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La querella de Michoacán

Los malos modos cunden. Aquella mañana del 2 de octubre de 1968 los soldados se paseaban cerca del Monumento a la Revolución junto a los tanques, con sus carabinas al hombro. Aunque había una tensión ominosa en el ambiente, nadie imaginaba lo que ocurriría. ¿Quién comenzó la balacera? ¿Cuáles eran las órdenes del Ejér-cito? ¿Quién las emitía? ¿Qué fuerzas movían hilos en el movimiento estudiantil? Esas y otras preguntas seguirán buscando respuesta hasta encontrarla.

Los regímenes posteriores al '68 cerraron desde el principio el expediente de Tlatelolco pero la conciencia histórica del país lo mantiene abierto a pesar de que muchos de los protagonistas de aquel momento hayan perdido el impulso libertario. Algo más contribuye a la vigencia de la fecha: los cambios de fin de siglo han demostrado que la Historia con mayúscula no cierra expedientes. El que en nuestro pasado no exista, ni siquiera remotamente, un gulag o un treblinka, no nos exime de enfrentar la verdad sobre nuestras particulares atrocidades.

Una comisión investigadora a cargo quizá de la Comisión Nacional de Derechos Humanos podría abrir oficialmente el caso y dar frutos dentro de un año exacto: en el 25 aniversario de Tlatelolco.

Pero más urgente que abrir el expediente de Tlatelolco es evitar todo riesgo de otro Tlatelolco. Sin que la opinión pública parezca realmente consciente del peligro, las mismas carabinas se pasean hoy de nuevo, a la vista de todos, con plena y ominosa naturalidad, en Michoacán: por un lado los policías judiciales, por otro los viejos cardenistas dispuestos a todo por seguir las órdenes del Tatita, o quizá dispuestos a ir más allá del Tatita si se presenta la ocasión.

Y como los mexicanos somos muy pacíficos hasta que dejamos de serlo, y como aquí nunca pasa nada hasta que pasa, podemos estar viviendo, sin saberlo, sobre un inmenso polvorín, de ésos que anuncian al mundo que México era un país civilizado hasta que decidió dejar de serlo. ¿Ya vieron el México moderno? Pues ahí les va el México bronco.

No es casual que Michoacán sea el escenario clave del conflicto entre esas dos mitades del viejo PRI que son el PRI y el PRD. El problema tiene muchos niveles y aspectos, pero en lo fundamental es una batalla ideológica: cada uno se siente el heredero legítimo de la Revolución Mexicana. Este carácter ideológico de la querella encuentra tierra fértil en Michoacán. Otros estados han tenido la iniciativa libertaria y democrática no sólo reciente sino remota (San Luis Potosí, Chihua-hua). Otros más, como Coahuila, fueron particularmente sensibles a los agravios del exterior y desarrollaron una exacerbada mentalidad nacionalista.

Yucatán conserva aún su antiguo temple de autonomía y Oaxaca su reserva de identidad indígena. Mientras Sonora o Nuevo León han representado distintas facetas de la misma imperiosa modernización, Morelos encarnó alguna vez la resistencia violenta a ese proceso. En esta especie de biografía federal (con todo lo rápida y burda que su caracterización parezca o sea) a Michoacán le ha correspondido jugar un papel específico por más de 200 años: dirimir las querellas de la ideología nacional.

La lista histórica es impresionante: en Michoacán arraigó como en ninguna otra parte el patriotismo criollo de los jesuitas, desde Valladolid envió Manuel Abad y Queipo sus proféticas "Representaciones'' sobre la desigualdad social a Carlos IV, en Valladolid fue rector Hidalgo, nació y estudió Morelos, nació y batalló Iturbide, en Michoacán se libraron batallas decisivas de la Independencia, se emitieron incendiarios anatemas y decretos libertarios, se excomulgó a los insurgentes y se promulgó la primera Constitución de México.

En Michoacán, la Guerra de Reforma estalló seis años antes en la más extraordinaria polémica ideológica de nuestro siglo XIX sobre el tema de las obvenciones parroquiales entre Melchor Ocampo y un anónimo cura de Maravatío, (quizá Clemente de Jesús Munguía). Michoacán se mantuvo al margen de la Revolución Mexicana hasta que dos michoacanos eminentes decidieron tomarla por asalto: la mancuerna perfecta, el ideólogo de la Constitución del 17, Francisco J. Mújica, y el zorro con sayal de franciscano que la llevaría a la práctica, Lázaro Cárdenas.

Michoacán fue el escenario central de la Cristiada y aunque la afirmación no guste a los cardenistas ha sido también el feudo personal, el paternal e improductivo cacicazgo de la familia Cárdenas.

Algo muy profundo de México gravita en Michoacán: una tensión ideológica permanente, como si la experiencia virreinal hubiese sentado sus reales en ella más que en ninguna otra parte. (Varias excelentes investigaciones históricas de El Colegio de Michoacán en Zamora han probado esta condición). Sólo a partir de esa arquitectura mental y política podía nacer un liberal "salvajemente independiente'' como era Ocampo, crecer un santo de la libertad como Degollado (nacido en Guanajuato, pero michoacano por biografía) o un ex-seminarista radical como Mújica.

Y sólo por la memoria vaga de los misioneros se entiende la supervivencia de hábitos tutelares de dominación política como los que toda su vida ejerció Lázaro Cárdenas.

¿Por qué la querella se presenta ahora y no antes? La explicación está, por una parte, en los caudillos. Si en 1962 Lázaro Cárdenas hubiese optado por el MLN y no por el PRI, la situación hubiese sido una calca de la actual: don Adolfo y don Lázaro, frente a frente. Cárdenas padre, que amaba a los árboles nunca quiso cortar en dos el tronco de la revolución corporativa e integrista que él, más que ningún otro había contribuido a plantar y fortalecer. Hasta su muerte, se conformó con mantener su influencia, su venerada imagen pública y su feudo michoacano. No poca cosa. Su hijo Cuauhtémoc parecía seguir el mismo camino: afianzó el dominio en su estado y llegó a Gobernador, pero movido por una mezcla todavía incierta de convicción democrática y cálculo político decidió empuñar el hacha. Ayudado por la torpeza de las autoridades que veían un posible triunfo del PAN en Chihuahua como señal del apocalipsis, y apoyado en el carismático espectro de su padre, Cuauhtémoc Cárdenas plantó su tronco que a su juicio no es más que el original, libre de ramificaciones desviadas, inútiles, plagadas.

Con los resultados electorales de 1988, el árbol demostró que tenía fuerza y raíces. Desde entonces, la sombra del PRI salinista y solidario y las propias plagas y desviaciones lo han llevado a perder fuerza, pero perder Michoacán (sobre todo luego de una contienda electoral irregular como la reciente), es perder la raíz. De allí su intransigencia. Por el lado cardenista, en suma, el conflicto ha estado siempre latente: nacionalmente, Cárdenas ha cumplido el destino potencial de su padre; regionalmente, mantiene la moneda en el aire: ¿es Cárdenas de Michoacán o Michoacán de Cárdenas?

La explicación complementaria del conflicto michoacano está en la torpeza y la soberbia de las autoridades y de las autoridades del PRI. Sólo a una mentalidad tecnocrática y analfabeta de la historia podía ocurrírsele destapar para Michoacán a un gran empresario. La modernidad por decreto no funciona, y menos si se la lleva a esos extremos.

La candidatura de Villaseñor enconó de entrada los ánimos "fundamentalistas'' en Michoacán. ¿Por qué no se pensó en una cuña del mismo palo, algún hombre recto, prudente, experimentado, que hubiese encabezado un limpio proceso electoral? Porque el PRI, ésa es la verdad, no sabe manejar sino con carro completo.

Si las noticias y las imágenes no mienten, Michoacán vive hoy un nuevo momento de su recurrente pasado: la querella ideológica-política que bordea la violencia. Pero el México bronco no está de moda ya ni en las películas. No se trata de negociar por debajo de la mesa posiciones, sino de aprovechar la crisis para transitar a la democracia en ese territorio particularmente requerido de ella. La fórmula no parece imposible. Aunque el caso de San Luis Potosí es distinto (Salvador Nava era un auténtico demócrata, no un caudillo ideológico) el precedente existe y funciona.

Por un lado el gobierno, que metió la pata, tendría que sacarla propiciando la renuncia, el retiro o la licencia de Villaseñor y el ingreso de un hombre que pudiese hacer tres cosas inéditas por su estado: despistolizarlo, preparar elecciones transparentes y reconciliar a la familia michoacana no en la comunión con la verdad única sino en esa discusión civilizada de las verdades diferentes que se llama democracia.

Esta pública admisión por parte del régimen de su error, esta embrionaria prueba de su voluntad de cambiar (sobre todo en vistas al '94), tendría que ir acompañada de otras medidas urgentes que se resumen en una: el divorcio del PRI y el Gobierno (y el de sus bienes mancomunados). Pero igualmente necesario es el cambio en la actitud del PRD: dejar de una vez por todas la guerra política que ha practicado desde su origen.

A la opinión pública nacional (que es un poco más amplia, madura y alerta que la de Tingambato) la tienen cansada los fraudes del PRI pero también las balandronadas retóricas caudillistas y populistas del PRD cuya madera proviene, a fin de cuentas, del mismo tronco del PRI (con injertos aún más autoritarios como son los del PCM). Así como el Gobierno y el PRI no pueden ignorar la trayectoria histórica de Michoacán y deben tomarla en cuenta para los efectos de cualquier modernización, así mismo los súbditos demócratas del PRD deben hacerse cargo de sus muchos años de fiel militancia bajo la sombra generosa y corruptora del viejo PRI (o la aún más antidemocrática del PCM) y advertir que la transición del sistema político a la democracia es también su responsabilidad directa precisamente porque fueron corresponsables por muchos años de la postración política mexicana.

Algunos de los militantes del PRD vivieron Tlatelolco. Si el gobierno se decide a abrir un espacio democrático en Michoacán, éstos jóvenes del '68, cuarentones ahora, podrían retomar el aspecto luminoso de aquel movimiento dando un sesgo definitivo a su partido: haciéndolo democrático, no revolucionario.

Bastaría que arriesgaran tres secciones inéditas: dejar en paz a los pobres ancianos del cardenismo michoacano ecos del agrarismo armado de los años 20 y 30, ejercer una sincera autocrítica de su pasado autoritario (abrir sus propios expedientes, que no son pocos ni triviales), y, en fin, sentarse a la mesa de discusión con el gobierno, abandonando el velado chantaje, de la violencia que, como probó Tlatelolco, se vuelve profético y no deja más saldo que los muertos.

El día de hoy es una buena fecha para abrir un expediente inédito, el primer y mutuo acercamiento del PRD y el PRI-Gobierno (todavía integran la santísima dualidad) sobre un tablero limpio, la paulatina disolución de una querella confusa en una competencia abierta. Daría un nuevo dueño al gran estado de Michoacán y un nuevo significado al 2 de octubre: la democracia.

Reforma

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