Triángulo político
Para Héctor Jaime Treviño
Llegó el momento de traer al bueno y sabio de Max Weber a México y probar su teoría de las tres legitimidades en la historia de nuestro País: la historia pasada, la historia presente y, ¿por qué no? la historia futura.
La época prehispánica y los tres siglos de dominación colonial estuvieron basados en un mismo tipo de legitimidad: la tradicional. Que los virreyes o los reyes fueran más o menos carismáticos no tenía importancia. Tampoco se preguntaba al pueblo su opinión sobre el nuevo gobernante. Durante la Colonia, curiosamente, la noción de voto no existía más que en los cabildos indígenas. Fuera de ese reducto de democracia primitiva, la Nueva España era una monarquía químicamente pura.
Un interesantísimo libro del historiador estadounidense William Taylor sobre el alcoholismo, el homicidio y la rebelión en el México Colonial (publicado en el Fondo de Cultura Económica), demuestra que las rebeliones durante esa etapa fueron un fenómeno excepcional. Cuando surgieron, los motivos eran querellas locales no una interpelación a la legitimidad que venía del Rey. Los habitantes de Nueva España estaban y se sentían integrados a un todo que los englobaba. Eran miembros de una gran familia, partes de un cuerpo político que tenía un sello divino.
Al estallar ese orden por obra de un accidente histórico llamado Napoleón I, Nueva España entró en una zona de legitimidad incierta. Perdió la legitimidad tradicional, pero las buenas intenciones y las arduas lecturas de los clásicos del liberalismo francés, estadounidense o inglés no eran suficientes para cuajar un nuevo orden legal, racional. En esas circunstancias surgieron los caudillos, y en nuestro caso, un caudillo de caudillos, el general Antonio López de Santa Anna. Alamán describe su imán en un párrafo memorable:
"La historia de México desde 1822, pudiera llamarse con propiedad la historia de las revoluciones de Santa Anna. Ya promoviéndolas por sí mismo, ya tomando parte en ellas excitado por otros; ora trabajando para el engrandecimiento ajeno, ora para el propio; proclamando hoy unos principios y favoreciendo mañana los opuestos; elevando a un partido para oprimirlo y anonadarlo, después levantar al contrario, teniéndolos siempre como en balanza. Su nombre hace el primer papel en todos los sucesos políticos del País, y la suerte de éste ha venido a enlazarse con la suya".
El secreto de Santa Anna se resume en una palabra: carisma. Lo mismo la "gente decente" que los "pelados" lo seguían porque... lo seguían. "¿Qué tenía ese hombre, para quien la patria era una querida?", decía Justo Sierra. Tenía un atractivo incomprensible. Era un seductor. Sólo en una sociedad que había perdido sus cotas podía surgir y dominar un individuo así. Era el reflejo del desconcierto histórico de un País que no cuajaba, de un proyecto de País llamado México, a mediados del siglo XIX.
Con la Guerra de Reforma e Intervención, México fue consolidando una nueva legitimidad, al menos en el papel: desplazó al carisma santanista y puso los cimientos de la legitimidad racional y legal. Significativamente, para abrirle paso requirió el severo caudillaje de un hombre con todo el estilo del cacique tradicional, el indio zapoteca Benito Juárez. Sus amigos liberales se sorprendieron primero y se decepcionaron después, al cotejar los hermosos ideales republicanos que defendían con los métodos perfectamente antirrepublicanos que aplicaba Juárez. Idólatra de la ley, la ponía en el nicho de la provisionalidad histórica hasta que el País se pacificara, hasta que el País estuviera listo para asumirla. Su fiel discípulo Porfirio Díaz no hizo otra cosa. Juntos, Juárez y Díaz abrieron paso a una sociedad moderna, formalmente liberal y republicana, pero cimentada sobre una legitimidad antigua y tradicional: la colonial y prehispánica. Eran, a un tiempo, Tlatoanis y Reyes...republicanos.
La Revolución rompió de nuevo el orden. Madero quiso instaurar por ensalmo el orden legal perfecto pero los instintos tradicionales de la élite política y militar no lo dejaron. Surgieron de nueva cuenta los caudillos carismáticos y populares: Zapata, Villa, