Narrar la vida
Para Fernando García Ramírez
Tres disciplinas literarias se disputan, como celosas hermanas, el arte de narrar la vida: la historia, la novela y la biografía. No son las únicas ni las más remotas. La tradición oral, las antiquísimas escrituras, las baladas populares, las crónicas, son sus parientes cercanas, pero sólo aquellas tres compiten por la atención permanente del lector. Según “Google”, la historia lleva la delantera con 979 millones de entradas, seguida de lejos por la novela con 179 y por la biografía, que alcanza los 144. (La autobiografía, que narra la vida propia y que merece una consideración aparte, tiene sólo 21.) La proporción, por supuesto, es engañosa: a diferencia de la historia o la biografía, pocas novelas se titulan como tales, por lo cual su frecuentación es seguramente mayor. Pero más allá de la medición cibernética, hay entre las tres hermanas diferencias penosas. La historia no sólo es la más antigua, respetada, arraigada, sino también la más pródiga en ámbitos culturales y nacionales, en especialidades y subgéneros y, por supuesto, en autores. La novela es la hermana sexy: joven (tiene apenas unos cuantos siglos), conserva aún la frescura de los tiempos en que contaba las hazañas de los caballeros andantes, y los ingenios de Cervantes. Los novelistas son acaso más venerados que los poetas y dramaturgos. La biografía, en cambio, es la hermana pobre y desangelada. Casi tan vieja como la historia, alguna vez compitió con ella al tú por tú, pero hace al menos dos siglos que vio pasar su momento de esplendor. Ahora vive confinada en una rica habitación de la casa de Occidente, el cuarto anglosajón, y hace tímidos paseos por los barrios aledaños. Sus autores clásicos se cuentan con los dedos de las manos. De hecho, se dice que sólo ha conocido dos etapas: su “Viejo Testamento”, presidido por Plutarco, el biógrafo del poder; y su “Nuevo Testamento”, oficiado por James Boswell, el biógrafo del saber. La historia de su ascenso y decadencia parece una novela del desencanto. Vale la pena esbozarla en una sumarísima biografía de la biografía.
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A la perdurable genealogía de nuestro padre Plutarco (46-120 d.C.), griego en tiempos de dominación romana y autor de las célebres Vidas paralelas, dediqué hace años un ensayo titulado “Plutarco entre nosotros” (Travesía liberal, 2003). Allí recordé que el secreto de su influencia está en su indagación moral, su búsqueda diferenciada de la virtud en los hombres que actuaban en el escenario brutal de la vida pública. El método que discurrió, como se sabe, fue la comparación entre cincuenta personajes griegos y romanos: “Mediante este método de las Vidas [...] adorno la mía con las virtudes de aquellos varones [...] haciendo examen, para nuestro provecho, de las más importantes y señaladas de sus acciones.” Plutarco estableció claramente su oficio como un quehacer distinto al del historiador: “Escribo vidas, no historias.” Una generación más tarde, los despliegues y excesos del trono imperial inspiraron a otro biógrafo, Suetonio (70-160 d.C.), cuya obra, Las vidas de los césares, trascendió su tiempo e incluso ha llegado a nuestros días a través de Roma, una exitosa serie de la televisión inglesa. En aquellos retratos implacables, Suetonio no busca ya (porque manifiestamente no cree en ellos) los rasgos admirables de sus personajes, sino sus frecuentes vicios, bajezas y pasiones. Es el creador de la biografía crítica.
La Edad Media abandonó este tipo de biografía aristotélica –ejemplar o polémica, pero realista– para dar pie a una vertiente, digamos, platónica del género: la narración del vínculo entre el hombre y Dios. La “biografía del poder” abrió paso a la “biografía del creer”, en sus dos variantes: la autobiografía de tensión interior, expiatoria y confesional, tal como la practicó San Agustín, y la hagiografía. Las vidas eran ejemplares no por sus virtudes o frutos terrenales, sino por la concordancia de ambos con el diseño divino. El género viajó de maneras extrañas a través de los siglos. A partir de la Revolución Francesa, los estados nacionales, urgidos de una religión cívica que legitimara su poder, adoptaron la hagiografía como método oficial, haciendo un desfavor mayúsculo al prestigio de la biografía clásica. Los héroes se convirtieron en santos laicos, con sus vidas ejemplares prodigadas en estampas, altares y relatos sobre su devoción, su fe y hasta su martirio, no en el nombre de Dios y la religión sino de la patria. Los regímenes totalitarios en el siglo XX fueron aún más lejos: resucitaron a plenitud la hagiografía (y su espejo, la demonología) para apuntalar la servidumbre del individuo ante el Estado.
En el Renacimiento, Plutarco fue muy leído. “Es nuestro breviario”, proclamó Montaigne, artífice de la moderna conciencia individual. También la era isabelina sintió su influjo. Shakespeare llevó a Plutarco al teatro en Julio César y Antonio y Cleopatra. Sus dramas históricos ingleses tienen un aire de biografía política y de enseñanza moral. En Enrique IV, Parte II, un personaje llega al extremo de atribuir a la biografía facultades taumatúrgicas: “Hay una historia en la vida de todos los hombres/ que perfila el rostro de los tiempos idos./ Sabiéndola observar, un hombre puede profetizar...”
Así como la fama e influencia de Plutarco llegó hasta la Ilustración, la era de Boswell tuvo precursores desde la Antigüedad. Quizá quepa remontar el origen de la biografía del saber a Diógenes Laercio, autor del siglo III que había escrito útiles compendios de la doctrina de los pensadores cuya vida reseñaba, desde los presocráticos hasta los escépticos de la época helenística, y conformó un corpus imprescindible en los estudios renacentistas. En la Baja Edad Media, Boccaccio escribió una vida de Dante y Petrarca emuló a Suetonio con sus Vidas de romanos ilustres. Ya en pleno Renacimiento, Giorgio Vasari reunió las Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1542-1550). A partir del siglo XVII, el género floreció aún más, ligado al desarrollo del espíritu científico. Uno de sus exponentes fue el anticuario y arqueólogo inglés John Aubrey (1626-1697), quien con el mayor rigor empírico (confiando en lo visto antes que en lo oído, y recogiendo con meticulosidad de entomólogo los datos más personales), compuso las curiosísimas Vidas breves de decenas de personajes, la mayor parte ingleses, colegas suyos en la primera sociedad científica de Occidente, la Royal Society (1662): Robert Hooke, creador del reloj de péndulo; Francis Potter, que practicó por primera vez la transfusión de sangre; John Pell, que inventó el signo de división en la aritmética, y varios más, como el filósofo Hobbes, el químico Bayle, el astrónomo Halley. Aunque esta narración de vidas prendió particularmente en Inglaterra, tuvo artífices en otros países. Ejemplo al azar: en Holanda, maestra del retratismo pictórico, dos contemporáneos de Spinoza, los ministros protestantes Lucas y Colerus, escribieron sendas biografías del impecable filósofo.
En la Ilustración, la biografía en todas sus variantes alcanzó su cenit. Dejó su carácter plutarquiano e “inspiracional” y adoptó los patrones racionales y empíricos de la época, aplicados a la conducta, las motivaciones y las pasiones del hombre. Su epígrafe pudo haber sido el primer verso del Essay on man, de Alexander Pope: “The proper study of mankind is man.” Había también en ella un sano germen de individualismo democrático y, por tanto, de tolerancia, que no pasó inadvertido a uno de los hombres emblemáticos del siglo XVIII, el doctor Samuel Johnson, omnisciente autor del Dictionary of the English Language (1755), de quien se decía que no leía libros sino bibliotecas: “A todos nos impulsan los mismos motivos, a todos nos decepcionan las mismas falacias, nos anima la esperanza, el peligro nos obstruye y el deseo nos amarra: a todos nos seduce el placer.” Francia e Inglaterra se hermanaron –por una vez– en la narración de vidas. Voltaire escribiría la biografía de Luis XIV y –junto con Diderot– varios ensayos biográficos en la Encyclopédie (1765). D’Alembert compuso sus “Encomios” de los miembros de la Académie Française a la que pertenecía, textos que Lytton Strachey –acaso el biógrafo más original de la primera mitad del siglo XX– consideraba magistrales. Pero Inglaterra, quizá por su orientación protestante, llevaba la delantera. En el arranque de su asombroso sacerdocio intelectual, Johnson narró la vida de su desdichado amigo, el poeta Richard Savage, y en sus años de madurez (aunque Johnson, en realidad, nació maduro) escribió sus célebres Lives of the poets. En el periódico The Rambler que editó en su juventud, había publicado tres ensayos sobre el género que constituyen (aún ahora) una cartilla del arte biográfico. La biografía, a su juicio, era el género humanístico por excelencia:
Ningún otro género vale más la pena que la biografía. Nada puede ser más dulce o más útil, y nada puede encadenar un corazón de modo más irresistible, o propagar más ampliamente asuntos ejemplares sobre cualquier situación, que la biografía.
Un joven escocés llamado James Boswell (1740-1795) leyó esas prescripciones y quedó convertido. Boswell no sólo siguió las enseñanzas de su maestro: lo siguió a él, literalmente, paso a paso, frase a frase, libro a libro, en reuniones, fiestas, conferencias, diálogos, en casas, caminos y pubs, a lo largo de treinta y dos años, al cabo de los cuales publicó su The Life of Samuel Johnson (1791), acaso el mayor monumento biográfico en la historia:
No concibo modo más prefecto de escribir la biografía de alguien que la de relatar todo lo importante en su vida, pero entretejiéndolo con lo que en privado escribió, dijo y pensó, de modo que se pueda imaginar a la persona, verla viva y revivir con ella cada escena, tal como sucedió en cada etapa de su vida [...]
Lo notable de aquel libro no era sólo ese acucioso rescate de la vida cotidiana de Johnson acompañado del examen crítico de sus obras o la publicación de sus cartas, sino algo más novedoso, que Richard Holmes –quizá el más distinguido biógrafo inglés de nuestro tiempo– atribuye a la incipiente sensibilidad romántica: la conexión emotiva con el personaje, la comprensión de su alma. Un sólo ejemplo, entre una infinidad, es la mención de la melancolía, condición permanente en Johnson pero acentuada a raíz de la muerte de su esposa, en 1752 (Johnson tenía 43 años), y comunicada a Boswell por la versión de “su fiel sirviente negro”, el jamaiquino Francis Barber, que fue su albacea: “Vivía en una gran aflicción.” Más de un siglo después de publicada la obra, Lytton Strachey se asombraba de que un hombre como Boswell, “vago, lascivo, alcohólico y esnob”, hubiera podido alcanzar uno de los éxitos intelectuales más grandes en la historia de la civilización. Lo explicaba así: “Con persistencia increíble, había llevado a cabo la enorme tarea que se había propuesto hacía treinta años. Todo lo demás se había esfumado. Estaba exhausto hasta el límite, pero su obra estaba ahí. Era la creación de su insaciable apetito de vivir, tan insaciable que provocó su destrucción. La misma fuerza que produjo La vida de Johnson precipitó a Boswell en la ruina y la desesperación.” Al releer esa biografía, se tiene la impresión de que la obra maestra del doctor Johnson no fue su Diccionario, sus ensayos o sus biografías, sino su propio personaje, Johnson, creado pacientemente por él para ser objeto de la biografía que Boswell, mirándolo vivir, hilvanaba. O que el verdadero genio no era tanto Johnson sino Boswell, el ardiente y laborioso Boswell, que lo retrató con genialidad.
Anticuada y antigua, a lo largo del siglo XIX la biografía palideció pero no se extinguió. Como sus músicos o poetas, todas las culturas europeas dieron sus biógrafos nacionales, pero la capital de la biografía siguió siendo Inglaterra. No obstante, en la era victoriana, las biografías se contagiaron del aire de los tiempos: se volvieron condescendientes, profusas, hipócritas, discretas. Al despuntar el siglo XX la tendencia se corrigió. En Cambridge, el grupo literario e intelectual de Bloomsbury produjo al menos un genio indisputado: Lytton Strachey, que en sus Eminent Victorians retrató, con ironía malévola y una prosa irresistible, a los personajes adorados por los tiempos idos. (Uno de ellos era el general Gordon, que murió destrozado en Sudán por las huestes delirantes del “Mahdi”, una suerte de Osama Bin Laden de fines del siglo XIX. La opinión victoriana lo consideraba un héroe. Strachey, creador de la biografía despectiva, reveló que era tan fanático como su teológico enemigo.) Para el talante inglés, escribir biografía podía ser un pasatiempo semejante al de pintar acuarelas o tocar el violonchelo. Por eso, apenas sorprende que la novelista del grupo, Virginia Woolf, no esquivara el género y aun ensayara con él nuevas formas, como ocurrió en su obra Orlando. Otro caso notable es el del famoso economista J.M. Keynes, que escribió unos elegantes Essays in biography, entre los cuales sobresale un retrato de Isaac Newton, en el que revela la inclinación absorbente de aquel pionero científico por la alquimia.
Incitada por las nuevas corrientes psicoanalíticas, en la Europa continental la biografía tuvo un pequeño repunte: quiso rastrear los motivos y las causas de la conducta humana. ¡Y vaya que había fenómenos nuevos que reclamaban explicación! Esa dilucidación nunca llegó, pero la desconcertante autodestrucción de Europa en la Primera Guerra; el malestar, la desesperanza, la exaltación, el miedo del período de entreguerras, y la reincidencia en la barbarie en la Segunda Guerra Mundial produjeron una suerte de repliegue o exilio interno que favoreció el escape hacia la biografía. Ése fue el caso de tres autores de ascendencia judía (nacidos en la década de 1880) que, desde su marginalidad y nostálgicos de una Belle Époque que se desvaneció ante sus ojos, se dieron a la tarea de escrutar el alma de figuras políticas y literarias del pasado: André Maurois, Stefan Zweig y Emil Ludwig. Los tres fueron muy leídos en su tiempo, pero no lo sobrevivieron.
En la segunda mitad del siglo XX, se acentuó el predominio anglosajón en la biografía. Además del culto interior al género y de la notable vitalidad e inventiva con que se practica, Inglaterra ejerce casi un imperialismo biográfico. Los mejores cultivadores de España –con excepciones solitarias, como el doctor Gregorio Marañón– son émulos de Boswell: Paul Preston (Franco, Juan Carlos), Ian Gibson (Lorca, Machado), John H. Elliott (el Conde Duque de Olivares). Por lo que respecta a la historia iberoamericana, la tendencia no cambia, como atestigua la reciente biografía de Bolívar escrita por John Lynch, o la vida de Borges por Edwin Williamson (aunque de pronto nos hemos llevado una sorpresa mayúscula: Bioy Casares convertido en el Boswell de Borges).
En el otro polo del mundo anglosajón, el género es particularmente popular, lo cual no significa que haya recuperado en absoluto su perdido lustre. En Estados Unidos, es verdad, hay un “Biography Channel”, acompañado por una revista ilustrada de gran tiraje.
Se publican biografías de políticos, artistas, escritores, empresarios, deportistas, actores. La inmensa mayoría son meros productos comerciales: narraciones ligeras, sensacionalistas, colmadas de mentiras, chismes y nimiedades, subliteratura efímera. Por fortuna, también se escriben biografías serias y sólidas, y existen asimismo revistas especializadas en personajes históricos (como The Abraham Lincoln Quarterly), así como sitios de internet que enriquecen el conocimiento de las personas.
Han pasado dos mil años y la biografía sigue viva, pero, a diferencia de la historia y la novela, su panteón –como se ha visto– es increíblemente reducido. Plutarco está olvidado; Boswell nunca ha dejado de reimprimirse en Inglaterra
(y curiosamente, ahora mismo circula una nueva y magnífica versión española de Miguel Martínez-Lage, editada por El Acantilado), pero sería engañoso pensar que su “Nuevo Testamento” goza de buena salud. A despecho de su popularidad, la biografía –hay que reconocerlo– es una rama modesta del árbol intelectual de Occidente. Esta condición se comprende mejor al examinar con mayor detenimiento su difícil relación con sus poderosas hermanas: la novela y la historia. Frente a ellas hay que entenderla, y salir también en su defensa, porque el tipo de narración que propone tiene sentido, y da sentido... a la vida.
