Havel recuerda Munich
Checoslovaquia es uno de los países que participan activamente en la Guerra del Pérsico. Tan pronto como se inició el conflicto, el Presidente Vaclav Havel expulsó de su país a 40 ciudadanos musulmanes, puso a disposición de la fuerza aliada un batallón de intervención rápida y pidió al parlamento la aprobación de una ley sobre el Estado de Urgencia: “Debemos tener en cuenta lo que significa la guerra en el Golfo Pérsico para el futuro de nuestra democracia”. La celeridad de su reacción sería un dato aislado si no tuviera un gran valor simbólico. La significación de la Segunda Guerra Mundial para el pasado de su democracia. El cuadro anterior al estallido con el Pérsico recordaba, en muchos sentidos, un episodio que costó cincuenta años de vida independiente a Checoslovaquia: la capitulación de Munich.
El ciclo se había iniciado en octubre de 1935, con la invasión de Italia a Abisinia. El acto no era sólo violatorio de un convenio de amistad entre los dos países sino del código de la Liga de las Naciones. Para sorpresa de unos cuantos países que como México alzaron su voz para condenar el atropello, las potencias europeas vieron con buenos ojos la concesión definitiva a Italia de dos terceras partes del territorio invadido. Era, según pensaban, la forma más práctica de apaciguar a Mussolini, de alejarlo de Hitler y de saciar ansias de expansión que a los ojos imperialistas de Francia e Inglaterra, parecían naturales y legítimas.
Meses más tarde, en marzo de 1936, Hitler ocupa Renania. Hasta ese momento, sus amagos de agresión se habían limitado a una decidida política de rearme y a una serie de discursos encendidos. La invasión era el primer acto ofensivo contra el tratado de Versalles. Según varios observadores, la invasión fue el momento nodal en que la Segunda Guerra Mundial pudo haberse evitado. En el balance militar, Alemania era claramente inferior a las potencias que resultarían aliadas. Con su acción, Hitler estaba midiendo el temple de Inglaterra y sobre todo de Francia. Su alto mando fue el primer sorprendido de hallar palomas en el frente. Los archivos abiertos después de la guerra demostraron que los altos oficiales nazis tenían órdenes selladas de retirarse en caso de hallar resistencia. La jugada mejoró notablemente la posición militar alemana frente a Francia, que parecía absedida por los recuerdos de la Primera Guerra Mundial y seguía creyendo, ingenuamente, en la invulnerabilidad de la línea Maginot. En noviembre de ese mismo año, Hitler pacta con Japón. Entre tanto, según palabras de Churchill, “Inglaterra dormía”.
En mayo de 1937, el Partido Conservador de la Gran Bretaña elige a un nuevo ministro, el elegante empresario de Birmingham Neville Chamberlain. Aunque acelera la política de rearme, la idea de Chamberlain y su cercano equipo de colaboradores es tratar a Alemania como se había tratado a Italia en 1935: ver las concesiones territoriales como ajustes necesarios a los legítimos agravios nacidos de Versalles. Hacerse de la vista girda con Renania significaba dar la espalda a la política de Seguridad Colectiva y algo mucho más grave: abandonar a su suerte a la Liga de las Naciones. Chamberlain pensó que ambos sacrificios valían la pena. Churchill, miembro del mismo partido pero fuera del gabinete, difería radicalmente. Su apreciación de la política inglesa era despiadada:
Decidida a permanecer indecisa, resuelta a lairresolución, inflexible en seguir a la deriva, fluidamente sólida, omnipotente para la impotencia.
En marzo de 1938, Hitler ejecuta al Anschluss austriaco: de un zarpazo cumple la profecía de la primera página de Mein Kampf y expande el “espacio vital” de Alemania hasta abarcar su tierra natal. Confiado ya, después de Renania, en la disposición pacífica de los adversarios, Hitler podía enfilar sus baterías hacia Bohemia. No olvidaba la frase de Bismark: “Quien controla Bohemia, controla Europa”.
El siguiente objetivo era Checoslovaquia, país pequeño pero próspero y con una significativa importancia militar (23 divisiones bien equipadas y la gran fábrica de armamentos Skoda). Había que hallar un pretexto para absorberlo y Hitler lo encontró en la minoría alemana que vivía en Checoslovaquia: 3 millones de sudetinos alemanes que supuestamente reclamaban autodeterminación. El que jamás hubieran pertenecido al imperio alemán (habían sido parte de Austro Hungría) y el que fueran la minoría alemana más correctamente tratada de Europa (la más oprimida vivía, significativamente, en la Italia de Mussolini) eran datos menores. Tampoco la existencia de tratados de asistencia entre Francia, la URSS y Checoslovaquia le quitaba el sueño a Hitler. Una vez descubierta la debilidad inglesa, había que explotarla: si Inglaterra se lavaba las manos con la “autodeterminación” sudetina, Francia preferiría secundarla antes que apoyar a Benes, el sucesor de Masaryk. Por su parte, la URSS no movería un dedo: su intervención estaba supeditada a la iniciativa de Francia. En opinión de Neville Henderson, embajador inglés ante el Reich, la pertinencia del apaciguamiento era clarísima. Sólo “los judíos, los comunistas y los doctrinarios del mundo, para quienes el nazismo es anatema” se le oponen:
“Los checos son una raza de necios y Benes no es el menos necio entre ellos... tendremos que pisar muy firme y decirle “Debes aceptar”... Ojalá fuera posible que The Times tratara a Hitler como un apóstol de la paz. Sería terriblemente miope si no lo hiciera”.
