Orígenes de la intolerancia mexicana
Mímesis
La noción de la Reforma como el “tiempo-eje” de la historia moderna mexicana es un hallazgo de Luis González y González. A partir de las reflexiones de Karl Jaspers, nuestro inolvidable maestro explicaba que el cambio que experimentó el país en aquella “gran década nacional”, aunque menos violento que el de 1810 a 1821, fue más profundo y perdurable. La Independencia apartó la rama americana del tronco político español pero dejó casi intocadas muchas ideas, creencias, costumbres, instituciones y tradiciones de los tres siglos virreinales; España se fue, pero lo hispánico quedó, y quedó también, tanto o más que la lengua, la más venerada de las tradiciones: la Iglesia.
Al modificar la matriz teológico-política de México, la Reforma dio un giro radical que la distinguió de otras experiencias iberoamericanas (como el caso de Colombia) y la acercó a la experiencia política e intelectual europea, en particular a la francesa; al separar las dos antiguas Majestades, al tocar los derechos y los bienes de la Iglesia, al acotar sus vastas tareas en este mundo y aun su ministerio hacia el otro, la Reforma dividió la historia mexicana en un antes y un después; fue, en efecto, el “tiempo-eje”.
Todos estos son hechos bien conocidos; pero la Reforma fue nuestro “tiempo-eje” también en otro aspecto más sutil e inadvertido, un proceso de largo aliento que podríamos llamar de “mímesis” mediante el cual el naciente Estado liberal fue adquiriendo desde un principio (desde 1860, por lo menos) los rasgos de intolerancia que caracterizaron, en el gozne del siglo XIX, a la Iglesia mexicana vinculada estrechamente, acaso como nunca antes, al Vaticano; y no a cualquier Vaticano sino al de Pío IX, es decir, al papado de mayor radicalidad ultramontana en aquel siglo. Esa intolerancia frente a la Constitución de 1857 (condenada antes de promulgarse por el Papa, y cuya juramentación castigaron los obispos con la excomunión) fue –no solo en la versión liberal de la historia, también en la moderada, en ciertos textos conservadores y en autores académicos contemporáneos– la causa principal del estallido de la guerra. El liberalismo católico, tolerante y moderado, que había predominado en el Congreso, se hundió en la historia. Entre 1858 y 1860 quedaron frente a frente –como evocaría López Velarde– “los católicos de Pedro el Ermitaño” y “los Jacobinos de la era Terciaria”, odiándose “unos a otros con buena fe”. Buena fe que era mala fe, mala fe que consistía en no dialogar, no discutir, no escuchar, no negociar; mala fe que consistía en suprimir. Tras la promulgación de las Leyes de Reforma y el fugaz triunfo liberal, la Intervención francesa y el Imperio ahondaron aún más los odios teológicos. En este contexto, el liberalismo reformista de Maximiliano –desconcertante para sus primeros aliados y para la Iglesia– no hizo más que atizar la hoguera.
El proceso de “mímesis” siguió su camino. Lo moderó apenas la Restauración de la República pero se reabrió en tiempos de Lerdo de Tejada. Durante el Porfiriato la Iglesia y el Estado no dialogaban de manera abierta, no eran sino entidades encontradas, en actitud de forzada o mustia conciliación. A semejanza de la Historia Sacra, el Estado –con Justo Sierra como Sumo Sacerdote– construyó su credo patrio y su santoral. La Revolución pobló con nuevos héroes el mismo cielo pero fue mucho más lejos: reabrió las heridas. Y la posrevolución reabrió la guerra. En periodos de radicalismo extremo, los antiguos inquisidores pasaron a ser juzgados, y los antiguos perseguidos se volvieron persecutores. La “mímesis” encontró nuevas variantes: el Estado buscó suplantar a la Iglesia en campos como la salud y la asistencia, que habían sido de su exclusiva jurisdicción. En los años treinta, un lúcido ensayista, Jorge Cuesta, se refirió a los afanes educativos del Estado (que en tiempos de Vasconcelos había tenido un sentido genuino de evangelización cultural) como una “nueva clerecía”, imperiosa y catequizante. Aunque el péndulo osciló hacia la conciliación, en 1968 el Estado –en un momento de autoritarismo inquisitorial– reprimió a la disidencia estudiantil. Al poco tiempo, en los años setenta, Octavio Paz, advirtió una nueva y desconcertante mutación del mismo virus político-teológico: el tránsito de la intolerancia religiosa de derecha a la intolerancia ideológica de izquierda:
Muchos años más tarde, los intelectuales revolucionarios de izquierda mostraron la misma intolerancia de los clérigos de la Contrarreforma. En un caso, la verdad revelada; en otro, la verdad revolucionaria: dos absolutos y dos inquisiciones.
La idea del “tiempo-eje” adquiere entonces una dimensión inesperada. El legado de la Reforma se vuelve paradójico. Nos dejó grandes bendiciones cívicas, pero vertió el viejo vino de la intolerancia clerical en el odre nuevo de la intolerancia estatal e ideológica.
El tema, por lo demás, no es solo mexicano: es universal. La aspiración clave de la civilización occidental moderna ha sido la tolerancia; pero la intolerancia religiosa fue la manzana de la discordia de nuestro siglo XIX; la intolerancia ideológica fue
la manzana de la discordia en el siglo XX, y para nuestra absoluta perplejidad, la intolerancia religiosa ha vuelto a ser la manzana de la discordia del siglo XXI.
Escarceos teóricos
Los Sentimientos de la Nación (1813), esa profecía moral de nuestro tiempo, constituye a la vez el documento fundador de la intolerancia de cultos en el México independiente. La religión católica había de ser la única, sin tolerancia de ninguna otra. La prescripción pasó a la Constitución de Apatzingán de 1814. Pero diez años más tarde, Andrés Quintana Roo –quien había redactado aquel célebre texto junto con Morelos– escribe un memorando en el que solicita la discusión de la tolerancia religiosa en el Congreso Constituyente: “La intolerancia religiosa, esta implacable enemiga de la mansedumbre evangélica, está proscrita en todos los países, en que los progresos del cristianismo se han combinado con los de la civilización y las luces para fijar la felicidad de los hombres.”1
El documento se hizo público y provocó un escándalo que obligó a su autor a retirarse de la ciudad de México. Al poco tiempo, en una carta dirigida al papa León XII, el presidente Guadalupe Victoria ponía en sus manos el texto de la Constitución de 1824 que confirmaba y reafirmaba a México como un territorio donde la única religión admitida era la católica: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica apostólica romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”.
El debate sobre la tolerancia comenzó a prender lentamente. Dos décadas después, recordando la asamblea en 1823, Carlos María de Bustamante –fundador de la historia patria como una historia sacra– escribía en su Cuadro histórico de la Revolución Mexicana: “Cómo podremos oír sin devorarse las entrañas que enfrente de una iglesia católica donde se adora a Jesucristo haya una sinagoga en donde se le maldiga.”2 También fray Servando Teresa de Mier consideró que la tolerancia era inapropiada para México por razones teológicas (“nuestra religión es teológicamente intolerante, porque la verdad no puede ser más que una”) y por razones, digamos, democráticas (“como la [nación] nuestra no la quiere, por eso no la debe haber entre nosotros”).3 En cambio, José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, publicó en 1825 un alegato literario en favor de la tolerancia. En las deliciosas Conversaciones familiares del payo y el sacristán4, Lizardi consigna que la intolerancia vuelve imposible la inmigración. En boca del Payo, señala la anómala situación: ¿por qué si Francia, Gran Bretaña, Prusia, Rusia e incluso Roma practicaban en los hechos la tolerancia, México no? Imaginemos –dice– a un protestante inglés en México que no se arrodilla frente al Santísimo y que los mexicanos, observando semejante desacato, lo fusilan. “¿Qué pensaría usted –le pregunta al Sacristán– si lo mismo le ocurriera a Michelena, nuestro católico ministro de México en Londres, si hiciera lo propio frente a un templo protestante?”
En un sentido menos defensivo, más amplio y trascendente, José María Luis Mora defendió en 1827 la libertad y la tolerancia con argumentos en los que Jesús Reyes Heroles, en El liberalismo mexicano, encontró un “eco de Spinoza”:
Mientras no se establezca por base moral y civil la tolerancia política y religiosa, es decir, la seguridad perfecta de no ser molestado por exponer las propias opiniones; mientras los hombres que siguen determinados principios se crean con obligación o facultad de maldecir o perseguir a los que profesan doctrina diferente o contraria; finalmente, mientras no se generalice el hábito de sufrir la contradicción y censura ajena, es imposible la regeneración política de los pueblos, porque éstos no llegan a reformarse sino cuando los ciudadanos gocen de las garantías sociales.5
Tres años más tarde, el ecuatoriano Vicente Rocafuerte –fugaz representante de México en Gran Bretaña– explicó en su Ensayo sobre la tolerancia religiosa la fuerza dinámica de esa actitud de apertura y fustigó el anacronismo mexicano en el tema, no solo con respecto a Europa sino a Brasil, que la había instituido.6 Pero no todos los liberales de la época compartían estas nociones. Hacia 1831, en su Disertación sobre la tolerancia, Juan Bautista Morales adujo que la tolerancia era peligrosa porque ocultaba una agenda secreta: más que reeducar a la gente, lo que se pretendía con ella era instituir el protestantismo. Bautista acompañaba sus alarmas con un toque de celos nacionalistas: “¿Qué sucedería, si se permitiera la tolerancia de cultos? ¿Cuántos apostatarían de la religión, por obtener un destino, por lograr la protección de un rico, por congraciarse con alguna dama extranjera[…]?”7 Los liberales fluctuaban en sus convicciones. A pesar de la moción del doctor Mora en el sentido de suprimir el artículo relativo al catolicismo oficial y protegido, el Constituyente de 1823 lo pasó por alto. Por contraste, la Constitución de Yucatán de 1825 fue más abierta: “Ningún extranjero será perseguido, ni molestado por su creencia religiosa, siempre que respete la del Estado.”8
En 1834 –tras el derrumbe del proyecto secularizador de 1833– se publicó De la libertad de cultos y de su influencia en la moral y en la política. Se trata de un amplio y poderoso alegato jurídico, histórico, político, económico y teológico, escrito por José Fernando Ramírez (abogado duranguense que por aquellos años comenzaba a interesarse vivamente en la historia antigua de México) contra un opúsculo contemporáneo escrito tal vez por el obispo de Michoacán, Cayetano Gómez de Portugal. “La intolerancia –aduce Ramírez, en términos históricos– ultraja la razón y envilece al siglo XIX” y agrega: “Sin tolerancia de cultos no puede haber paz, dicha y libertad en la nación mexicana.” Su inversa, en cambio, fomenta la guerra: “La tolerancia nunca ha excitado una sola guerra civil, mientras que la intolerancia ha desolado al mundo y ha hecho retroceder los pueblos: testigo de ello la expulsión de los moros en España y la de los hugonotes en Francia.” En cuanto progreso material –apuntaba Ramírez– la intolerancia desalienta lastimosamente las olas migratorias que pudiesen revertirlo: “ha héchonos perder las numerosas emigraciones de los franceses y polacos en los últimos sucesos de Europa, y que si desde el año de 24 hubiéramos consignado en la Constitución la libertad de cultos, nuestro país fuera floreciente y no estaríamos envueltos en esa ominosa guerra que nos destroza a pretexto de defender la religión”. Pero acaso el interés mayor del texto, en términos intelectuales, está en su apelación al mensaje tolerante de los Evangelios y a ciertos pasajes de la Patrística. Así recuerda que san Atanasio “el mayor sabio y más justo de los escritores sagrados” escribió: “No es con dardos o con espada ni con mano armada como se predica la verdad: solamente deben emplearse para ello los consejos y la persuasión.” Cita a san Agustín: “Soportad a todos los otros como el Señor a vosotros.” Y da ejemplos de Constantino, que prohibió las ceremonias mágicas paganas, pero “no embarazó aquellas de que pudiera resultar algún bien” y que destruyó solo algunos templos en los que se “cometían abominaciones” pero “dejó subsistentes los otros”. “Hasta en los estados del Papa –apunta Ramírez– hay tolerancia, sin que por esto se les llame herejes. ¡Qué oprobio para la República Mexicana que, lisonjeándose de liberal e ilustrada, sea la última en abrazar instituciones que los monarcas absolutos y hasta los mismos turcos hace tiempo han adoptado!"9
Apasionada, informada, crecientemente compleja, aquella era todavía una batalla de ideas en la que, del lado liberal, privaba la ambigüedad. En 1837, el propio doctor Mora opinó que el tema de la liberad de cultos debía postergarse indefinidamente hasta que no hubiese mexicanos que profesaran otros credos. En el Congreso de 1842, una minoría de representantes propuso un voto por la tolerancia privada; el proyecto de constitución establecía que “la Nación profesa la religión católica, apostólica, romana y no admite el ejercicio público de otra alguna”, lo que abría la puerta al ejercicio privado de otros cultos. Pero la “tendencia a descatolizar al pueblo”, naturalmente, fracasó. Al sublevarse contra el Congreso el 14 de diciembre de ese año, el general Valentín Canalizo apuntó que “permitir la tolerancia privada de las demás sectas religiosas en un pueblo inocente, nuevo, y católico de todo corazón, es lo mismo que precisarlo á una lucha sangrienta, continua, interminable, justa, y con la esperanza de la corona de un martirio acoplada por la iglesia católica á los defensores de la Religión del Crucificado”.10 El congreso fue disuelto, su proyecto de constitución fue desechado, y las Bases Orgánicas de la República mexicana promulgadas en 1843 reiteraron: “La Nación profesa y protege la religión católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquiera otra.”
Polémicas teológicas
El siguiente capítulo del debate abarca el periodo de 1847 a 1857. Las polémicas se vuelven más intensas porque las provoca un golpe brutal de la realidad; la traumática pérdida de poco más de la mitad del territorio y la presencia física de protestantes norteamericanos, son hechos que desembocan en una pregunta: ¿cómo prevenir futuros desgarramientos? En 1848 el gobierno propone una legislación que facilite la colonización de México. En una de las interpretaciones de la derrota, el país aparece como un territorio despoblado, débil y desprotegido, cuya única política de prevención debía ser el paso franco a la colonización. Se trataba de un proyecto de tolerancia acotado: algunas de las colonias que se establecerían podrían gozar de tolerancia de cultos. El proyecto contó con el apoyo de El Monitor Republicano, diario liberal de tintes radicales, y aun de El Siglo XIX, que dirigía un liberal moderado, Francisco Zarco. Ese tenue intento desató la polémica de la inmigración ya no como un escarceo teórico sino como una polémica teológica.
El episcopado mexicano sube de manera resuelta al escenario. Se suceden pastorales, protestas, representaciones, con abundantes firmas de ayuntamientos, vecinos, sacerdotes, cabildos, obispos, unidos todos alrededor de un argumento irreductible: la tolerancia traería consigo una revolución. Para el monseñor José María Díez de Sollano, obispo de León, que escribe en La Voz de la Religión, la tolerancia es “absurda” y “monstruosa”. Para quien sería nombrado pocos años después obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, “la tolerancia civil en un pueblo que profesa exclusivamente el catolicismo, sería […] el más enorme contraprincipio en política, y el hecho más atentatorio contra los más grandes y verdaderos intereses de la sociedad”. Las “religiones falsas” –agrega– son “carencia de ser”, son nada, no tienen realidad, y lo que es nada no tiene derecho a existir.11
La intolerancia frente a la tolerancia comenzó a alimentar la defensa cada vez más elaborada de la tolerancia. Un texto casi epigramático escrito por Melchor Ocampo –gobernador de Michoacán– es quizás el más representativo. Lo tituló Reflexiones sobre la tolerancia. Puntual, claro, no desmerece frente al tratado de Voltaire sobre el mismo tema, que probablemente lo inspiró. Ocampo ejecuta una reducción al absurdo: si todo fiel necesita de un sacerdote para que le diga lo que tiene que pensar, entonces es el sacerdote el que ejerce la libertad de conciencia; imaginemos que no hay más que sacerdotes: entonces todos estarían ejerciendo la libertad de conciencia. La conclusión es clara: el hombre solo puede adorar a Dios según los dictados de su conciencia. Hay cuatro tipos de personas, continúa Ocampo: las creyentes y buenas, las no creyentes y buenas –buenas, se entiende, en su desempeño civil–, las creyentes y malas, y las no creyentes y malas. La Iglesia –señala– admite a las primeras y a la terceras (es decir, a las personas creyentes y buenas y a las creyentes y malas) pero abandona a las segundas. Sin embargo, para la sociedad lo importante no es la creencia íntima sino el comportamiento civil. Por eso, sean creyentes o no creyentes, lo importante es que las personas sean “buenas”. En un pasaje conmovedor, escribe: “Los teólogos dicen que ser tolerantes sería lo mismo que renunciar al conocimiento de la verdad; que sobre esta proposición: tres y dos son cinco, no ha habido ni puede haber tolerancia de opiniones […] Se les dice amad y ellos contestan: es falso. No es el modo de adorar a Dios el único punto sobre que se halla en desacuerdo la mísera humanidad [...] Se distraen voluntariamente de la cuestión, ella es [un problema] de corazón y ellos quieren volverla de entendimiento. ¿Por qué [concluye] la reprobación en las doctrinas ha de cambiarse en odio a las personas?"12
En 1851, Melchor Ocampo sostuvo una polémica memorable con un misterioso personaje que firmaba “un Cura de Maravatío” y cuya identidad no ha sido convincentemente dilucidada. ¿Se trataba de Clemente de Jesús Munguía (su casi coetáneo y compañero de estudios de abogacía, hijo expósito como él, su alma gemela y opuesta)? La imperiosa y brillante argumentación parece sugerirlo, pero David Brading, en su escrito sobre Munguía, no lo menciona como el autor.13
Ocampo propone, en esencia, una argumentación cristiana. No emplea razones prácticas, no defiende la inmigración por los beneficios materiales que pudiese acarrear. “¿Qué debiera hacer?” –pregunta– “cuando veo se danza y se grita en la iglesia; cuando veo a algún protestante encerrarse con su familia para leer la Biblia; qué cuando, si vuelvo a Roma y me veo en la necesidad de entrar en una de sus sinagogas, vea que el rabino abre el Sanctum-Sanctorum, o bien, cuando en los templos católicos vea a los armenios o a los coptos celebrar conforme a sus ritos; qué, cuando vea algún musulmán devoto hacer sus abluciones. Y cita a San Pablo en la Epístola a los Corintios: “Sed tales que no ofendáis ni a los judíos ni a los gentiles ni a la Iglesia de Dios.”14 Con estas imágenes de perplejidad moral, Ocampo propone la más amplia aceptación del otro: propone la tolerancia.
A lo cual, el misterioso Cura de Maravatío dice: “¡Alto aquí, Señor Ocampo […] ¿no está determinado por Dios y enseñado por su Iglesia el modo de adorar a la Suprema Majestad interior y exteriormente?” Ocampo hablaba de la intuición como un equivalente de la libertad de conciencia, el modo individual de conectarse con la divinidad. “Las intuiciones han sido –señalaba el Cura– el semillero inagotable de las herejías todas […] Miró Lutero con pasión desenfrenada sus propias intuiciones, y desde luego, propala las más atrevidas herejías […] ¡Oh qué acibaradas, qué malignas quedaron sus intuiciones! […] El más sabio, el más feliz y dichoso entre los mortales es aquel que vacía de su corazón las heces de sus propias intuiciones.” Las “pestilentes doctrinas” que emanaban de las paradojas de Ocampo tenían un propósito: “Vea Michoacán hasta dónde vamos a rematar, sin pensarlo el Sr. Ocampo a la libertad de cultos, a la libertad de conciencia. Dos programas tan impíos como funestos, que actualmente sirven de estandarte al socialismo de Europa, y que si por un castigo de Dios llegaran a cundir entre nosotros, es seguro que la devastación universal sería nuestro paradero.”15 La tolerancia equivalía, según el sacerdote de Maravatío, a la indiferencia dogmática. Se oponía a la idea de un Dios único, sabio, santo, veraz. Nuestra religión –concluye– “excluye a cuantos la contradicen: lo que en ella no enseña no es verdadero, lo que a su enseñanza se opone es error, herejía, mal”.16
En su batalla liberal, acompañaron a Ocampo los autores de El Monitor Republicano y un periódico de inmigrantes europeos de 1848 que circulaba en México, Le Trait d’Union (cuyo director, el francés René Masson, sería elogiado a su muerte en El Siglo XIX, como parte de “la valiente y espléndida generación que luchó en la prensa mexicana por las más nobles, por las más santas causas”17). Pero aun entonces las voces liberales fluctuaban. En 1851, el general Juan Álvarez declaraba inconveniente la tolerancia de cultos por los “funestos resultados que ofrecería”.18 Tres años más tarde, tras la última presidencia de Santa Anna, Álvarez –cabeza del Plan de Ayutla– pasa a la acción revolucionaria y cambia de parecer: “Ni el gobierno ni los ciudadanos se creen autorizados para estrechar a sus semejantes a rendir a Dios homenaje de una sola manera, es el ejemplo de los Estados Unidos."19
Los debates sobre libertad de cultos
La polémica teológica subió de escala y se enriqueció en los debates del Congreso Constituyente de 1856-1857. Ninguno de los artículos concitó mayor intensidad que el de la libertad de cultos, numerado como 15 en el proyecto. Algunos habían propuesto que quedara intacto el artículo de la Constitución del 24: la religión católica seguiría siendo la única, con exclusión de cualquier otra. Esta era también la opinión del arzobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros, quien, refiriéndose a la comisión que había redactado el proyecto de nueva Constitución advirtió que “no debieron proponer una novedad en asunto de tanta importancia”.20
El moderado proyecto del artículo 15 proponía la libertad de cultos y al mismo tiempo protegía al catolicismo: “No se expedirá en la República ninguna ley ni orden de autoridad que prohíba o impida el ejercicio de ningún culto religioso; pero, habiendo sido la religión exclusiva del pueblo mexicano la católica, apostólica, romana, el Congreso de la Unión cuidará, por medio de leyes justas y prudentes, de protegerla en cuanto no se perjudiquen los intereses del pueblo ni los derechos de la soberanía nacional.” Hubo oradores a favor y en contra. El debate comenzó con el diputado Castañeda, quien se preguntó: “En un pueblo en que hay unidad religiosa, ¿puede la autoridad introducir la tolerancia de cultos? ¿Será conveniente atentar así contra un sentimiento tan profundamente arraigado en el corazón de todos los mexicanos?” Enseguida, el diputado José María Mata respondió: “Señor: la única unidad que ha existido en México no es la del sentimiento religioso, es la de la hipocresía […] No hay a mi juicio objeciones que pudieran obligar al Congreso a desistir de consignar en nuestro código fundamental el gran principio de la libertad religiosa.” Al final de sus intervenciones y de las de cada uno de los muchos diputados que les siguieron, algunas de ellas sumamente ásperas, en las tribunas estallaban los aplausos y los abucheos. ¡Viva la religión!, gritaban unos. ¡Viva la libertad!, exclamaban otros. Desde las galerías se arrojaban impresos en los que se leía “¡Viva el Romano Pontífice y el clero! ¡El pueblo no quiere tolerancia! ¡Mueran los enemigos de la religión católica!”, mientras que otros decían “¡Honor y gloria a los valientes diputados que con energía sostuvieron el derecho del hombre! ¡Viva la Reforma!”
Al cabo de una semana de discusiones, se declaró al artículo 15 sin lugar a votar, para que regresara a comisiones, por una mayoría de 67 votos contra 44. Después, el 16 de enero de 1857, el artículo fue retirado definitivamente y quedó excluido así del texto final de la Constitución. Francisco Zarco anotó en su Crónica del Congreso Constituyente: “La cuestión queda pendiente. ¡Cuestión de tiempo! Tarde o temprano el principio se ha de conquistar y ha tenido ya un triunfo sólo con la discusión.”21 Así, la nueva Carta Magna no estableció la libertad de cultos propiamente, pero tampoco la prohibió.
Antes de promulgada la Constitución –como se sabe también– los prelados mexicanos y el Papa condenaron la carta y, tras la promulgación, lanzaron el decreto de excomunión a quienes la juraran y cumplieran. El arzobispo de México dispuso que se negara la absolución a quienes no se retractaran del juramento, muchos de ellos empleados públicos que habían sido exigidos a hacerlo por sus superiores. El artículo 123 del documento, que facultaba a los poderes federales a ejercer, en materias de culto religioso y disciplina externa, “la intervención que designen las leyes” suponía para el clero un doble peligro: por una parte la subordinación de la Iglesia al Estado que implicaba esa “intervención”, y por otra la posibilidad del avance de la tolerancia a través de las normas secundarias. Según el arzobispo Labastida, este artículo resultaba “peor” que la propuesta original de tolerancia.22
En mayo de 1857, el presidente Comonfort envió a Ezequiel Montes, ministro de Justicia, a Roma, en busca de un arreglo directo con el Papa. Esos meses álgidos fueron el “momento-eje” dentro del “tiempo-eje”. ¿Estaba dispuesto el Papa a negociar? Parece ser que se hallaba cercano a aceptar la Ley Juárez, a dar por válidas las enajenaciones de bienes de la Iglesia efectuadas de acuerdo con la Ley Lerdo e incluso a permitir la extinción de casi todas las órdenes regulares. Sin embargo, reclamaba para el clero el derecho a adquirir nuevas propiedades y gozar de derechos políticos. ¿Por qué fracasó entonces en su misión vaticana el eminente jurista Ezequiel Montes? El hecho es que las palabras y las razones cedieron su lugar a los fusiles y los sables. Tras la caída de Comonfort, Ezequiel Montes dejó la Ciudad Eterna, mientras en México el arzobispo Lázaro de la Garza y Ballesteros levantaba la excomunión a quienes habiendo jurado la Constitución, apoyaran ahora el golpista Plan de Tacubaya23:
Es imposible que el señor Juárez juzgue que todas las religiones son verdaderas, porque bien sabe la oposición que hay entre ellas; y como unas contradicen abiertamente a las otras, podrá ser que a todas las tenga por falsas e inútiles o tal vez nocivas a la sociedad: qué será lo que en realidad pase por su interior, Dios lo sabe; pero todo el mundo conocerá que es un sumo extravío del corazón ofrecer protección a lo falso que a lo verdadero, o a lo nocivo lo mismo que a lo inútil.24
México se precipitó en la guerra de los Tres Años. Los mexicanos se mataron por las ideas. Se expidieron las Leyes de Reforma que separaron a la Iglesia del Estado.
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La derrota de los conservadores exacerba, en 1861, los ánimos. Ignacio Ramírez empuña la “Piqueta de la Reforma” y, en el Congreso, Altamirano –el dulce Altamirano– pide la ejecución de los curas. Sobrevino la guerra de Intervención; y la caja de sorpresas de la Historia deparó una mayúscula: al expedir él mismo una Ley de Tolerancia, Maximiliano propició una agria reapertura del debate. Pero ahora los contendientes no eran, como en el 57, diputados liberales rojos o moderados, sino sacerdotes ultramontanos y sacerdotes liberales.
