Festiva barbarie
El periódico La Jornada del 13 de octubre publicó varias fotos espeluznantes sobre las "anticelebraciones'' del día anterior. El contenido de ambas, me provocó la siguiente reflexión. Los lectores de El Norte no necesitan verlas: les bastará imaginarlas.
¿Es Lenin en una ciudad siberiana? ¿Es Stalin en un suburbio de Georgia? No. La estatua que derriban los cívicos integrantes del Frente Cívico de Morelia es la del fundador de Morelia, Antonio de Mendoza. ¿Sabrían que a Mendoza, primer Virrey de Nueva España, se debe la traza de la Ciudad de México? ¿Sabrán estos valientes que Mendoza fue cofundador del Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco donde Sahagún y sus informantes indígenas reconstruyeron la historia y la cultura del mundo azteca? Seguramente no y no les importa: nada igual al placer de destruir. ¿Es el Gran Inquisidor lanzando anatemas contra los herejes? ¿Es Savonarola blandiendo la cruz para destruir el arte impío? No. Es un furibundo defensor de los indios que ha arrancado la cruz a la estatua de Colón para destruir con ella una de las efigies de la glorieta. ¿Sabrá este aguerrido caballero águila que la cruz de los misioneros como Fray Bartolomé de las Casas civilizó al País y atenuó la servidumbre de los indígenas? Seguramente no y no le importa: nada iguala el placer de destruir.
Negar que la Conquista fue, en gran medida, como decía las Casas, la destrucción de las Indias mediante la opresión, el asesinato, la guerra y la enfermedad, es tan absurdo como negar la paternidad cultural de España e idealizar el pasado indígena olvidando sus atroces carnicerías. Pero estos nuevos salvajes están más allá de la polémica entre hispanistas e indigenistas. Su furor destructivo encierra lecciones importantes para los tiempos que vienen. Su barbarie, en primer término, no es sólo achacable a ellos sino al maniqueísmo, la pobreza y la violencia del debate en México. Todos los ámbitos de nuestra vida pública adolecen de este desconocimiento sobre la ética y el arte de convencer y estar en disposición de ser convencidos, todos confunden los argumentos con las piquetas.
Para empezar a cambiar esta condición urge enseñar (y aprender) en la práctica. El único método a la mano es abrir los medios de comunicación al debate político abierto y sin cortapisas. Otra lección atañe a la enseñanza de la historia. Las bárbaras escenas del 12 de octubre prueban la inutilidad de despersonalizar la historia. Los próximos libros de texto de historia, cualquiera que sea su modalidad, deben guiarse por un espíritu de comprensión centrado en las personas, no porque toda historia sea biografía, sino porque es la forma más directa de despertar amor, respeto, ponderación crítica hacia el pasado, es decir, hacia la propia identidad. Un niño a quien se le narra la obra educativa de Pedro de Gante en San José de los Naturales no empuñaría la piqueta un próximo 12 de octubre para derribar la estatua que resta junto a Las Casas.
Por último, quizá la lección fundamental del episodio es para las fuerzas políticas que en su coqueteo retórico o sus movilizaciones inducidas, alientan un clima de violencia; son las mismas que confirman los peores estereotipos sobre México como un país parido, marcado y destinado por y para la violencia. Si no repudian ahora mismo, frente al '94, todo método violento, si no inauguran una etapa inédita de debate reglamentado y civilizado, no es difícil que protagonicen, por cuenta propia, un nuevo y anacrónico capítulo de la destrucción de las Indias.
El Norte