A mediados de septiembre los acontecimientos se precipitaron en cascada. Henderson, que parecía embajador de Alemania, era perentorio: “Si nos negamos a apoyar la autodeterminación sudetina enfrentaremos la guerra; si la reconocemos, debemos ejercer coerción contra Checoslovaquia o mirar como Alemania ejerce”. El día 15 Chamberlain visita a Hitler en Berchtesgaden. Se entera que el reclamo no es ya la máscara de autodeterminación de los sudetes sino la anexión incondicional de ese territorio. Con todo, Chamberlain acepta: “a pesar de la dureza que pensé descubrir en su cara, tuve la impresión de tener enfrente a un hombre en cuya palabra cabía confiar”. En 19, Francia e Inglaterra ejercen coerción sobre Benes: no se responsabilizarían de la suerte de Checoslovaquia si esta no aceptaba las condiciones de Hitler. Acorralado, y temeroso de ver la joya que es Praga reducida a cenizas, Benes cede. El 22 Chamberlain se encuentra con Hitler nuevamente, esta vez en Godesborg. Hitler declara que la franja sudetina era la última concesión territorial que reclamaría. El 29 tiene lugar, a iniciativa de Mussolini, la célebre reunión de Munich en la que Italia, Alemania, Francia e Inglaterra firmaron el sacrificio de Checoslovaquia en nombre de la paz. Un día después Hitler y Chamberlain intercambiaban este diálogo:
-En el caso de que los checos se rehusen a aceptar los términos del acuerdo y ofrezcan resistencia, quisiera asegurarme, Herr Hitler, que nada intentará Alemania que disminuya la alta opinión que el mundo tiene de usted a raíz de nuestro acuerdo del día de ayer. En particular, que no haya bombardeos sobe Praga o matanza de niños y mujeres.
-Descuide, mister Chamberlain, odio la sola idea de pequeños niños muertos por bombas de gases.
Checoslovaquia amaneció partida. Chamberlain arribó al aeropuerto de Heston agitando triunfalmente el acuerdo que aseguraba “la paz para nuestro tiempo”. Alemania había ganado una inmensa riqueza militar, minera, industrial y de comunicaciones. Churchill, cada vez más crítico, comentó:
El dictador alemán, en vez de agarrar sus vituallas de la mesa, se contenta con que le sean servidos plato por plato.
Seis mese después, Hitler engulló el plato completo: los nazis ocuparon Bohemia y Moravia, Como democracia y como país libre y soberano, Checoslovaquia había dejado de existir.
Para cualquier checo con memoria histórica, los paralelos de aquella situación con la actual en el Pérsico son tan claros como las enseñanzas que de ellos se desprenden: así como Mussolini invadió en Abisinia o Hitler Renania, Irak invadió Kuwait. Días antes de la ocupación, el embajador norteamericano en Bagdad supo que Hussein, como Hitler en 1936, confiaba en que los Estados Unidos se cruzarían de brazos. (El propio embajador transmitió esa creencia, lo cual es una de las grandes responsabilidades históricas de Bush) No era necesario que Hussein escribiera un nuevo Mein Kampf para entender que buscaba ampliar su “lebensraum”. Tampoco cabía dudar de sus actos genocidas ni de su utilización de la causa de los palestinos (sus sudetinos) para sus propios fines. Si los aliados hubieran permanecido dormidos –como Inglaterra en 1936—el siguiente plato hubiera sido Saudiarabia o los Emiratos, y de allí el anschluss de la zona entera. Para los israelíes, por supuesto, la receta estaba dada desde Nasser: arrojarlos al mar.
Esta sucesión de acontecimientos que hubiera resultado de una concepción equivocada sobre la naturaleza del poder dictatorial, es la que sustenta y explica la resuelta actitud de Vaclav Havel. Cuando un pueblo ha perdido medio siglo de libertad e independencia, medio siglo de historia, sabe que hay situaciones en que la guerra es inevitable porque previene un mal mayor. La fatalidad histórica es un mito: hubo un momento en que la Segunda Guerra Mundial pudo haber sido evitada. La imprudencia vestida de prudencia de los gobiernos de Inglaterra y Francia dejó pasar la oportunidad y su equivocada reticencia les costó mares de sangre. Nunca sabremos la dimensión que habría adquirido esta guerra si Saddam Hussein hubiera caminado sobre el suave tapiz del “apaciguamiento”. Pero si la historia de este siglo enseña algo, la conjetura de que la Guerra del Pérsico hubiera desembocado en la Tercera Guerra Mundial no es inverosímil. El pequeño contingente checoslovaco, cuyos antepasados tuvieron que rendir su país sin luchar en 1938, sabe en algún lugar del alma que su simbólica participación importa: a un dictador no se le apacigua: se le enfrenta.
El Norte