledano seguía actuando con la palabra, escribía folletos contraevangelizadores para convencer al pueblo de que el reparto de la tierra no se oponía a los mandatos de la Iglesia; escribe también una Ética y un breviario de Derecho Público con el objeto de educar a gobernados y gobernantes. Uno pretende cimentar la construcción del buen poder, del reino de la felicidad que la Revolución tenía prometido; el otro predicar su inminente llegada, el aplastamiento del error y el triunfo de la fe. Lombardo es entonces un ávido lector de los Evangelios, Gómez Morín de las novedades organizativas de los soviets.

Hacer y fundar son sinónimos. Octavio Paz lo vio al hablar de Vasconcelos en un capítulo de El laberinto de la soledad. Exhausta y vacía no sólo de cuadros administrativos sino académicos, la Revolución los seduce y llama también, para encargárselos. En 1923, Gómez Morín es Director de Jurisprudencia y Lombardo, de la Preparatoria. La labor docente no la entienden como un quehacer intrínsecamente intelectual, sino como una cruzada moral, una nueva oportunidad de hacer mejores ciudadanos, dispuestos a hacer un país mejor. Gómez Morín introduce nuevas carreras para educar hacedores; Lombardo, nuevas cátedras para educar educadores. Vasconcelos es el gran abanderado; después de su proyecto, todo intento prometeico les parecería posible.

Demasiado suaves, demasiado cándidos e incorruptibles, demasiado jóvenes en un país donde la violencia no esperaba a ser la última ratio del Estado. Secretamente, el demonio del servicio público les había cerrado vías de realización personal e intelectual que generaciones anteriores y siguientes transitarían: no escriben, no fundan cenáculos y revistas, no ejercen la crítica pública, odian la burocracia y la iniciativa privada por lo que ambas tienen de oscuras y anónimas. Gómez Morín y Lombardo, igual que el resto de jóvenes de 1915, han nacido en un foro nacional, han tomado en serio la Revolución; México no les parecía ya el cuerno de la abundancia; había que improvisar, fundar y trabajar para salvarlo.

La política que en 1923 separa a los poderosos juega con los destinos frágiles de muchos de estos jóvenes. Miguel Palacios Macedo, por ejemplo, se suma a la revuelta delahuertista, trabaja en ella como encargado de la Hacienda Pública y, al cabo de la derrota, sale exiliado a París donde permanecería cuatro años. Vázquez del Mercado desciende de una subsecretaría a la sima de una Diputación Federal por el estado de Guerrero. Sólo Vicente Lombardo Toledano y Manuel Gómez Morín se sostienen cada uno en su respectivo emplazamiento.

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Durante el periodo presidencial de Plutarco Elías Calles se consolidó el Estado mexicano tal y como ahora lo conocemos. Uno de los capítulos centrales de esa ofensiva estatal fue el económico y dentro de éste, el papel de eminencia gris correspondió a Manuel Gómez Morín: la creación y dirección del Banco de México, del Banco de Crédito Agrícola, nuevas leyes bancarias y fiscales, proyectos de seguro social y crédito popular, convenciones fiscales. Una obra de aliento similar a la de Vasconcelos en educación. Paralelamente a esa labor, Gómez Morín desarrolla una vertiente apostólica que traía ya desde los años estudiantiles. Una intensa correspondencia con su amigo y crítico Palacios Macedo y con José Vasconcelos, los dos grandes exiliados, lo convence poco a poco de la insuficiencia de la técnica. En su folleto titulado 1915 invoca la unión de una generación que no tiene eco. Técnica y apostolado habían sido sus motivos como Liga de Educación Política de Ortega y Gasset, pero la política tenía muy ocupadas a las gentes para integrar grupos cívicos de presión moral. En apuntes inéditos y en su correspondencia -que es algo similar a una respiración moral- Gómez Morín deja testimonio de su visión de los problemas del País y su personal utopía para resolverlos.

En 1927, a los 30 años, enfermo, Gómez Morín viaja a Europa, donde pasa largas temporadas con los dos exiliados. El aislamiento mexicano que por años había ponderado como motor de un sentido de autonomía, comienza a parecerle una infame manipulación patriotera; no es ya la indefinición, la falta de claridad en los programas revolucionarios, la superficialidad y la falta de técnica, los que le parecían problemas urgentes de México; en 1927 pensaba más en la corrupción, el peculado, la traición y, sobre todo, la violencia. Gómez Morín carece de la contextura moral para seguir adelante desde su emplazamiento técnico; Vasconcelos y Palacios Macedo habrían dicho que Gómez Morín había esperado demasiado de un país envilecido. El técnico que no puede fundar el buen poder resuelve ser político.

El Ángel

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