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La razón principal del ocaso de la biografía en el siglo XIX está en el ascenso irresistible, en toda Europa, de su deslumbrante hermana, la novela. El ideal de Boswell –hacer la historia universal de una vida– podía alcanzarse con mayor plenitud por la vía de la imaginación, cuya obvia ventaja residía, naturalmente, en la libertad. Allí no había necesidad de someterse a restricciones de veracidad fáctica, imprescindibles en toda biografía, pero muchas veces inasequibles para el biógrafo. Allí la razón ilustrada y la pasión romántica se acompañaban con una tensión creativa impensable dentro de los límites y las formas cronológicas de la biografía. Para colmo, los propios novelistas consagrados contribuyeron desde entonces a demeritar la biografía. La sentían enferma de necrofilia, una variante ampliada de la obituaria. (Había un grano de verdad: en su juventud, Johnson se había especializado en escribir epitafios en verso.) Los literatos resentían también lo que para ellos era una “mórbida curiosidad” por lo privado, y temían que su veredicto manchara sus reputaciones. Según recuerda Holmes, Kipling decretó que la biografía era un género de “canibalismo humano”. Wilde decía que todo biógrafo era un Judas. Flaubert se preciaba de que su única biografía fuera Madame Bovary y creía advertir una envidia patética en los biógrafos. Se llegó a decir que “el biógrafo es un novelista sin imaginación”. Y Marcel Proust escribió un libro contra Saint-Beuve, el biógrafo por excelencia de la literatura francesa del XIX, acusándolo de pretender suplantar al autor, con una obra sobre el autor.
A finales del siglo XIX, Marcel Schwob (1867-1905), excéntrico cuentista francés, psicólogo, historiador, formuló en el prólogo a sus Vidas imaginarias (1896) una especie de utopía para biógrafos que tuvo efectos desalentadores. Schwob deslinda el género de toda pretensión científica: “El arte está en oposición con las ideas generales, no describe sino lo individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica.” Con ese criterio, descarta “las chismografías” de Suetonio como meras “polémicas rencorosas”, y, aunque encomia el “buen genio” de Plutarco, le reprocha su método: “Imaginó ‘paralelos’, ¡como si dos hombres propiamente descritos pudieran parecerse!” Su autor preferido entre los clásicos, por su amor a la minucia, era Diógenes Laercio. “El sentimiento de lo individual –apuntaba Schwob– se ha desarrollado más en tiempos modernos.” Se refería a Boswell, cuya obra habría sido perfecta “si no hubiera juzgado citar la correspondencia de Johnson y las digresiones sobre sus libros”. Le parecía superior John Aubrey, aunque “el estilo de este anticuario no esté a la altura de su concepción”. Pero ¿en qué consistía ese instinto biográfico que reclamaba Schwob? Para ilustrarlo, curiosamente, no refería a un escritor sino a un pintor japonés, Hokusai: “Esperaba llegar, cuando tuviera ciento diez años, al ideal de su arte. En ese momento, decía, cualquier punto, cualquier línea trazados por su pincel estarían vivos. Por vivos, entended individuales.” Hay que aclarar que a Schwob no le interesaba la nariz de Cleopatra o la embriaguez de Alejandro Magno o la enfermedad de Napoleón en Waterloo. Esos hechos individuales, que modificaron o habrían podido modificar los acontecimientos, le parecían importantes para la historia, no para la biografía. El buen biógrafo debía buscar lo absolutamente único, irrepetible, inexplicable: la bolsa de cuero llena de aceite que Aristóteles acostumbraba llevar sobre el estómago (Diógenes Laercio), el aburrimiento de Hobbes al combatir las moscas que se posaban sobre su calva (Aubrey), las cáscaras secas de naranja que Johnson solía conservar en sus bolsillos (Boswell). Así pues –concluía Schwob, en el extremo opuesto a Plutarco– “el ideal del biógrafo sería diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que hubieran inventado aproximadamente la misma metafísica”.
Borges decía que la lectura de las Vidas imaginarias de Schwob fue el punto de partida de su narrativa fantástica. Lo cual es un dato revelador sobre los límites de la biografía. El encuentro poético que pedía Schwob –el milagro de aprehender la particularidad de una vida– sólo podía alcanzarse a través de la literatura en estado puro. También de la pintura, como en los retratos flamencos, en Velázquez o Goya. No hubo, nunca habría, un Hokusai de la biografía.
Pero había y hay una gloria particular en narrar una vida, en esa “novela de la realidad” que es la biografía. Plutarco, biógrafo del poder, había escrito: “Muchas veces una acción momentánea, un dicho agudo, una niñería sirven más para calibrar las costumbres que las batallas en las que mueren miles de hombres.” El doctor Johnson, biógrafo del saber, había prescrito: “Mirar hacia lo doméstico; exhibir los detalles nimios de todos los días, allí donde... los hombres brillan unos sobre los otros por su prudencia y virtud.” Las costumbres y la virtud. El gusto por lo particular, característico del biógrafo, no conduce a la revelación, pero ha sido siempre el núcleo de un conocimiento que abona a la historia y a la moral. Un saber y una sabiduría. Madame Bovary y todas las vidas imaginarias representan quizá más cumplidamente el tejido de la complejidad humana, pero el doctor Johnson y todas las vidas reales merecen también un acercamiento propio.