Uno de los primeros fue el canónigo tapatío Agustín de la Rosa y Serrano (1824-1907). De la Rosa era un hombre partido entre la tradición y la modernidad. Por un lado era un científico: escribió un tratado sobre Galileo y publicó las Lecciones de astronomía, primer texto sobre la materia en el México independiente. Por otro era un católico de la Contrarreforma: figura muy querida en Guadalajara, apodado “El Padre Rositas”; el buen cura practicó copiosamente la caridad, adoptaba hijos y la gente, al verlo pasar, decía: “Ahí va el padre Rositas con sus fieras”.25 Periodista combativo, fundó y dirigió en Guadalajara periódicos como La Voz de la Patria y La Religión y la Sociedad. En este último publicó las “Observaciones sobre las cuestiones que el Abate Testory, capellán mayor del ejército francés, mueve en su opúsculo intitulado: ‘El imperio y el clero mexicano’”.26 Se refería a Louis Benoit Testory. Caballero de la Legión de Honor y Oficial de la Orden Imperial de Guadalupe, Tetory era, en efecto, el autor de L’empire et le clergé mexicain en el que –con tonos y razones mucho más radicales que las de los suaves Constituyentes del 1857– llamaba ignorante y corrupta a la jerarquía mexicana y le reprochaba sus pretensiones temporales.
En pro y en contra
Para comprender y calibrar ambas posturas, conviene agruparlas tal como se esgrimieron en los tramos sucesivos: los debates en la prensa de 1848 (a raíz de la frustrada ley de colonización); los debates sobre la libertad de cultos en el Congreso Constituyente (cuyo artículo, tal como lo proponía la Comisión, tampoco se aprobó); y finalmente las polémicas que tuvieron lugar en tiempos de Maximiliano. Las fuentes consultadas no son, por supuesto, exhaustivas, solo representativas. Incluyen El Observador Católico, 184827; La Religión y la Sociedad, 186528; Debates del Congreso Constituyente en 185629 y la Representación de Clemente de Jesús Munguía a Maximiliano, 1865.30 La contabilidad arroja 88 argumentos en contra y 31 a favor. En ambos casos, es posible subsumirlos en unas cuantas proposiciones dispuestas por orden de incidencia con al menos un ejemplo ilustrativo.
1) La tolerancia romperá con la unidad religiosa de México y amenazará la nacionalidad mexicana. Argumento de identidad. Tuvo 22 menciones. “México –dice De la Rosa– es un país católico donde el elemento religioso que todo lo ha creado es el único que puede también conservarlo todo.”31 La tolerancia de cultos acabará con las ventajas de la unidad religiosa y estas ventajas “son tan palpables que las han reconocido aun los escritores heterodoxos”. “La unidad de creencias entre todos los que componen una nación, unidad espontánea y de convicción, arraigada en el pasado, es mil veces preferible a la libertad de cultos.” Y agrega: “Nuestro pasado, nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestros monumentos, nuestra historia de casi tres siglos y medio no existirán ya para nosotros, sino como un recuerdo y un dolor. Todo nuestro ser mexicano habrá desaparecido.”32 Una variación: un enemigo interno protestante podría formar alianzas, como en Tejas, con un país invasor.33
2) No se debe tolerar el error cuando ya se posee la verdad. Argumento de autoridad, con 22 menciones. El Observador Católico en 1848 dice: “Bajo el pretexto de tolerar a los hombres que no son de la misma creencia, no se puede abrir las puertas al error para contaminar la verdad.”34 Si la presencia de protestantes representa el más ligero peligro para el alma, simplemente no vale la pena correr el riesgo: “cuando el veneno se difunde […] la tolerancia de las autoridades [es] una verdadera injusticia”.35 Otro matiz equipara la tolerancia hacia los no católicos con la tolerancia hacia los delincuentes: ninguno de esos grupos debe ser admitido en la sociedad.36
3) La tolerancia no debe ser una condición para que el país atraiga inmigrantes. Argumento de escepticismo demográfico. Para El Observador Católico, “México debe continuar como hasta aquí, siendo intolerante, pues aun en el caso de que no siéndolo [sic] no sería ‘poblado sin demora’; más le convendrá serlo poco a poco por sus mismos aborígenes o, en el último caso, por extranjeros católicos”.37 Los no católicos no se amalgamarían con la sociedad.
4) La tolerancia es innecesaria e inoportuna. Hay que postergarla. Argumento de nacionalismo defensivo. Fue el argumento de Mariano Arizcorreta, diputado al Congreso Constituyente de 1856, liberal moderado.
Es cierto que la libertad de cultos traerá consigo más inmigración, pero solo “cuando llegue su necesidad”, no en medio de una sociedad enfermiza y llena de heridas. Lo conveniente era esperar cuando el número de practicantes lo exija, cuando la educación forme una mayoría sensata, ilustrada, de ciudadanos. Deben conquistarse otros principios antes que la libertad de cultos.38 Además, según el diputado Castañeda, los extranjeros ya gozaban de una tolerancia pasiva en México.39
5) “La tolerancia dañará la moralidad de la sociedad.” [Argumento moral] “Lejos de que la tolerancia pueda merecer el nombre de gran principio de civilización” [dice De la Rosa] “debe llamarse con toda propiedad la gangrena de las modernas sociedades […] Si un pueblo abriga en su seno la división religiosa […] la lógica resistible de los hechos llevará a los hombres a desechar toda religión […] Y luego que aparezca en una sociedad la indiferencia, la incredulidad, la duda y el ateísmo, ¿qué será de la moral?, ¿qué ley podría darse a la conciencia, qué norma a los intereses, qué freno a las pasiones? Entonces el hombre entroniza el egoísmo en su corazón y se entrega por completo a los placeres materiales. Sancionada la tolerancia, la moral fluctuará al azar por todas las cabezas.”40
En el Congreso, Castañeda expresa que “lo que hay en un país donde es admitida la tolerancia de cultos es indiferentismo”. La tolerancia desquiciará a la sociedad, provocará “dificultades en el gobierno, divisiones en las familias, angustias en los padres, desvío y libertinaje en los hijos”.41
6) “Sólo se tolera el mal, y si el mal es evitable no debe existir la tolerancia.” Argumento filosófico. El obispo Munguía, quien en 1865 escribe: “La tolerancia es el sufrimiento de un mal necesario, luego no debe admitirse cuando este mal puede evitarse. La tolerancia civil no es sólo [in]admisible, sino positivamente ruinosa tratándose de un pueblo como el nuestro, reducido a la triste alternativa de soportar el ejercicio público de religiones falsas.” 42
7) “Aunque la ley establezca la protección a la religión católica, la tolerancia va a impedir esa protección.” Argumento legal. “Si se establece la tolerancia y se permite la inmigración de protestantes, es de esperarse que algún día llegue a ser Diputado o aun Presidente el practicante de una secta y entonces no podría cumplir con esta última parte de la ley.”43 Coincide con ello el diputado Arizcorreta: La protección de la religión católica por la ley es una promesa imposible de cumplir: cuando haya diputados de todas las creencias, ¿qué protección podrían darle?44
8) La tolerancia llevará a la persecución de la Iglesia católica. Argumento de temor práctico. “La tolerancia es […] el dogma práctico del mundo civilizado; pero como este dogma no se entiende según los principios de la escuela, sino conforme a la arbitraria inteligencia de los hombres de Estado, ella se alarga y se estrecha como conviene a las miras de aquéllos”, derivando en muchas ocasiones a la opresión de los católicos como había sucedido en Rusia, Polonia y Prusia.“45 Todos los grandes hombres […] han sido intolerantes y debieron serlo.” Si el príncipe cae en el lazo de la tolerancia, el partido derrotado tendrá tiempo de levantarse y derrotar a su vez a su adversario. “Los más ardientes y celosos predicadores de la tolerancia, como Helvecio y Voltaire, perseguirían y harían también correr la sangre sobre los cadalsos si hubiesen tenido el poder.” 46
9) “La tolerancia permitirá propagar los errores y supersticiones en el pueblo ignorante.” Argumento de profilaxis religiosa. Dice Munguía: “La historia nos dice que los pueblos son ordinariamente presa del engaño y que, para conservarlos en el buen sentido, el sistema de las precauciones es preferible al de los debates, y el freno de la autoridad es preferible a los procedimientos del raciocinio. El debate religioso desatado por la tolerancia es pernicioso porque sorprende la ignorancia de las masas, inficionándolas inevitablemente con el error. Introducir la tolerancia en un país cuya única religión es la católica es arrasar de un golpe todas las barreras tutelares de un gobierno sabio y prudente.”47 Una curiosa variación de este argumento, presentada en 1856 por un liberal moderado, el gran bibliófilo José María Lafragua: “Si se acepta la libertad de cultos, los agentes de negocios de los pueblos fomentarán este raciocinio funesto, y los indios de inducción en inducción comenzarán a reclamar sus tierras y llegarán a pensar en el trono de Guatimoc”.48
10) La tolerancia ataca los derechos de la Iglesia, derechos terrenales y divinos. Argumento teológico-jurídico. “[La tolerancia] limita las facultades eclesiásticas, coarta la libertad de su ejercicio y menoscaba el número de sus subordinados. [La tolerancia perturba el] concierto político y religioso que debe reinar entre ambas potestades (espiritual y temporal).” Sería, pues, “notoriamente injusta respecto de la religión misma porque atacaría los derechos de la Iglesia y porque estos derechos tienen a su favor otros tantos deberes en el cuerpo de la sociedad y un título incontestable a las garantías de las leyes y al respeto de los gobiernos”.49
Un común denominador vincula los argumentos contrarios a la tolerancia: su carácter pasivo, defensivo. Casi todos apelan a la idea de una verdad única. A todos los caracteriza la desconfianza del futuro, la otredad, el exterior, la apertura, el cambio y la libertad.
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Los 31 argumentos favorables a la tolerancia admiten agruparse en seis.
1) “La tolerancia es un principio ético, filosófico, democrático de civilización.” Es el argumento de la modernidad secular. José María Mata dice: “La libertad de conciencia es un principio incontrovertible, ninguna ley, ninguna autoridad puede tener derecho a prohibir a ningún hombre los actos que tienden a adorar a Dios del modo que su conciencia le dicte.”50 Es el razonamiento más socorrido en el debate del Congreso Constituyente. Francisco Zarco también lo propone en el mismo sentido.
2) La tolerancia ya es practicada por la Iglesia. Argumento de realismo práctico. “El Papa, señores –dice el constituyente César Horacio Duarte Jáquez– permite que en su domino temporal estén todas las religiones […] Y esto no impide que San Pedro sea la primera iglesia del mundo.”51 Zarco abunda: “Yo miro junto al Vaticano levantarse la sinagoga y el templo protestante, y si el vicario de Cristo permite en sus estados otros cultos, será sin duda porque en esto no encuentra un ataque a la religión verdadera.”52
3) La unidad religiosa no se ha de sostener legalmente. Argumento jurídico. “Si se quiere que la unidad religiosa sea el resultado de la coacción, de la violencia que el poder ejerza sobre la conciencia del hombre, esa unidad… es una mentira… La unidad religiosa impuesta por la ley sería, pues, no sólo un absurdo; sería además un crimen.”53
4) La inmigración es necesaria para México y, en consecuencia, necesita la tolerancia. Argumento demográfico. El oaxaqueño José Antonio Gamboa señala: “México necesita de la emigración europea para poblar su territorio inmenso e inculto y no se le puede llamar y arraigarlo sin la más preciosa de las garantías.”54 Zarco remacha: “La prosperidad de los Estados Unidos no existiría sin la libertad religiosa. España debió su ruina y su decadencia a la intolerancia religiosa.”55
5) “La tolerancia es un principio evangélico.” Argumento teológico. Extrañamente, son los liberales más radicales quienes, como teólogos en un concilio, invocan una y otra vez este argumento. Ignacio Ramírez, el más radical de todos, único ateo confeso del elenco, sostiene: “El pueblo no se opone a la libertad religiosa porque sabe que Cristo fue tolerante”.56 Con citas abundantes de los Evangelios, documenta la idea central del mensaje de amor: “Ama y haz lo que quieras”, el apotegma de san Agustín es el corolario de “Amaos los unos a los otros”. Según Castillo Velasco, “El Congreso defiende la libertad completa tal como nos la concede ese Dios cuya protección imploramos”.57
6) Las religiones van a mejorar por la libre competencia entre las religiones. Argumento “darwinista”. Haciéndose eco de Rocafuerte y Lizardi, Gamboa asegura: “El único medio de que nuestro clero se ilustre y que cumpla con su santa misión es el que tenga clérigos de otras sectas que hagan avergonzar a nuestro clero.”58
Un común denominador vincula los argumentos favorables a la tolerancia: su carácter abierto y activo. Sin sombra de relativismo, agnosticismo y, menos aún, de ateísmo (todos, salvo Ignacio Ramírez, eran católicos), ninguno apela a la idea de una verdad única. Todos distinguen a Dios de sus vicarios y prelados. Conviene subrayar la ausencia en la lista de un argumento que a posteriori empleó copiosamente la escuela liberal: la idea de que los dignatarios defendían sus posiciones teológicas por motivos esencialmente económicos. En definitiva, a los abogados de la tolerancia los caracterizaba la confianza en el futuro, la otredad, el exterior, la apertura, el cambio y la libertad.
