Don Joaquín García Icazbalceta con su hijo Luis en el tianguis de Jonacatepec, Morelos (fragmento), de Tiburcio Sánchez, 1895, Colección Carlos Bernal Verea

El apostolado de Joaquín García Icazbalceta

La vocación

Mediados del siglo XIX. Hacienda Santa Clara, en el Distrito de Cuernavaca, hoy estado de Morelos. Muy temprano, el joven Joaquín García Icazbalceta recorre los cañaverales de su hacienda, que abarcan ochocientas hectáreas de las más de 20 mil que componen la propiedad. Es enero, y cientos de trabajadores vestidos de manta –algunos empleados permanentes, otros jornaleros temporales llegados de Jonacatepec y pueblos vecinos– aprovechan la frescura de la mañana para cortar la caña y transportarla al trapiche. No muy lejos, la doble joroba del cerro de Chalcatzingo se recorta en el horizonte. La labor es ardua y Joaquín disfruta supervisarla personalmente:

Desde que se prepara el terreno, hasta que se corta la caña, se tiene que trabajar en el campo soportando el sol abrasador de aquella zona. Los continuos riegos que deben darse en determinado tiempo y durante ciertas horas; la diversidad de arados que se emplean, según la calidad de la tierra o el estado de la caña que va creciendo. Los distintos aparatos que son necesarios, como el tacho al vacío, las defecadoras, calderas de vapor y las varias combinaciones que demandan sumo cuidado y atención. Tantos dependientes que se emplean. Administrador, segundo de campo, purgador, maestro de purga, mayordomo, cinco o seis guardamelados, caporal, trapichero, carretoneros […] ¡la mar! costando todo un platal, parece que jamás estaría a nuestro alcance el azúcar para tomar nuestro cafetito resignándonos a tomarlo endulzado con miel de enjambre, o mejor sin dulce.1

A lo largo de las cuatro décadas en que estará al frente de la hacienda tras la muerte de su padre en 1852, Joaquín no la descuidará nunca. Por el contrario, la convertirá en una de las más productivas de la región, gracias a su inversión en “costosísimos y modernos aparatos” que no solo aumentan las ganancias, sino que permiten “economizar trabajo, haciendo así soportable a aquellos infelices la maldición que pesa sobre el hombre”.2

Nacido el 21 de agosto de 1825, Joaquín era hijo de Eusebio García Monasterio, un acaudalado español peninsular, comerciante en vinos, y de Ana Ramona Icazbalceta y Musitu, cuya familia era la dueña original de aquella hacienda y de la vecina de Tenango desde mediados del siglo XVIII. A raíz del decreto de expulsión de los españoles, la familia había dejado el país en enero de 1829 avecindándose en Cádiz. Allí, Joaquín escribió a los nueve años un diario ilustrado que llamó Mes y medio en Chiclana o viaje y residencia durante este tiempo en Chiclana y vuelta a Cádiz, muestra de su temprano interés por las letras. Descubrió también una precoz vocación de editor dando a luz a un curioso cuadernillo (El Elefante) que a su regreso a México, en 1836, continuó con El Ruiseñor, lleno de noticias eruditas sobre los temas más diversos (el zodiaco, las estaciones del año, tablas de longevidad) y con epigramas, poesías, charadas, crónicas originales, como aquella que describe la lucha entre un toro y un tigre en la plaza de toros de San Pablo en 1838:

Entreabrióse una puerta de la fuerte jaula que debía ser el teatro de tan desigual combate y apareció la tremenda fiera capaz de imponer al ánimo más esforzado, la que llegando a percibir por el olfato el lugar por donde se hallaba su contrario no se apartaba de él, siendo preciso distraerlo para que no lo sorprendiera al momento de su salida, lo que se consiguió. Abierta ya la puerta del toril aparece el toro destinado a combatir con la fiera. Levántase la compuerta de la jaula y ya se hallan juntos los dos combatientes.3

Católico ferviente, el joven no pisó la escuela pero tuvo una esmeradísima educación privada. En septiembre de 1847 participó en la Batalla de Molino del Rey contra los invasores estadounidenses como parte del batallón Victoria, formado por voluntarios. Posiblemente ese mismo año comenzó a preparar El alma en el templo, un pequeño librito de oraciones que imprimió con sus propias manos en 1852. Lo reimprimió con gran éxito en nueve ocasiones. En 1850, con veinticinco años, se unió a la Sociedad de Geografía y Estadística.

Su vida activa tendría dos vertientes, una propiamente empresarial, otra política. De ambas se han rescatado valiosísimos acervos epistolares y documentales que serán sustento de la biografía integral que sin duda merece y que alguien, alguna vez, escribirá. En 2013, por ejemplo, se publicó una compilación de 333 cartas que dirigió a su hijo Luis con intención didáctica.4 Esta compilación es importante, pero es apenas un vislumbre a un solo aspecto de su vida privada, pues a lo largo de 44 años escribió no menos de seis mil cartas.

Firme, laborioso, responsable –le apodaban “el Tigre”–, Joaquín disfrutaba su deber material y familiar. Pero a mediados del siglo XIX la vida en los alrededores de sus haciendas no era lo que sugerían sus radiantes días. Surcaban aquella tierra antiguas y silenciosas corrientes de violencia que de pronto afloraban, como protagonizando una feroz venganza histórica. Y es que en aquel distrito se vivía una representación cíclica de la conquista: indígenas y mestizos en sus comunidades, criollos y españoles en sus haciendas, respondían de modo distinto a una pregunta ancestral: ¿de quién es esta tierra?

En un informe fechado en 1850 el prefecto político de Cuernavaca, ciudad cabecera de la zona, explicaba: “La palabra tierras es aquí piedra de escándalos, el aliciente más enérgico para un trastorno y el recurso fácil del que quiere hacerse de la multitud.”5 Ni siquiera el triunfo de la revolución de Ayutla –encabezada por Juan Álvarez– y el posterior establecimiento del gobierno moderado de Ignacio Comonfort paliaban los ánimos. Con referencia a los repetidos conflictos en la zona, el ministro de Gobernación José María Lafragua temía una restauración azteca: “querrán [los indios] que se les devuelvan sus bienes y llegarán a pensar en el trono de Guatimotzin”.6 Y todavía en 1857 el poderoso cacique Juan Álvarez –cuya fugaz presidencia se había asentado precisamente en Cuernavaca– daba a la luz un manifiesto donde acusaba a los hacendados de los despojos que “se perpetran de día en día a fuer de que son españoles o comensales de estos”.7 Los hacendados, por su parte, respondieron afirmando que “ni la quinta parte de las fincas situadas en ambos distritos [de Cuernavaca y Morelos] pertenecen en propiedades a españoles”.8 Entre los firmantes estaban los hermanos García Icazbalceta.

La llegada de la paz porfiriana amainaría, temporalmente, esa turbulencia. Pero faltaban casi dos décadas para ese advenimiento, décadas decisivas y violentas: la Reforma, la Intervención, las discordias civiles, el bandidaje de los famosos “plateados”:

Los bandidos de la tierra caliente eran sobre todo crueles. Por horrenda e innecesaria que fuera una crueldad, la cometían por instinto, por brutalidad, por el solo deseo de aumentar el terror entre las gentes y divertirse con él. El carácter de aquellos plateados (tal era el nombre que se daba a los bandidos de esa época) fue una cosa extraordinaria y excepcional, una explosión de vicio, de crueldad y de infamia que no se había visto jamás en México.9

Para encarar esa circunstancia –las labores de las haciendas y los avatares de la política– el joven hacendado tenía un aliciente secreto para aplicarse a su vida contemplativa: el “dulce jugo” –como llamaba a la miel de caña de azúcar– le daba tiempo y recursos para sus “calaveradas literarias”, como modestamente llamaba a la inapreciable labor historiográfica y editorial que desplegaría por casi medio siglo.

Justamente sobre ella –como una profecía vocacional– Joaquín escribió en 1850 una carta al historiador duranguense José Fernando Ramírez, veinte años mayor que él, que debió consolar a aquel hombre que tan gallardo papel había jugado en la defensa de la patria recién derrotada por el invasor americano. Solo el estudio de la historia antigua de México y el rescate de sus documentos iluminaba la vida de Ramírez, pero la súbita aparición epistolar de aquel joven mostraba que no estaba solo:

Hace ya algunos años que comencé a mirar con interés todo lo que tocaba a nuestra historia, antigua o moderna, y a recoger todos los documentos relativos a ella que podía haber a las manos, fuesen impresos o manuscritos. El transcurso del tiempo en vez de disminuirla fue aumentado esta afición que ha llegado a ser en mí casi una manía. Mas como estoy persuadido de que la mayor desgracia que puede sucederle a un hombre es errar su vocación, procuré acertar con la mía, y hallé que no era la de escribir nada nuevo, sino acopiar materiales para que otros lo hicieran; es decir, allanar el camino para que marche con más rapidez y con menos estorbos el ingenio a quien esté reservada la gloria de escribir la historia de nuestro país. Humilde como es mi destino de peón, me conformo con él y no aspiro a más: quiero, sí, desempeñarlo como corresponde, y para ello solo cuento con tres ventajas: paciencia, perseverancia y juventud.10

Los inicios

El apostolado historiográfico de García Icazbalceta había comenzado años atrás. En 1849, y debido a la activa mediación de Lucas Alamán, García Icazbalceta cultivó una amistad con William H. Prescott, de quien tradujo y anotó su Conquista del Perú, y gracias a esa tarea pudo encargarle copias fieles de obras como las historias del franciscano fray Toribio de Benavente “Motolinía”, del tlaxcalteca Diego Muñoz Camargo y del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. Por varios años el historiador consagrado y el joven editor intercambiaron una correspondencia bibliográfica nutrida y beneficiosa. El 29 de noviembre de 1853, por ejemplo, García Icazbalceta le informaba los pormenores de un arribo deslumbrante, en el que venían, entre otras joyas, dos obras fundamentales, la Historia de los indios de la Nueva España de Motolinía y la Historia eclesiástica indiana de fray Jerónimo de Mendieta, una carta inédita de Hernán Cortés, dos originales de fray Bartolomé de las Casas “y cerca de cincuenta relaciones de ciudades con mapas”.11

Para entonces, García Icazbalceta contribuía activamente en una obra colectiva que constituyó una respuesta intelectual a la desazón histórica que se vivía en México tras la derrota de 1848. Era el Diccionario universal de historia y geografía dado a la luz en España por una sociedad de literatos distinguidos, y refundido y aumentado considerablemente para su publicación en México con noticias históricas, geográficas, estadísticas y biográficas sobre las Américas en general, y especialmente sobre la República Mexicana, impreso entre 1853 y 1855 en diez tomos, los últimos tres dedicados en exclusiva a México. Como si de pronto tomara conciencia del territorio que providencialmente todavía era suyo, la élite intelectual criolla se interesó en hacer su inventario material y espiritual. La obra fue parte del “descubrimiento” de México que ocurría periódicamente en la historia mexicana, casi siempre asociado a una crisis (el trauma destructor de la conquista, la relegación social de los criollos en los siglos XVI y XVII, la expulsión de los jesuitas en 1767). Fue también una revaloración de la historia y las tradiciones propias, un intento por rehacer la unidad, cuya carencia varios reconocían como la causa principal de la derrota. Al recobrar el impulso nacionalista y patriótico truncado por la salida de los jesuitas, aquel grupo volteó hacia dentro, descubrió paisajes naturales, edificios, trajes, tipos populares, y produjo varios espejos editoriales: Los mexicanos pintados por sí mismos (1855), México y sus alrededores (1855-1856) y el Atlas geográfico, estadístico e histórico (1858) de Antonio García Cubas. Fue el momento en el que aparecen las ilustraciones de Casimiro Castro, con la Catedral Metropolitana como emblema del México que atravesaba los siglos. El Diccionario fue uno de tales espejos.

La obra incorporaba 168 artículos de una homóloga, la Biblioteca hispanoamericana septentrional, compilada durante el decenio de la Independencia por el canónigo José Mariano Beristáin y Souza, cuyo propósito era enaltecer la huella de España en América. Abrevaba también del Cuadro histórico de Carlos María de Bustamante y la Historia de Lucas Alamán. Treinta y nueve colaboradores intervinieron en él, sobre todo criollos y conservadores. Los textos sobre el mundo prehispánico fueron extraídos en gran medida de Clavijero, pero además de José Fernando Ramírez (que escribió dos artículos y 31 notas, casi todos con tema prehispánico), un joven aristócrata, Francisco Pimentel, incursionaba en los terrenos del México antiguo con textos sobre “Michoacán”, “Tezcoco” y “Toltecas”. Por su parte, García Icazbalceta compilaría 54 biografías, entre ellas una (cruel, por cierto) de Bustamante y varios precisos retratos de figuras de la conquista y el virreinato. Esos primeros trabajos prefiguraban ya su titánica recuperación cultural del primer siglo de la conquista: la Bibliografía mexicana del siglo XVI, comenzada en 1846 y publicada cuatro décadas más tarde.

En un artículo del Diccionario, “Historiadores de México”, García Icazbalceta hacía un útil recuento crítico de la producción histórica mexicana desde el siglo XVI hasta aquel presente. Para la etapa prehispánica, ponderaba sobre todo al dominico Diego Durán (“en cuya obra vinieron a beber muchos de los que le sucedieron”) y se congratulaba de que gracias al trabajo de Ramírez (y a sus propias gestiones) esa obra se hubiese rescatado de El Escorial y pudiera ver la luz en un futuro. Puso en un lugar secundario al jesuita Joseph de Acosta (importante sobre todo por sus descripciones naturales y geográficas), criticó al franciscano Juan de Torquemada (“tomó a manos llenas de las obras y apuntes de sus predecesores”), y lamentó la “triste suerte” de los manuscritos de fray Bernardino de Sahagún, “en manos de editores ignorantes e inexpertos” (se refería a Bustamante, cuyas “compilaciones indigestas” detestaba, y a quien culpaba de haber incurrido en cuantas faltas puede incurrir un editor). Al mismo tiempo anunciaba ya la edición de Motolinía, imposible de hallar en México, pero cuya copia García Icazbalceta había podido mandar a hacer (costosa y diligentemente) gracias a la entusiasta ayuda de Prescott. Al final del texto hacía una profesión de fe historiográfica idéntica a la que alguna vez había hecho Ramírez:

El acopio de documentos y los trabajos aislados sobre los puntos principales de nuestra historia (a la manera que los grandes pintores estudian en bocetos separados los grupos más visibles de sus cuadros) forman la tarea señalada a la generación presente. Así allanará el camino a la venidera, a la cual está acaso reservada la gloria de levantar sobre sólidos fundamentos el grandioso edificio de nuestra historia nacional.12

El historiógrafo

Hacia 1854, consolidada su amistad con Prescott y Ramírez, mientras publicaba los textos del Diccionario, García Icazbalceta se había casado con Filomena Pimentel y Heras –hermana de Francisco– y procreado con ella dos hijos. Conocedor de la historia de la tipografía, había adquirido una prensa para ocuparse él mismo de la impresión de sus obras.

Mientras México se precipitaba en la guerra civil, García Icazbalceta daba a la luz el fruto de siete años de trabajo: el primer tomo de su Colección de documentos para la historia de México, ricamente acompañado de notas críticas y bibliográficas. En los ocios que le dejaba la diligente atención a sus haciendas, se había dedicado a cultivar sus tres pasiones convergentes: la bibliografía, la edición y el estudio de la historia y la historiografía coloniales.

Sin predilección particular hacia época alguna de nuestra historia, y proponiéndome abrazarla toda, desde los tiempos más remotos hasta el año de 1810, publico desde luego una serie de documentos del siglo XVI, como el periodo más interesante de nuestros anales, en que desaparecía un pueblo antiguo y se formaba otro nuevo; el mismo que existe en nuestros días y de que formamos parte.13

Quería probar de manera concluyente, documental, que México no había nacido antes de la conquista ni renacido con la Independencia. México (como pueblo, como cultura, no como entidad política) se había comenzado a formar justamente en 1521, y había perfilado su identidad en el siglo XVI. Poner ese siglo a la vista del presente resumía el sentido de su admirable vocación.

En 1862 sobrevino un golpe terrible: Filomena, su mujer, murió de parto junto con la criatura que llevaba en las entrañas. Años más tarde, recordaba “aquellos terribles tiempos” en que la tierra mexicana “ardía de un extremo a otro” mientras que él “sufría el incomparable peso de gravísimos pesares domésticos”:

Yo pasé una época amarguísima y muy larga, mas, por favor de Dios, no perdí la cabeza, y aunque padeciendo terriblemente, con el corazón destrozado por la pérdida de mi mujer, a quien adoraba, la carga de dos pequeños niños huérfanos, y próximo a arruinarme con la revolución, perseguido, acosado, casi en la miseria, trabajé con tesón y vi a mis hijos logrados, y mis intereses mucho más florecientes que antes de esa época aciaga.14

A pesar de que el dolor y la guerra no eran circunstancias “a propósito para pensar en tareas literarias”, en 1866 se las arregló para publicar el segundo volumen de su Colección de documentos para la historia de México y sus Apuntes para un catálogo de escritores en lenguas indígenas de América. En 1870 sacó a la luz la Historia eclesiástica indiana de Mendieta, olvidada desde 1596.

A la postre, su obra editorial sería más amplia que la de su amigo y mentor José Fernando Ramírez, acaso porque a García Icazbalceta nunca lo picó –salvo en momentos de tensión– el veneno de la política. Aspiraba a mantenerse al margen de esas pasiones, dedicado a sus haciendas y embebido en su obra, pero no podía sustraerse de su conflictiva región.

En 1869, el antiguo distrito de Cuernavaca se convirtió en el nuevo estado de Morelos, cuya vida política comenzó con sobresaltos. Mientras el general Francisco Leyva, gobernador interino, impulsaba una legislación fiscal que los hacendados consideraban excesiva, partidas armadas de opositores a la reelección del presidente Benito Juárez recorrían la región y asediaban las fincas azucareras. El 12 de junio de 1872, tras el paso de algunas de esas partidas por sus tierras, García Icazbalceta escribía al bibliógrafo español Manuel Remón Zarco del Valle: “Esta malvada revolución me ha cargado por las haciendas, donde me han robado y roban a pierna suelta, con lo cual no tengo rato tranquilo, y por más calma que quiero gastar no puedo dedicarme a ningún trabajo con sosiego.” En 1873 se incorporaron a la Constitución las Leyes de Reforma, y en Morelos, el general Leyva, favorable a los trabajadores y los indios, buscó la reelección. García Icazbalceta escribió a Zarco del Valle:

Nosotros, como acostumbrados al perpetuo desorden, estamos en cierta manera curados de espanto. Sin embargo, una maldita cuestión electoral del estado en que tengo la mayor parte de mis propiedades me trae al retortero hace unos tres meses, sin dejarme sosiego para nada hasta haberme hecho meter a periodista, cosa que no había yo pensado que me llegaría a suceder.15

Pero esos afanes –que aún esperan el estudio profundo de un biógrafo– no lo sustraían por entero de su trabajo. Poco antes del advenimiento de Porfirio Díaz al poder en 1876, el sabio historiógrafo fue designado secretario de la Academia Mexicana de la Lengua, y publicó México en 1554, edición y traducción al español de tres diálogos en latín de Francisco Cervantes de Salazar, aumentada con ricas notas históricas.

El biógrafo

Siguieron años fructíferos como editor de obras de literatura religiosa (coloquios, poesías, teatro), coronados en 1881 por una obra debida a su propia pluma: Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México. Estudio biográfico y bibliográfico. En ella apunta:

En cuanto ha sido en mí, he procurado escribir con imparcialidad; pero bien sé que esto es más fácil de pensar que de hacer. Si tal no ha sido el desempeño, acéptese, por lo menos, el buen deseo. He citado hasta con prolijidad mis autoridades, y mucho pongo en el apéndice, al alcance del lector; cualquiera puede calificar si he hecho o no buen uso de ellas.16

Su fidelidad a la verdad pasó una amarga prueba con esta obra. Su omisión –por falta de testimonios– de la aparición de la virgen le ganó un alud de críticas y anatemas por parte de los guadalupanos. Un sacerdote jesuita escribió: “los buenos mexicanos […] por el afecto sincero que tienen al autor, notaron con pena, con mucha pena tal silencio; más de una vez yo mismo oí a varones sabios, repetir muy tristes ‘¡lástima!, ¡lástima! que tal hombre haya caído en tal error’”.17

Pero si había criticado a quienes interpretaban torcidamente los hechos del pasado sin atender al espíritu de la época o los calificaban “de la manera que más cuadra a su propósito o a las ideas que tratan de propagar”, no podía registrar un milagro (aunque fuera aquel entrañable milagro) sin contar con testimonios: “De todo corazón quisiera yo que [un milagro] tan honorífico para nuestra patria fuera cierto, pero no lo encuentro así”, escribió en una carta privada que dirigió en 1883 al arzobispo Pelagio Antonio de Labastida en obediencia a su solicitud acerca de la historicidad de la aparición. Algún amigo le instó a publicarla, pero le respondió que “no tenía vocación de mártir”.18

Sin embargo, el documento –conocido como la “carta antiaparicionista”– se difundió (primero en una extraña versión latina), atrayéndole disgustos y un desánimo que afectó sus trabajos. En 1888 respondió al obispo de Yucatán, Crescencio Carrillo y Ancona, quien le había solicitado su opinión sobre un opúsculo relativo a la aparición, con otra carta privada que el clérigo intentó más tarde presentar como una retractación, aunque no era sino una expresión de respeto hacia su autoridad eclesiástica y un intento de evitar la polémica en un momento en que se hallaba “muy abatido”:

En dos terrenos puede considerarse este negocio: en el teológico y en el histórico. El primero me está vedado por mi notoria incompetencia, y si está declarado, por quien puede, que el hecho es cierto, no podemos entrar los simples fieles en el otro.19

Aquella concesión a la preeminencia del juicio teológico sobre el histórico en temas de fe no aplacó al clero y los aparicionistas. Fortino Hipólito Vera, canónigo de la Colegiata de Guadalupe, pretendió refutarlo con una Contestación histórico-crítica en defensa de la maravillosa aparición de la Santísima Virgen de Guadalupe, publicada en 1892. El historiador Agustín de la Rosa escribió en 1896 una obra titulada Defensa de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe y refutación de la carta en que la impugna un historiógrafo de México. Todavía en 1931, Primo Feliciano Velázquez, historiador experto en náhuatl, argumenta directamente contra García Icazbalceta en su libro La aparición de Santa María de Guadalupe.

En el mismo género biográfico de su obra sobre Zumárraga, don Joaquín publicó no menos de un centenar de retratos de tiempos de la conquista y el virreinato (conquistadores, literatos, exploradores, viajeros, gobernantes, religiosos de diversa índole), escritos con elegancia plutarquiana y un pasmoso soporte documental.

Fue esa silenciosa labor de García Icazbalceta la que convenció (reconvirtió) al gran editor y escritor liberal Ignacio Manuel Altamirano, y lo persuadió a revalorar el legado de los misioneros en México. Paradoja mayor, una más en la historia intelectual de México: el historiógrafo criollo y conservador negaría la aparición guadalupana; el polígrafo indio y liberal escribiría, en “La fiesta de Guadalupe”, la más completa historia de la Virgen de Guadalupe como el lazo de unión de todos los mexicanos en todas las épocas.

La disputa del paraíso

Llevaba muchos años de seguir una rutina casi monacal, dividida entre su casa de México (San Cosme 4, que había adquirido su padre como casa de campo y donde vivía con su hija y la familia de esta) y la hacienda de Santa Clara donde pasaba el invierno de enero a febrero o marzo, que García Icazbalceta pintaba con tonos idílicos:

Bajo un cielo azul obscuro, limpio hasta de la más pequeña nube, en un extenso valle terminado por lejanos cerros, entre los cuales se levanta el colosal Popocatépetl con sus nieves eternas, la bellísima perspectiva, el sol radiante, el cielo incomparable, el clima del paraíso, los cañaverales, los plátanos, las palmas me hacen más tristes las quejas reales contra esos detestables climas (de Londres y París), enemigos mentales que amargan y borran los goces y las grandezas de esas famosas ciudades. Yo no puedo vivir sin sol: un día nublado me abate; el frío me entristece, y con no ser el de México intenso, me echa de allí a refugiarme en estas tierras que llaman calientes y no lo son. Esta hacienda, a unos mil doscientos metros sobre el mar, es el último límite de la caña dulce y se da muy bien. Raro es que el termómetro llegue a 30º centígrados en el peso de la tarde, en los meses de calor.20

Pero aquel paraíso tenía un rasgo inapelable: había sido, desde tiempos anteriores a la conquista, un paraíso habitado. Las ruinas de Chalcatzingo, que entonces yacían todavía enterradas a dos kilómetros de la hacienda, señalaban la presencia de un mundo anterior, profundo, que aún latía bajo los surcos de la caña.

Bien lo sabían los hermanos García Icazbalceta (José Mariano, María Dolores, Ana María, Tomás, María Ignacia, Lorenzo, María de Jesús y Joaquín; dos más, Ana Fabriciana y Eusebio, habían muerto de niños) que, junto con otros hacendados de la región, llevaban años de firmar (y redactar, seguramente) representaciones en contra de los indios de la zona de Morelos, y sus caudillos: “Hurtan siempre que pueden –había escrito desde 1866 Francisco Pimentel, el gran erudito en lenguas indígenas, cuñado de don Joaquín– no solo las semillas y ganado, sino aun los terrenos: apenas se descuida el propietario, el indio ha invadido ya sus tierras.”21

Esa circunstancia –aunada al recuerdo infantil de su propia expulsión y exilio, por ser hijo de españoles– imprimió una sustancia polémica a la obra de García Icazbalceta. Aquel “Tigre”, hombre estoico, sabio y severo, no podía disimular sus reservas con respecto al otro “tigre”, el tigre colectivo de la historia mexicana. En suma, la anacrónica representación de la conquista, que tenía por escenario el paraíso morelense, no pudo dejar de insinuarse en su labor historiográfica.

Esa insinuación, tristemente, mancharía su obra de frases lesivas para el legado indígena. En México en 1554 se burla de los panegiristas de la civilización de los aztecas que no podían “hacer más que rebajar algunos millares [de sacrificados]” y asevera que “los males de la conquista quedaron largamente compensados con la supresión de aquella bárbara costumbre”.22 En su libro sobre Zumárraga señala con mayor severidad: “Aquellas monstruosas figuras de los grandes ídolos, cubiertas de sangre humana, que aún ahora, limpias en los museos, repugnan y repelen.” Pensando quizá en la labor de su finado amigo Ramírez (a quien llama “ilustrado conservador […] del Museo Nacional”) corrigió un poco: “Lejos estoy de querer desacreditar las pinturas aztecas […] No creo que haya documento histórico inútil, y yo, que he procurado recoger y publicar algunos, sería quien menos pudiera ver con indiferencia la desaparición de los anales del pueblo que en tiempos remotos vino a ocupar este suelo.”23 Pero en su “Estudio histórico” volvió a la carga con mayor determinación.

Deploraba el “entusiasmo facticio por todo lo azteca”. Le parecía destinado a encomiar el paganismo y deprimir a quienes habían traído la “civilización cristiana”, y se preguntaba “[si podían llamarse] ‘civilizados’ unos pueblos que, aun cuando en ciertos ramos del saber humano conservan restos de una antigua cultura, carecen de instrucción pública, no conocen las bellas artes, ni el alfabeto, ni los animales domésticos, ni el hierro, ni los pesos y medidas, ni la moneda; pero conocen la esclavitud, la poligamia, los sacrificios humanos, y se mantienen en perpetua guerra, no ya para ensanchar sus dominios, sino que la emprenden periódicamente, sin odio ni ambición, con el único fin de proveerse de víctimas para saciar, sin conseguirlo nunca, la sed de sangre de sus mentidos dioses”.24 La negación de la complejidad cultural de la civilización mesoamericana es la sombra más visible en una obra por lo demás rigurosa, una omisión que señala los límites de su mirada.

En 1886 publicó su clásica Bibliografía mexicana del siglo XVI, de la que Marcelino Menéndez Pelayo opinó: “obra en su línea de las más perfectas y excelentes que posee nación alguna”.25 Sorprende y conmueve el amor puesto en ese gran tomo, que a su solidez documental aunaba su riqueza visual. Al reproducir varias portadas en facsímiles, García Icazbalceta creaba una especie de códice del México misionero, evangelizado, cristiano.

Año tras año encontraba en el “trabajo un entretenimiento útil y una distracción a mis penas”. (Al parecer, sufría depresiones.) En 1886 inició la publicación de una Nueva colección de documentos para la historia de México. En 1893 escribía: “ahora estoy muy tranquilo haciendo cedulitas del Vocabulario para no aburrirme, y sin la menor intención de imprimirlas. Las hago como quien pudiera entretenerse en hacer jaulas o ratoneras”.26 Era el Vocabulario de mexicanismos, que ya en el siglo XX –como los Memoriales de Motolinía– publicaría su hijo, Luis García Pimentel.

Para entonces podía gloriarse de haber recobrado por sí solo el legado cultural del siglo XVI. Siendo tan meritoria aquella labor de editor, traductor, historiógrafo, biógrafo, difusor y bibliógrafo, su aporte personal como historiador de la época colonial no era menos notable: cinco estudios sobre historia de la Ciudad de México (entre ellos la Catedral, Chapultepec), dos sobre historia de las costumbres (el Paseo del Pendón, “Un Creso del siglo XVI en México”), siete sobre historia de las profesiones e instrucción pública (como sus textos sobre la Universidad, el Colegio de San Juan de Letrán), cuatro de historia religiosa (autos de fe, los agustinos en México, entre otros), tres de historia económica (cacao, ganado, seda), cuatro estudios literarios y lingüísticos (entre ellos su pionera aportación Provincialismos mexicanos), diez sobre imprenta y bibliografía, dos sobre la historia del Perú.

El sentido de la conquista

En 1892 el general Vicente Riva Palacio dictó en Madrid una conferencia sobre la conquista y el pasado virreinal que fue el sustento filosófico del segundo volumen de México a través de los siglos: “Establecimiento y propagación del cristianismo en Nueva España”. Lector de los grandes sociólogos de su época, Riva Palacio hablaba como vocero del “periodo científico en que se encontraba la humanidad”. Negaba que la conversión de los indios se hubiera debido a la predicación, al convencimiento, al catequismo. Su raíz era el miedo, “consecuencia necesaria de su desgracia en el combate, indispensable requisito para afirmar su vasallaje y servidumbre al monarca”. Mera salvaguarda para defenderse de los vencedores, la conversión había sido la “poderosa égida que a cubierto los ponía de crueldades y persecuciones”. Riva Palacio negaba igualmente la importancia de la predicación (en un país que, en el siglo XIX, registraba 182 lenguas) y dudaba de que la pobreza, humildad, mansedumbre y sacrificio de los religiosos hubiesen sido un factor de atracción para los indígenas que, acostumbrados a su vez a esos rigores, no podían verlos como excepcionales o ejemplares. El verdadero impulso de los indios hacia la conversión no había sido, pues, íntimo, sino pragmático y político. Cuando los caciques se convirtieron, los indígenas los siguieron. Por lo demás, en términos religiosos, el resultado había sido muy defectuoso.

García Icazbalceta conoció aquella conferencia de Riva Palacio pero había decidido ignorar, sin animosidad, la obra histórica del general: “Nada he leído de la parte escrita por Riva Palacio para la obra México a través de los siglos; pero he oído muchas quejas contra ella. De ninguna manera me metería en una impugnación, porque abomino las contiendas literarias de que generalmente no resultan más que disgustos y nada de provecho para el público.” Frente a la versión oficial de la conquista y la colonia, su respuesta se limitaba a recobrar el siglo XVI mexicano. Era el proyecto que se había trazado desde los años cuarenta: “Entiendo que la mejor refutación de una obra mala es escribir otra buena sobre el mismo asunto.”27

Su obra editorial, bibliográfica, historiográfica, histórica y biográfica era su respuesta a Riva Palacio. Con todo, aquella conferencia del general historiador debió haberlo decepcionado y entristecido. Don Joaquín había escrito la biografía de cuatro misioneros, 31 cronistas, historiadores, biógrafos e impresores (varios de ellos sacerdotes), nueve prelados, dieciséis religiosos y varias obras más, concernientes al tema específico de la evangelización, abordado por Riva Palacio. Bastaba leer uno solo de esos opúsculos para entender que la materia humana de que trataba era más compleja que un fluido histórico en vías de evolución. Ahí estaba, por ejemplo, su vida de fray Pedro de Gante, el lego franciscano fundador de la educación cristiana (y occidental) en México:

Por la gracia de Dios –había informado Gante a Felipe II– empecélos a conocer y entender sus condiciones y quilates, y como me había de haber con ellos, y es que toda su adoración de ellos a sus dioses era cantar y bailar delante de ellos […] y como yo vi esto y que todos sus cantares eran dedicados a sus dioses, compuse metros muy solemnes sobre la Ley de Dios y de la fe […] y también diles libreas para pintar en sus manteas para bailar con ellas, porque así se usaba entre ellos […].28

García Icazbalceta había historiado ese vínculo primordial entre Gante y sus discípulos en la escuela de San José de los Naturales, donde aquel franciscano había enseñado escritura, lectura, canto, doctrina cristiana y música, donde los “naturales” aprendían bellas artes, cantería y albañilería, y componían misas con “metros muy solemnes”. Y no podía dejar de comparar los afanes –más ruidosos que sinceros– de su siglo con aquellos remotos del siglo XVI:

Cuando anunciamos a son de trompeta la apertura de una triste escuela de primeras letras, antes mala que buena, no conocemos ni admiramos como debiéramos los gigantescos esfuerzos de aquel pobre lego, que sin más recursos que su indomable energía, hija de su ardiente caridad, levantaba de cimientos y sostenía durante medio siglo una magnífica iglesia, un hospital y un gran establecimiento que era a un tiempo escuela de primeras letras, colegio de instrucción superior y de propaganda; academia de bellas artes y escuela de oficios; un centro completo de civilización. Calcúlese lo que costaría hoy al erario un establecimiento semejante; el sinnúmero de catedráticos, maestros y empleados que exigiría, y no podremos menos de llenarnos de asombro al ver que unos cuantos frailes, dirigidos por un lego, hacían todo aquello, que solo era una pequeñísima parte de sus imponderables trabajos apostólicos.29

El “Estudio histórico” sobre la dominación española, publicado en 1894, año de su muerte, en El Renacimiento –la revista fundada en 1869 por Altamirano– fue la obra postrera de García Icazbalceta. A partir de su minucioso conocimiento de los personajes del siglo XVI, rebatía aquellas ideas de Riva Palacio –y las del siglo liberal todo– sobre la implantación del cristianismo, pero su horizonte era más amplio: abarcaba también una defensa de la conquista y la dominación española. En el asunto siempre sensible de la primera, bordaba sobre algunos temas que previamente había tratado Manuel Orozco y Berra en su Historia antigua y de la conquista de México (1881), pero con un toque hispanista que aquel historiador mestizo, de “pluma filosófica”, no podía darles. A fin de cuentas, Orozco y Berra era el hijo espiritual del liberal moderado José Fernando Ramírez, mientras que el conservador García Icazbalceta, por más de un motivo, era el heredero intelectual de Alamán:

En concepto de muchos […] la conquista fue una expoliación inicua sobre todas. Cierto que la gente conquistadora no era, en general, modelo de suavidad y de virtud, que no suelen serlo los soldados, y la dureza del instrumento había de ser proporcionada a la magnitud de la obra; pero causa pena oír calificar de ese modo uno de los más grandes acontecimientos de la Historia: la conquista, evangelización y colonización de un mundo.30

Rebatía, por ejemplo, la idea de que la conquista había sido sobre todo una hazaña de los pueblos aliados a los españoles (que no habían contado con esas huestes en sus batallas de Tabasco y Tlaxcala); objetaba también la desventaja que para los mexicas habían representado los caballos de los españoles (dieciséis en total, aclaraba). A su juicio, el motivo principal de la derrota no había residido tanto en la superioridad numérica o técnica de los conquistadores sino en el modo de pelear de los indios: “Como su mayor afán no era matar sino tomar prisioneros para los sacrificios, la batalla, después de la primera arremetida, se convertía en un conjunto de combates personales, sin orden ni concierto. Su cruenta religión los perdía.” En definitiva, faltaba “un estudio serio del carácter de esos asombrosos aventureros, mezcla de valor indómito, de dureza, de incomparable energía, de codicia, de libertinaje, de lealtad y espíritu religioso”. Y el error mayor de las historias publicadas (como la de Orozco y Berra, a quien no aludía de modo explícito) era cerrar la narración en 1521, como si “Cortés hubiera conquistado todo y después de él no se hallaran nombres y hechos dignos de fama”. Ese había sido, justamente, el afán de Lucas Alamán en sus Disertaciones sobre la historia de Méjico (1844). A documentar ese universo histórico posterior a la conquista había dedicado sus afanes García Icazbalceta. Pocas veces tuvo España, empeñada en una empresa quijotesca superior a sus fuerzas históricas, un defensor más inteligente e informado.

Como el general historiador, el historiador hacendado se preguntaba también por la causa profunda de la conversión de los indios, y por su sinceridad. Hacía notar el tiempo que había mediado entre la conquista militar y los bautizos de que tanto se preciaba Motolinía: cinco años. Si el temor había sido el resorte de los indios, ¿por qué no se habían bautizado antes? Para García Icazbalceta la causa de la conversión era la misma que les había atado las manos en el combate: “La horrible religión de los aztecas que hacía pesar los sacrificios sobre el pobre pueblo, debía inclinarle a abrazar otra que le libertaba de tan fiero yugo.”31 La comparación de ambas religiones marcaba la diferencia. La religión de los mexicas reconocía la inmortalidad del alma pero “asignaba el lugar de su futuro destino, no conforme a sus propios méritos sino a la condición de los individuos en el mundo, a su profesión, y aun a la circunstancia fortuita del género de muerte”, todo lo cual representaba un “negro contraste” con las “puertas del paraíso” abiertas por el cristianismo a todos los hombres sin distinción, dependiendo de su libre arbitrio. El cristianismo, en suma, había traído esperanza.

Ese había sido el motivo central de la conversión. En el mismo sentido (contrastando la calidad espiritual de ambas religiones) García Icazbalceta objetaba con vehemencia la opinión de Riva Palacio sobre la ejemplaridad inútil o redundante de los padres. “Poco favor” se hacía a los indios al suponer que no advertían las diferencias entre los conquistadores y los frailes. “Peores que animales fueran si no se aficionaran a unas creencias que infundían […] sentimientos [caridad, pobreza, continencia, amor] más admirables por lo mismo que les eran desconocidos.” Riva Palacio criticaba la “manera violenta con que fue establecido el cristianismo entre los indios”.32 La creía hija del poder. García Icazbalceta podía admitir que la implantación había podido ser superficial, pero nunca fingida. Creía en ella como una obra del amor.

Había, no obstante, una zona de la argumentación liberal que García Icazbalceta no pudo ni quiso negar: su carácter sensual, ceremonial y externo, su pobreza doctrinaria. El tiempo había desgastado inevitablemente el impulso inicial de los franciscanos; la tarea había sido mayor a sus fuerzas, la extensión de un territorio casi inabarcable y las nuevas tribus indígenas que se quería atraer a la fe y que resultaron indómitas y casi infranqueables. Pero los franciscanos –y los jesuitas– habían porfiado en su labor, luchando contra la idolatría, contra el clero secular, contra “la rudeza, dejadez e inconsistencia de los indios”, en expediciones lejanas, sin temor al martirio, al naufragio.

“Donde un misionero sucumbía, otro se presentaba.” Los dominicos y agustinos que habían arribado después de ellos “nunca lograron captar el afecto de los indios”. Y cuando la Compañía de Jesús hubo de dejar sus misiones por la expulsión de que fue objeto en 1767, su lugar lo ocupó de nueva cuenta “la esclarecida”, la “benemérita” orden franciscana (ahora en su rama más estricta, la descalza), en figuras como fray Junípero Serra. Detrás de cada frase de García Icazbalceta había un ensayo, una biografía, un opúsculo, una documentación puntual. Nunca tuvo la Iglesia en México defensor más sabio y prudente.

La otra cara de la historia

Desde el mirador del nuevo Estado, los liberales de todo cuño interpretaban la historia para ajustarla a sus esquemas de progreso y evolución. Casi todos (Guillermo Prieto, Manuel Payno, Vicente Riva Palacio, Justo Sierra) imponían las categorías políticas de su presente a la escritura del pasado. Solo Altamirano había escrito, sin sombra de ironía, con admiración genuina, “[la obra de Joaquín García Icazbalceta], empeñoso y sabio anticuario […], ha ganado una envidiable reputación en Europa”.33 Naturalmente, don Joaquín era mucho más que un anticuario. Su magna obra nutrió toda la historiografía profesional sobre la conquista y el virreinato a lo largo del siglo XX.

Muy pocas voces se alzaban contra aquel uso (abuso) político de la historia. La más ilustre fue la de Joaquín García Icazbalceta. Su vastísima obra histórica, historiográfica y bibliográfica se asentaba sobre premisas opuestas a las de Sierra: “Cautiva en alto grado al entendimiento humano la investigación de la verdad”, había escrito en su “Estudio histórico”, ensayo que constituía el fruto final de una vida empeñada en el rescate de la mitad negada por la historia liberal, es decir, el legado de España:

Por más que se haya levantado inmenso clamoreo contra el sistema colonial de España, no debemos escucharlo, porque no es la voz de la razón; y tanto hemos de cerrar los oídos a los encarnizados enemigos como a los apologistas apasionados. La Historia está demasiado alta para escuchar gritos de tumulto y atender a declamaciones huecas. Con severa imparcialidad se traslada al lugar de la escena; instruye proceso; llama a los testigos, cuyos antecedentes escudriña antes de escribir sus testimonios, y como recto juez y pesquisidor examina las piezas, oye los descargos, distingue los tiempos y considera el espíritu de cada uno […] la posición de los actores […] los móviles […] las razones […] Nada la apasiona, nada extravía su criterio. El único fin de la Historia es hallar la verdad.34

A partir de esas premisas y criterios de análisis (la historia al servicio del saber, no del poder) García Icazbalceta examinó los principales axiomas del ideario liberal: negó que España hubiese tenido un plan preconcebido para oprimir y explotar duramente a sus colonias; explicó que las libertades que en retrospectiva reclamaban los historiadores para Nueva España, no se las otorgaba España a sí misma, y por tanto esos males habían sido del tiempo y no de España; recordó, no obstante, la libre circulación de “los tremendos escritos de Las Casas que hasta ponían en duda la legitimidad de la posesión de las Indias”; cotejó ventajosamente el desempeño imperial de España con el de otros imperios; adujo que fue “un error de España haber abarcado una inmensa extensión de tierra” pero justificó esa expansión por el designio religioso que la precedía: “España era el primer campeón del catolicismo, y así como en el Viejo Mundo sostenía terrible lucha contra las herejías, del mismo modo en el Nuevo agotaba sus fuerzas para extirpar la idolatría.”35

Aunque no podía ver del todo que sus propias premisas religiosas (y su experiencia como hacendado, en el turbulento Morelos de las rebeliones indígenas) conspiraban también para distorsionar el papel imparcial y desapasionado de la Historia, su reconstrucción del legado cultural del siglo XVI era el mejor argumento para desmentir las interpretaciones maniqueas a las que tan proclives habían sido los historiadores liberales del siglo XIX. Su legado comenzaría a reconocerse al cabo de varias generaciones.

Desde muy joven Joaquín García Icazbalceta se había propuesto “allanar el camino para que marche con más rapidez y con menos estorbos el ingenio a quien esté reservada la gloria de escribir la historia de nuestro país”. Él mismo la escribió, pero no como obra unitaria, sino como corpus historiográfico. Junto con su amigo y maestro José Fernando Ramírez, fue el héroe de la historiografía mexicana en el siglo XIX. Un héroe apenas reconocido.

Este hombre que escribió una obra gigantesca, que recobró él solo, por cuenta propia, la bibliografía del siglo XVI y buena parte de los otros siglos, concluye con humildad:

Conozco cuál es la suerte reservada a estos libros. Merced a los nuevos documentos que se descubren, caen pronto en el olvido libro y autor. Acepto de buena voluntad ese triste destino, si he logrado destruir algún error y llamar la atención a esta clase de estudios. A lo menos el apéndice será siempre útil y él alargará la vida del presente volumen.36

El alma en el tiempo

Hacia 1891, un historiador argentino, el doctor Vicente G. Quesada, escribió una estampa que lo retrata en su casa de San Cosme:

Tenía una riquísima colección de documentos, reunidos para sus estudios históricos: una hermosa biblioteca de estantería hasta el techo, en las piezas que daban sobre la calle. El gran salón, de viejo aspecto colonial, estaba situado en el lado izquierdo del patio, grande como plaza. Cuando lo veía me recibía siempre con cultura declarándome que él no pertenecía a la sociedad presente, encerrado en sus libros, oyendo misa todos los días, y dado al lujo de hacer ediciones de tan corto número, que son verdaderos incunables. No aspiraba a nada: le conocí anciano y me inspiraba respetuosa simpatía verle tranquilo y resignado, viviendo entre sus libros, sus verdaderos amigos, ocupado en dirigir la impresión de obras históricas. Supongo que tenía familia; pero solo le conocí a él.37

Sí tenía familia. Con su esposa Filomena había procreado a sus hijos Luis y María. Los dos fueron muy cercanos a él y a sus trabajos. María lo acompañaba a las haciendas desde niña (a pesar de que significaba un viaje de dos días en tren, a pie, en carretela y a caballo), pues don Joaquín no la dejaba sola por su juventud y constantes enfermedades. Sería Luis quien a la muerte de su padre en 1894 heredaría sus haciendas en Morelos y continuaría la publicación de sus ediciones.38

Murió el 26 de noviembre de 1894. Se le sepultó en una capilla de la parroquia de San Cosme, una iglesia de barrio que se adorna con un precioso retablo barroco traído de otro templo, y cuya pequeña torre hoy empequeñece su vecino, el abandonado Cine Ópera. En una capilla lateral donde reposan también otros de sus familiares, una sencilla lápida en el muro recuerda a don Joaquín. En la parte superior tiene un medallón neogótico con el rostro de Cristo coronado de espinas. Abajo, otro medallón con el emblema que aparece también en algunas ediciones de sus obras: una corona de laurel rodea una naveta sobre la que se posa un búho. Alrededor se lee el proverbio de Séneca: Otium sine litteris mors est: el ocio sin letras es la muerte. Curiosamente, en su compilación El alma en el templo incluyó una oración parecida: “Que vida con delito / es muerte, y no vivir.” Vivir sin culpas y con libros: la existencia ideal en los planos moral e intelectual para Icazbalceta.

Pero el alma no reposa en el templo. Don Joaquín, fiel católico, vivió con la certeza serena de que su espíritu encontraría refugio, no en el edificio visible, sino en la promesa invisible de la fe:

¡Dulce creencia! Con su eterno influjo
reanima el corazón que a piedra inerte
la férrea mano del pesar redujo,
templa el horror de la terrible muerte,
y al grato amparo de sus alas de oro
el ánima reposa, mientra el sueño
seca en los ojos el amargo lloro.
¡Mi espíritu, Señor, en ti confía!39~