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“... y al sentir el rechazo de su joven hermana cortejada por todos, la biografía tuvo un episodio de locura: quiso hacer un pacto de sangre con la filosofía para dar un golpe de Estado doméstico a su hermana mayor, la historia.” Así habría narrado un novelista del XIX el drama de la biografía. Pero los hechos son ciertos y el hombre que los llevó a cabo fue también, como Boswell, un volcánico escocés: Thomas Carlyle. El plan fracasó. Su filosofía de la historia, centrada en la teoría del “héroe”, resultó letal para el prestigio de la biografía.
En la superficie, On heroes, hero worship, and the heroic in history (1841) parecería una reivindicación del género. En realidad era su exacerbación irracional. “Los Grandes Hombres”, escribió, “son los textos inspirados –actuantes, hablantes– de ese divino libro de revelaciones [...] que algunos llaman historia...” Carlyle pensó que los “grandes hombres” eran las fuerzas motrices, nada menos que las causas de la marcha histórica. “El culto de los héroes –apuntó– es un hecho invaluable, el más consolador que ofrece el mundo hoy. [...] La más triste prueba de pequeñez que puede dar un hombre es la incredulidad en los grandes hombres.” La derivación política de esta terrible doctrina es bien conocida: Carlyle es un ancestro del nazismo. Escribe Goebbels en su diario: “El Führer conoce el libro [de Carlyle] muy bien: Le repetí algunos pasajes y lo conmovieron hondamente.” El culto carismático cobró decenas de millones de víctimas; y en nuestro siglo, por lo visto, seguirá cobrándolas. Pero su mera persistencia no avala la tesis ni el método de Carlyle, el biógrafo que envenenó la biografía.
La hipótesis de su admirador Ralph Waldo Emerson era más inocua y más sugerente. Sus “hombres representativos” no son imperiosos sino sólo significativos, encarnaciones individuales de la colectividad que la interpretan y le dan un rumbo. El componente metafísico de esta idea es evidente, pero ¿cómo negar –por ejemplo– que Jean Sibelius representa el alma finlandesa? ¿O que Benito Juárez –como pensó Justo Sierra– encarna una zona profunda del alma mexicana? Hay, me parece, en la teoría emersoniana un núcleo de verdad. Nada más.
¿Cómo terminó finalmente la relación entre las hermanas? La novela siguió reinando indisputada. La historia condescendió a convivir con la biografía. Para los espíritus serios y sensatos, la indagación sobre “el papel del hombre en la historia” fue de nuevo un tema propio de la filosofía de la causalidad histórica, inútil como premisa de narración biográfica. Descartado el concepto del “heroísmo”, el estudio del liderazgo abrió un horizonte amplio para la biografía. En la “biografía del poder” del siglo XX, Churchill no fue un superhombre, fue un líder que, con clarividencia y valor, incidió en el destino de Occidente. En el extremo opuesto estaban, por supuesto, Hitler, Mao, Stalin, líderes también –que Carlyle habría venerado–, pero que era preciso abordar con nuevas herramientas teóricas de investigación, y con los archivos que se fueron abriendo (y siguen abriéndose) al paso del tiempo. En esa renovación constante del conocimiento, en ese carácter abierto que tiene la biografía, ha visto Richard Holmes, con razón, su ventaja, acaso su única ventaja, sobre la novela.
Por lo que respecta a la legitimidad de la “biografía del saber” y su provecho como disciplina complementaria de la historia, Bertrand Russell escribió una justificación que me parece perfecta: “Creo que si los cien hombres de ciencia más capaces del siglo XVII hubieran muerto en la infancia, la vida del hombre corriente en todas las comunidades industriales actuales habría sido completamente distinta de la que es. Y si Shakespeare y Milton no hubieran existido, no creo que algún otro hubiera escrito sus obras.”
“No hay historia, sólo biografía”, proclamó Carlyle. La frase es evidentemente falsa. También su inversa lo es.