La prueba de la historia
La tolerancia se estableció finalmente en el país. Como preludio, en 1858 Benito Juárez cedió dos templos a la recién fundada Iglesia Episcopal Mexicana. En 1860 decretó la libertad de cultos que Maximiliano de Habsburgo, para estupor de sus allegados conservadores y de la Iglesia toda, confirma el 26 de febrero de 1865 con una Ley de Tolerancia. Restaurada la República, Juárez comenta al joven Justo Sierra que le gustaría que a México vinieran protestantes porque éstos necesitaban “una religión que les obligue a leer y no les obligue a gastar sus ahorros en cirios para los santos”.59 En tiempos de Lerdo de Tejada, las Leyes de Reforma se incorporaron a la Constitución. México se abrió definitivamente a la libertad de cultos.
¿Cabe preguntarse quién tuvo razón? Dejemos a los teólogos la discusión sobre la verdad revelada o los derechos divinos de la Iglesia, pero reclamemos para la historia los testimonios de veracidad que le pertenecen. A don Daniel Cosío Villegas le gustaba hacer estos ejercicios de imaginación; los llamaba “La prueba de la historia”. Consistía en cotejar las predicciones o las alarmas del pasado con los hechos del porvenir; ver a qué grado Casandra estaba en lo cierto o se equivocaba. Si los opositores a la tolerancia hubiesen sobrevivido varias décadas, ¿confirmarían sus temores?
Las oscuras profecías de los ultramontanos no se cumplieron. Para empezar, en términos demográficos. La decisión de apertura a la inmigración fue penosamente tardía. En 1885, el 0,39 por ciento de la población del país era extranjera, ni siquiera el 1 por ciento. Se abrió la libertad de cultos, hubo tolerancia, pero en 1910 el porcentaje de extranjeros había subido apenas al 0,77 por ciento. Es decir, queriéndolo ya, México no atrajo mayor inmigración. Estados Unidos en 1910 tenía 13,5 millones de inmigrantes, Argentina 2,3, Canadá 1,5, Brasil 1,2, Cuba 220.000, Uruguay 180.000. México 116.527 de un total de 15 millones de habitantes. No solo la intolerancia de cultos explica el goteo. También la violencia revolucionaria y la inestabilidad en la primera mitad del siglo XIX. Pero la intolerancia –como advirtió José Fernando Ramírez– fue un disuasivo fundamental. En el siglo XX, durante y después de la Revolución, México se volvió un puerto de abrigo a los perseguidos de otras tierras sin distinción de credo o nacionalidad. Esta apertura, fructífera en todos sentidos, es uno de los timbres indiscutibles de orgullo en nuestra historia contemporánea.
¿Se rompió la unidad religiosa? A 150 años de distancia de aquellos debates, sin detrimento serio de la convivencia con otras religiones (salvo en algunos enclaves), persiste en casi todo el país la unidad religiosa católica. Si bien el protestantismo ha hecho avances en varios estados, sobre todo en el sureste, la Iglesia católica conserva su ascendiente e incluso lo expande. Según investigaciones recientes de David Rieff, hay un avance sustancial del catolicismo mexicano en Estados Unidos. Hay un resurgimiento católico en ese país que no se veía desde la fuerte inmigración irlandesa e italiana. ¿Se perdió la religiosidad popular? A 150 años de distancia, cada 12 de diciembre se reafirma la religiosidad popular. ¿Se infligió daño moral al pueblo mexicano? El desarreglo moral es, naturalmente, un tema vasto y complejo frente al cual caben las posiciones más diversas. Es, en todo caso, un problema de nuestro tiempo que no tiene que ver, al menos no solo o no necesariamente, con el avance o retroceso de una u otra religión. Por lo demás, hay que admitir que el daño moral lo ha infligido (y se lo ha infligido a sí misma) la propia clerecía católica, debido al comportamiento de no pocos de sus miembros, algunos muy prominentes.
Por una nueva Reforma
Porque “la prueba de la historia” desmintió en los hechos a las voces agoreras del siglo XIX, la Reforma fue el “tiempo-eje” de la historia independiente de México. La propia actitud de la Iglesia posterior al papado de Pío IX lo confirma. Si bien persiste en ella, y quizá persistirá siempre, una intolerancia inamovible ante quienes no comparten sus dogmas centrales, nadie podría negar los aggiornamenti a los que se ha abierto en diversos papados (notablemente con León XIII y Juan XXIII) hacia temas de libertad política, equidad social y diálogo religioso que no estaban en su agenda milenaria.
Por lo que hace a México, la “mímesis” referida al inicio nos ha colocado en la situación de encarar las resistencias al cambio, ya no tanto de la Iglesia sino de su adversario histórico y extraño avatar: el Estado nacional-revolucionario. Hace poco más de 10 años ese Leviatán cedió a la presión crítica y no tuvo más remedio que abrirse a la democracia electoral. Pero como ocurrió con la Iglesia en el siglo XIX, sus estructuras siguen vivas; ahí están las vastas corporaciones, los monopolios públicos y privados, las burocracias sindicales, las clerecías académicas, los grupos clientelares provistos de fueros, privilegios, tribunales especiales y derechos adquiridos; ahí están –en la prensa doctrinaria– sus proclamas y sus dogmas, sus convicciones absolutas y verdades únicas; y ahí están las mismas resistencias, los mismos ánimos defensivos y pasivos. Están hechos, en el mejor de los casos, de genuina desconfianza y temor. Y en el peor, de celo vergonzante en proteger sus intereses, y de odio a la libertad.
Para concluir el ciclo que comenzó hace 150 años, para abrir uno nuevo, hará falta una nueva Reforma que desate, acote, disuelva, libere el orden de privilegios y dogmatismos establecido. Ojalá no tengamos que atravesar una década de violencia política para confirmar, una vez más, que la intolerancia, a la larga, nunca pasa la prueba de la historia. ~
(Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Fabricio Vanden Broeck)
Notas
1. Carlos María de Bustamante, Continuación del Cuadro Histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide hasta su muerte, y sus consecuencias; y establecimiento de la República popular federal, Imprenta de J.M. Lara, México, 1846.
2. Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana: comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, Imprenta de J.M. Lara, México, 1846, pág. 101.
3. Constitución federal de 1824. Crónicas, Comisión Nacional para la Conmemoración del Sesquicentenario de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, México, tomo II, 1974, pág. 13.
4. José Joaquín Fernández de Lizardi, Conversaciones familiares del payo y el sacristán, Oficina de D. Mariano Ontiveros, México, 1825.
5. José María Luis Mora, “Discurso sobre las aversiones políticas que en tiempos de revolución se profesan unos a otros los ciudadanos”, en El Observador de la República Mexicana, periódico semanario, segunda época, tomo I, México, 1830, pág. 112.
