La difícil modernidad
Para un país, ser a la vez premoderno, promoderno, antimoderno y postmoderno puede suponer ciertas ventajas, como saben quienes aprecian el mosaico cultural de México. Pero hay ámbitos de la vida mexicana donde la contigüidad entre los diversos tiempos no sólo es difícil sino explosiva. Uno de ellos es la política. Hace apenas unas semanas, en el Zócalo de la capital, la política moderna fue acallada por una alianza entre lo premoderno y lo antimoderno, en una escenificación postmoderna de "newspeak" orwelliano, fascismo tropical y el Sermón de la Montaña, que tendrá un "encore" el próximo 20 de noviembre, cuando López Obrador congregue a sus fieles para ser ungido como "presidente legítimo" de México.
¿Qué consecuencias tendrá el acto sacramental? Aunque ha perdido fuerza, López Obrador domina aún varias organizaciones premodernas. Son las bases clientelares que con manifestaciones y plantones paralizaron una zona de la ciudad: sindicatos de instituciones públicas, comerciantes informales, taxistas piratas. ¿De dónde obtienen el dinero? ¿Quién pagó las mantas que en un santiamén cubrieron el Paseo de la Reforma? Imposible saberlo con certeza. Hasta ahora, al parecer, han bastado las fuentes presupuestales del Distrito Federal, que el PRD maneja a discreción, tal como le enseñó su hermano mayor, el viejo PRI. Estas organizaciones se mezclan con decenas de grupos radicales -la militancia antimoderna-, que no constituyen propiamente una guerrilla pero sí representan una especie de "revolución blanda", una agresiva movilización de contingentes que no sólo acosará al presidente Calderón y a su gabinete, sino que se propondrá desquiciar la vida normal de los habitantes en zonas sensibles del país, todo en nombre de una supuesta "resistencia pacífica" contra "la usurpación".
Toda revolución, dura o blanda, es enemiga de la vida democrática. Por eso, aun las leyes que eventualmente se aprueben en el Congreso podrían volverse letra muerta. Los radicales (encabezados por López Obrador o por el siguiente redentor que aparezca, local o nacional) podrían boicotearlas abusando del derecho de manifestación como han hecho en Oaxaca: ocupando las calles, las universidades o las estaciones de radio, prohibiendo el libre tránsito, impidiendo la actividad económica o la impartición de clases e infringiendo las leyes de muchas maneras y con la impunidad que les otorga su aura revolucionaria. Ante este atropello al orden legal, agotados los recursos de disuasión y diálogo, quedaría el uso legítimo de la fuerza pública, recurso habitual en países democráticos, pero -punto delicadísimo, debido al trauma del 68- en México la opinión pública ha sido naturalmente reacia a cualquier empleo de la fuerza. Frente a aquellas tácticas, el gobierno no tiene opciones: si no encara la contingencia es "débil"; si la encara, aunque sea con chorros de agua o gases lacrimógenos, es "fascista"; y si en el enfrentamiento, desgraciadamente, hay muertos, la rebelión puede crecer hasta límites imprevisibles. En este marco, el objetivo de López Obrador -que concibe la política como una movilización permanente- será inducir al gobierno entrante a cometer un error o un exceso, y montarse allí para empujar las cosas al extremo de la ingobernabilidad. Es altamente improbable que lo logre, pero no es imposible.
Parte de la solución a esta circunstancia delicada está en manos de Felipe Calderón. El problema que enfrenta es real: tal vez un 20% del padrón duda, de buena fe, que las elecciones hayan sido limpias. Y no está claro cómo desmontar el mito, porque se asienta en el terreno de la fe. Pero si Calderón resulta ser el líder que Fox no pudo ni quiso ser (estaba más preocupado por su popularidad que por las decisiones de gobierno) podrá ir resolviendo -con seriedad, firmeza y claridad- el agravio fabricado contra él. Adicionalmente, necesita rodearse de un gabinete eficaz, que tome medidas inmediatas en los ámbitos más sensibles (seguridad, empleo, corrupción). Pero por más exitoso que pudiese ser el arranque de su gestión, estoy persuadido de que la concordia no depende sólo de él.
Hay varios protagonistas políticos, individuales y colectivos, que están lejos de cumplir su responsabilidad: cacicazgos residuales del PRI (torvos, como el oaxaqueño, cuyo actual gobierno es la raíz del problema y por tanto debería renunciar); sindicatos excluyentes y corruptos; empresas monopólicas; medios sin clara responsabilidad social; burocracias improductivas; universidades sin sentido crítico; intelectuales cortesanos, etcétera. El país no podrá prosperar con este entramado de pre y antimodernidad. Cada protagonista deberá encontrar la vía hacia su propia modernización, o por lo menos contribuir a un debate público de altura sobre el tema, en el ámbito respectivo.
Pero en la coyuntura actual, creo que la responsabilidad mayor le corresponde a la izquierda, sobre todo a la ligada al PRD en el gobierno del Distrito Federal y en varios gobiernos estatales, a sus diputados y senadores en el Congreso, además de a la multitud de periodistas, académicos e intelectuales simpatizantes de ese partido. La receta para todos ellos es obvia: tendrían que apartarse del caudillo, reprobar sin ambages los métodos de la "revolución blanda" y recorrer su plataforma ideológica hacia la social-democracia europea y la democracia liberal. Ni culto a la personalidad, ni culto a la revolución, ni culto al dogma. Todos conocemos los precedentes de esa transformación. Felipe González renunció al canon marxista, lo cual fue una condición necesaria para el eventual ingreso de su país a la comunidad europea y el formidable desarrollo que España ha alcanzado. En Chile, el socialismo evolucionó -sin abandonar su preocupación por la pobreza y desigualdad- hacia posiciones sociales y económicas modernas. Hay infinidad de experiencias similares (en la India, en China y hasta en Vietnam), pero estas son las que nos tocan más de cerca. Se trata de dos casos muy exitosos y opuestos al "socialismo del siglo XXI" que proponen Chávez y Castro y que, en el fondo, es el mismo que mueve a los grupos radicales de México. Pero hay algo aterrador en los procesos de maduración en España y Chile, y es que sobrevinieron después de guerras civiles y dictaduras. Sería una tragedia que México tuviera que pasar por ese infierno para que la izquierda abandone sus métodos premodernos y sus pulsiones antimodernas y, finalmente, se modernice. Por eso es preciso insistir en las vías pacíficas: sin la modernización de la izquierda será imposible la modernización de México.
Reforma