Don Roberto, constructor
Poco antes de morir el 13 de diciembre de 1979, Roberto Garza Sada ordenó quemar su archivo personal. Sus papeles desaparecieron, pero no su memoria. Para entender su impulso creativo basta recordar la circunstancia de la que partió. Don Isaac, su padre, había fundado en 1890 la Cervecería Cuauhtémoc que prosperó notablemente en el Nuevo León pujante y progresista gobernado por Bernardo Reyes. En 1911, a los dieciséis años de edad, Roberto partió con su hermano Eugenio a estudiar ingeniería en el MIT. Pero al poco tiempo la Revolución tocó, literalmente, a su puerta:
Mi padre –recordaba su hermana Rosario– pidió malta y lúpulo de Alemania y de Checoslovaquia porque tenía mucha visión y quería anticiparse a la Revolución, por si había luego problemas con el suministro. En la Revolución le pusieron precio a las cabezas del tío Pancho y de papá. Pancho Villa entró a la casa buscándolos. Teníamos mucho miedo por ellos. Entonces un día nos fuimos en tren a Estados Unidos. Llegamos la primera vez a Brownsville. Ahí gente del general Lucio Blanco secuestró a mi hermano Isaac y se lo llevó a Matamoros. Lucio Blanco pedía rescate. Hubo un pánico espantoso en la familia.
Don Isaac llevó su protesta hasta Washington y su hijo fue liberado a la mitad del puente de Matamoros. “Anduvimos peregrinando cuatro o cinco años por Estados Unidos: Laredo, San Antonio, Houston, Denver. Mi papá nos dijo que nos íbamos nomás unos meses, que la Revolución se iba a acabar rápido, pero nunca se acabó”. Roberto y Eugenio encontraron empleo como dependientes de una tienda. “Cuando regresamos, empezaron a trabajar en la nada porque todo estaba destruido”.
Los recuerdos de doña Rosario pudieron quizá ser imprecisos en los lugares, no así en los hechos. La vocación de Roberto Garza Sada, idéntica a la de toda la llamada “Generación de 1915” que había vivido de muy joven la violencia revolucionaria, era reconstruir al país sobre los cimientos antiguos o construirlo con cimientos nuevos.
En el Archivo de Manuel Gómez Morin, su consejero y amigo, hay noticias puntuales de su dinamismo empresarial y su calidad humana. Ahí consta el “encadenamiento productivo” de la Cervecería Cuauhtémoc: fabricación de botellas, corcholatas, empaques de cartón, producción de malta. Con la orientación de Gómez Morin, y acorde siempre con su hermano Eugenio, se creó VISA (Grupo Valores Industriales) bajo el concepto integrador –novedoso entonces– de una empresa Holding. Además de empresas bancarias, de seguros, de electrificación y gas, en 1942 nació Hojalata y Lámina (Hylsa), con ramificaciones en diversos productos de acero. Pero lo notable de aquella obra empresarial es su “encadenamiento” social.
Ya en los años veinte el joven Roberto había creado cooperativas de ahorros e inversiones, y colonias habitacionales funcionales y dignas para miles de trabajadores. Pero en 1938 llevó la idea más lejos: convertir a los empleados en productores. El 29 de septiembre de ese año escribe a Gómez Morin:
…tenemos hace algún tiempo el proyecto de fraccionar el terreno que está al norte de la ciudad, para facilitar a nuestro personal adquirir una pequeña casa con suficiente terreno para obtener algo de productos agrícolas… la conveniencia social, creemos, es de un grandísimo valor…
El contrapunto con su hermano es revelador. Como Eugenio, por sus obras se le conoció y por sus obras trascendió: obra industrial, obra social, obra religiosa (construcción de parroquias y apoyo a esfuerzos sociales de educación, asistencia y caridad), obra educativa (cimientos de la Universidad de Monterrey, entre muchas otras escuelas). Ambos eran hombres de familia, generosos, desprendidos, reservados, meticulosos. Pero tenían sensibilidades distintas. El estoico y el epicúreo Don Eugenio era un personaje medieval, un franciscano, un asceta. Don Roberto era un personaje renacentista, un esteta que amaba (y enseñó a su familia a amar) la pintura, la música y ese juego diabólico, el golf.
Contiguo al edificio corporativo de Alfa, empresa que integra el legado empresarial de don Roberto, hay un recinto único: una inmensa bóveda blanca que recuerda las catedrales góticas, remata en un altar que aloja el único vitral de Rufino Tamayo: “El universo”. Es un estallido de soles, estrellas, lunas, cometas, partículas. Un glorioso caleidoscopio de azules. Fue el encargo postrero de don Roberto para el Planetario Alfa. Aquí, más que en ningún otro sitio, está el aura de su espíritu constructor.
Publicado en Reforma el 13 de diciembre de 2019.