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Al salir de la casa de las tres hermanas, recuerdo, entre una galería de autores incidentales o apologéticos, a los escasos oficiantes genuinos de la biografía en México. Su solitario trabajo (que deslindo de la autobiografía) merecería, a su vez, tratamiento histórico. Aunque existieron antecedentes notables en los siglos XVI y XVII, quizá el primero fue el jesuita Juan Luis Maneiro, autor de las Vidas de mexicanos ilustres del siglo XVIII. Maneiro pudo haber dado inicio a una tradición humanista clásica en la biografía, pero su propuesta quedó trunca por la condición de exilado en la que escribía. La estafeta fue retomada magistralmente, a mediados del siglo XIX, por dos grandes autores que no pertenecen al panteón oficial: José Fernando Ramírez (con su Vida de Motolinía) y sobre todo Joaquín García Icazbalceta, autor de decenas de biografías puntualísimas sobre personajes de la Conquista y el Virreinato y, sobre todo, de la magistral Vida de Don Fray Juan de Zumárraga. En las décadas finales del siglo XIX, Francisco Sosa realizó una obra profusa y no despreciable, pero sesgada hacia las vidas ejemplares. Al comenzar el XX, Justo Sierra escribió una gran biografía de Juárez sobre premisas emersonianas –sosteniendo la “representatividad” de Juárez como emblema del alma profunda y el destino liberal de México. En respuesta, Francisco Bulnes publicó una vida polémica, tan ácida como las de Strachey, pero desprovista de elegancia y gracia. En la etapa moderna –y a riego de incurrir en omisiones– creo que merecen citarse las biografías de José Fuentes Mares y tres grandes obras, una por cada década: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe de Octavio Paz (1983), el Hernán Cortés de José Luis Martínez (1990) y la Vida de Fray Servando de Christopher Domínguez Michael (2005).
Don Luis González (nuestro inolvidable doctor Johnson) advertía a sus discípulos, en una remota clase de 1970: “Pocas veces se ve un historiador metido a biógrafo.” Conmigo sí se vio, y nunca le pedí perdón por mi pecado. Con todo, quiero pensar que no habría condenado el modesto credo biográfico que ahora desprendo de mis lecturas y mi propio trabajo. Creo, con Plutarco, que la biografía puede complementar el conocimiento de la historia y orientar la vida moral. Creo también, con Suetonio, que puede ser ácida e implacable, sobre todo con las personas del poder. Creo, con Diógenes Laercio, que debe recrear sobre todo a las personas del saber, en las que –como John Aubrey– la lente microscópica suele distinguir rasgos esenciales: la buena voz, la panza prominente, la miopía y hasta el estreñimiento. Creo, con Boswell, en la frecuentación directa, curiosa, puntillosa, obsesiva, pero también maliciosa y crítica, de las cartas, los diarios íntimos, las memorias, los testimonios orales de los biografiados y, en condiciones ideales, de los biografiados mismos. Creo que el buen estilo de una biografía puede aproximarla un poco al ideal pictórico de Schwob. Creo en la frase de Strachey: “La discreción no es la parte mejor de la biografía.” Hasta ahí mis clásicos, que leo y releo con anacrónica fascinación.
En cuanto a mi propia experiencia, quiero creer que existe la imaginación biográfica. Radica, por un lado, en comprender los motivos de los personajes y tratar de recrear sus pensamientos y sentimientos. Y consiste, también, en ver las opciones vitales que se abrían ante ellos cuando el pasado era presente. Esta reconstitución imaginaria de la incertidumbre es acaso la operación más difícil, y en ella fincan muchos críticos la supuesta limitación ontológica de la biografía: describir una vida de la que se sabe de antemano el desenlace. Pero, de ser cierta, esa objeción no sólo desmentiría el género de la biografía, sino también el de la historia. Sobre el lugar de la explicación en la biografía, pienso que la irracionalidad y el azar juegan un papel central en la vida humana, y por ello dudo que la conducta sea propiamente “explicable”. Pero creo también que es posible entrever el “sentido” de una existencia, descubrir conexiones entre hechos remotos y presentes, dar con ciertas claves ocultas (aun para el propio sujeto, o sobre todo para el propio sujeto) que de pronto pueden aclarar, con una honrada, pulcra, verosímil y evocadora narración, ese misterio, ese milagro que es una vida, una vida humana. ~
Letras Libres, núm. 108
*Texto compilado en el libro electrónico El arte de la biografía