6. Vicente Rocafuerte, Ensayo sobre la tolerancia religiosa, Imprenta de M. Rivera a cargo de Tomás Uribe, segunda edición, México, 1831, págs. 42 y 43.
7. Juan B. Morales, “Disertación sobre la tolerancia” citado en C.M., De la tolerancia, o sea del culto público en sus relaciones con el gobierno, Imprenta de Ignacio Arango, Morelia, 1847, págs. 55 y 56.
8. Mariano Galván Rivera, Colección de constituciones de los Estados Unidos Mexicanos, edición facsímil de la de 1828, Miguel Ángel Porrúa, México, 2004, pág.33.
9. José Fernando Ramírez, Obras históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2003, vol. V, Poliantea, págs.102, 133, 135, 136, 137, 138, 144, 147, 148, 150.
10. Valentín Canalizo, “Plan y Manifiesto del gobernador-comandante general” (Guarnición de Puebla, 14 de diciembre de 1842) en Román Iglesias González (comp.), Planes políticos, proclamas, manifiestos y otros documentos de la Independencia al México moderno, 1812-1940, Instituto de Investigaciones Jurídicas/UNAM, México, 1992, pág. 233
11. Clemente de Jesús Murguía, De la tolerancia, o sea del culto público en sus relaciones con el gobierno, Imprenta de Ignacio Arango, Morelia, 1847.
12. Melchor Ocampo, “Reflexiones sobre la tolerancia”, en Obras Completas, vol. III, F. Vázquez, México, 1900, pág. 662.
13. David Brading, “Clemente de Jesús Munguía: Intransigencia ultramontana y la reforma mexicana”, en Manuel Ramos (compilador), Memoria del I coloquio de historia de la Iglesia en el siglo XIX, Colmex/El Colegio de Michoacán/Instituto Mora/Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Condumex, México, 1998, págs. 13-45.
14. Melchor Ocampo, La religión, la Iglesia y el clero, Empresas Editoriales, México, 1958, págs. 42-43.
15. “Un Cura de Michoacán”, Impugnación a la representación que sobre reforma de aranceles y obvenciones parroquiales, dirige al H. Congreso del Estado, con fecha 8 del actual, el señor Melchor Ocampo, Morelia, marzo 29 de 1851.
16. Melchor Ocampo, Obras completas, tomo I, F. Vázquez Editor, México, 1900, pág. 136.
17. “René Masson”, en El Siglo XIX, núm. 10 (924), 13 de enero de 1875, pág. 3.
18. Moisés González Navarro, Anatomía del poder en México, 1848-1853, El Colegio de México, México, 1977, pág. 91.
19. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, pág. 289.
20. “Representaciones del arzobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros, sobre bienes raíces de la Iglesia y tolerancia religiosa”, Archivo Histórico del Arzobispado de México (AHAM), Fondo Episcopal, Sección Secretaria Arzobispal, Serie oficios del gobierno, caja 93, exp. 15, 1856.
21. Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente 1856-1857, Colmex, México, 1957, pág. 437.
22. Tercera carta pastoral del ilustrísimo señor arzobispo de México doctor don Lázaro de la Garza y Ballesteros, dirigida al venerable clero y fieles de este arzobispado con motivo de los proyectos contra la Iglesia, publicados en Veracruz por don Benito Juárez, antiguo presidente del supremo tribunal de la Nación, Imprenta de José Mariano Lara, México, 1859, pág. 10.
23. AHAM, Fondo Episcopal, Sección Secretaría Arzobispal, Serie Libros de Gobierno Eclesiástico, asuntos comunes del 16 de noviembre de 1858 al 14 de abril de 1859, caja 168 CL, exp. 3, 1858-1859, f. 395.
24. Tercera carta pastoral del ilustrísimo señor arzobispo de México doctor don Lázaro de la Garza y Ballesteros, dirigida al venerable clero y fieles de este arzobispado con motivo de los proyectos contra la Iglesia, publicados en Veracruz por don Benito Juárez, antiguo presidente del supremo tribunal de la Nación, Imprenta de José Mariano Lara, México, 1859, pág. 8.
25. Victoriano Salado Álvarez, Memorias: tiempo viejo, tiempo nuevo, Porrúa, México, 1985, pág. 81.
26. Agustín de la Rosa, “Observaciones sobre las cuestiones que el Abate Testory...”, en La Religión y la Sociedad, periódico religioso, político y literario, Imprenta de Rodríguez, Guadalajara, 1865, pág. 39.
27. El Observador Católico, periódico religioso, social y literario, Tipografía de R. Rafael, México, 1848.
28. La Religión y la Sociedad, periódico religioso, político y literario, Imprenta de Rodríguez, Guadalajara, 1865.
29. Francisco Zarco. Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente 1856-1857, Colmex, México, 1957.
30. Alfonso Alcalá y Manuel Olimón Nolasco. Episcopado y gobierno en México: cartas pastorales colectivas del Episcopado Mexicano, 1859-1875, Ediciones Paulinas, México, 1989.
31. La Religión y la Sociedad..., págs. 173-174.
32. Idem, págs. 47- 48.
33. Idem, págs. 36-37.
34. El Observador Católico..., pág. 523.
35. Idem, pág. 508.
36. Idem, págs. 508-553.
37. Idem, pág. 614.
38. Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente..., págs. 363-364.
39. Idem, pág. 323.
40. La Religión y la Sociedad, pág. 166-169.
41. Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente..., pág. 323.
42. “Representación de Clemente de Jesús Munguía a Maximiliano” en Alfonso Alcalá y Manuel Olimón Nolasco. Episcopado y gobierno en México: cartas pastorales colectivas del Episcopado Mexicano, 1859-1875, Ediciones Paulinas, México, 1989. pág. 168.
43. El Observador Católico..., pág. 75.
44. Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente..., pág. 368.
45. El Observador Católico..., pág. 548.
46. Idem, págs. 545-546.
47. “Representación de Clemente de Jesús Munguía a Maximiliano” en Alfonso Alcalá y Manuel Olimón Nolasco. Episcopado y gobierno en México: cartas pastorales colectivas del Episcopado Mexicano, 1859-1875, Ediciones Paulinas, México, 1989, pág. 171.
48. Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente..., pág. 388.
49. “Representación de Clemente de Jesús Munguía a Maximiliano” en Alfonso Alcalá y Manuel Olimón Nolasco. Episcopado y gobierno en México: cartas pastorales colectivas del Episcopado Mexicano, 1859-1875, Ediciones Paulinas, México, 1989, pág. 172.
50. Francisco Zarco. Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente..., pág. 325.
51. Ibidem.
52. Idem, pág. 416.
53. Idem, pág. 330.
54. Idem, pág. 341.
55. Idem, pág. 416.
56. Idem, pág. 381.
57. Idem, pág. 420.
58. Idem, pág. 345.
59. Justo Sierra, Obras completas, vol. 9, UNAM, México, 1991, pág. 546.
Letras Libres España, núm. 109