NOTAS

  1. Pablo Robles, Los plateados de Tierra Caliente, Ciudad de México, Tipografía y Litografía de Filomeno Mata, 1891, p. 84.
  2. Idem, p. 85.
  3. Joaquín García Icazbalceta (en adelante JGI), Escritos infantiles, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 206.
  4. Emma Rivas Mata y Edgar Gutiérrez López, Cartas de las haciendas. Joaquín García Icazbalceta escribe a su hijo Luis, 1877-1894, Ciudad de México, INAH, 2013. Como señala Salvador Rueda Smithers, estas cartas forman una “pedagogía empresarial que recorre la formación del carácter del futuro responsable de la empresa, hasta la disciplina cotidiana y la visión del espectro administrativo que enlaza la producción, distribución y el mercado de la entonces pujante industria del azúcar. Contra vientos tempestuosos, esta manera de educar directamente mostró su eficacia, con su epistemología implícita en ideas políticas, en el pragmatismo de productor y comerciante, y en la ética del buen católico”. Véase Salvador Rueda Smithers, “La vida interna de las haciendas”, Historias, núm. 92, junio de 2017, p. 140.
  5. Memoria política y estadística de la prefectura de Cuernavaca, Ciudad de México, Imprenta de Cumplido, 1850, p. 32.
  6. Francisco Zarco, Historia del Congreso Constituyente de 1856 y 1857, Ciudad de México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1857, p. 12.
  7. Agustín Rivera, Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio, Ciudad de México, UNAM, 1994, p. 28.
  8. Respuesta de los propietarios de los distritos de Cuernavaca y Morelos, a la parte que les concierne en el manifiesto del señor general Juan Álvarez, Ciudad de México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1857, p. 15.
  9. Ignacio Manuel Altamirano. El Zarco. Episodios de la vida mexicana en 1861-63, Ciudad de México, Espasa-Calpe, 1950, p. 13.
  10. Carta de JGI a José Fernando Ramírez, 22 de enero de 1850, en Felipe Teixidor (compilador), Cartas de Joaquín García Icazbalceta a José Fernando Ramírez, José María de Ágreda, Manuel Orozco y Berra, Nicolás León, Agustín Fischer, Aquiles Gerste, Francisco del Paso y Troncoso, Ciudad de México, Porrúa, 1937, pp. 4-5.
  11. Carta de JGI a William H. Prescott, 29 de noviembre de 1853, en Boletín de la Biblioteca Nacional de México, tomo XIII, núm. 4, octubre-diciembre de 1962, p. 24.
  12. Diccionario universal de historia y geografía, tomo IV, Ciudad de México, Tipografía de Rafael, 1854, p. 138.
  13. JGI, Colección de documentos para la historia de México, tomo primero, Ciudad de México, Porrúa, 1980, p. VI.
  14. Carta de JGI a Nicolás León, 10 de abril de 1893, en Felipe Teixidor (compilador), op. cit., p. 245.
  15. Carta de JGI a Manuel Remón Zarco del Valle, 15 de agosto de 1873, en Emma Rivas Mata (estudio preliminar, transcripción y notas), Entretenimientos literarios. Epistolario entre los bibliógrafos Joaquín García Icazbalceta y Manuel Remón Zarco del Valle, 1868-1886, Ciudad de México, INAH, 2003, p. 212.
  16. “Advertencia” en JGI, Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, Ciudad de México, Antigua Librería de Andrade y Morales, 1881.
  17. Historia de la aparición de la Sma. Virgen María de Guadalupe en México desde el año MDXXXI al de MDCCCXCV por un sacerdote de la Compañía de Jesús, tomo II, Ciudad de México, Tipografía y Litografía “La Europea”, 1897, p. 325.
  18. “Advertencia” en JGI, Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México, Ciudad de México, 1896.
  19. Crescencio Carrillo y Ancona, D. Joaquín García Icazbalceta y la historia guadalupana, Ciudad de México, Tipografía Guadalupana de Reyes Velasco, 1896, p. 9.
  20. Carta de JGI a Nicolás León, 7 de enero de 1884, en Felipe Teixidor (compilador), op. cit., p. 32.
  21. Francisco Pimentel, Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México, y medios de remediarla, Ciudad de México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1864, p. 203.
  22. JGI (traductor y editor), México en 1554. Tres diálogos latinos que Francisco Cervantes de Salazar escribió e imprimió en México en dicho año, Ciudad de México, Antigua Librería de Andrade y Morales, 1875, p. 313.
  23. “La destrucción de antigüedades mexicanas”, en JGI, Obras, tomo II, opúsculos varios, México, Imprenta de V. Agüeros, 1896, pp. 107-108.
  24. JGI, “Conquista y colonización de Méjico. Estudio histórico”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo XXV, cuadernos I-III, julio-septiembre de 1894, p. 8.
  25. Marcelino Menéndez Pelayo, Antología de poetas hispano-americanos, tomo I, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1893, p. XVIII.
  26. Carta de JGI a Nicolás León, 6 de julio de 1893, en Felipe Teixidor (compilador), op. cit., p. 254.
  27. Felipe Teixidor (compilador), op. cit., p. 43.
  28. JGI (compilador y editor), Códice franciscano. Siglo XVI, Ciudad de México, Imprenta de Francisco Díaz de León, 1889, pp. 223-224.
  29. JGI, Bibliografía mexicana del siglo XVI, primera parte, Ciudad de México, Librería de Andrade y Morales, 1886, p. 41.
  30. JGI, “Conquista y colonización de Méjico. Estudio histórico”, op. cit., pp. 19-20.
  31. Ibidem, p. 31.
  32. Vicente Riva Palacio, Ensayos históricos, Ciudad de México, Instituto Mora/UNAM, 1996, p. 307.
  33. Ignacio Manuel Altamirano, “Introducción”, en El Renacimiento. Periódico literario, tomo I, Ciudad de México, Imprenta de F. Díaz de León y Santiago White, 1869, p. 4.
  34. JGI , “Conquista y colonización de Méjico. Estudio histórico”, op. cit., p. 16.
  35. Ibidem, p. 18.
  36. “Advertencia” en JGI, Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, op. cit.
  37. Natalicio González, “Icazbalceta y su obra”, en Historia Mexicana, vol. 3, núm. 3, enero-marzo de 1954, p. 369.
  38. Las haciendas de don Joaquín son hoy apenas un eco de lo que fueron en su época de esplendor. Durante el porfiriato, él y su hijo modernizaron sus propiedades con nueva maquinaria, infraestructura de riego y un sistema de vías desmontables que facilitaba el transporte de la caña desde los campos hasta el ingenio. Gracias a estas innovaciones, Santa Clara y Tenango llegaron a aportar casi el 23% de las exportaciones de azúcar del estado de Morelos en 1905-1906. La Revolución, especialmente violenta hacia las haciendas en Morelos, lo cambió todo. Tenango fue incendiada como venganza contra su administrador y Santa Clara, salvo su iglesia, sufrió el mismo destino poco tiempo después. En 1913 los zapatistas exigieron a los ingenios que suspendieran su producción por lo que don Luis García Pimentel desmanteló la maquinaria para resguardarla en las fincas de su yerno en Jalisco. Finalmente, el 21 de abril de 1914, cuando el ejército federal se retiró de Morelos, los hijos varones de García Pimentel, nietos de don Joaquín, abandonaron las fincas. Pasaron años antes de que regresaran a intentar recuperar parte del patrimonio familiar, esfuerzo en gran medida infructuoso. En diciembre de 1919 se inició el primer juicio de restitución de tierras de Santa Clara a favor del pueblo de Ocuituco y el reparto continuó hasta 1929. En total, se les expropiaron 40,191.77 hectáreas, un poco más de dos tercios de la extensión original de las fincas de los García Icazbalceta. Con esas tierras se dotó a veintiséis pueblos, dos rancherías y dos congregaciones del oriente de Morelos y del estado de Puebla. La indemnización que recibió García Pimentel fue de 995,800 pesos, pagaderos a veinte años. Tras la reforma agraria, la hacienda de Santa Clara quedó reducida a poco más de treinta hectáreas. Aunque arruinada y desprovista de techos, sus sólidos muros lograron subsistir. En 1951, la familia donó lo que quedaba de ella al Opus Dei, que la reconstruyó y desde entonces la dedica a retiros espirituales y al servicio social de las comunidades aledañas, a las que ofrece una escuela rural y otra femenina.
  39. JGI, El alma en el templo, quinta edición, México, s.p.i., 1874, p. 21.

Publicado en Letras Libres no. 320, agosto de 2025.

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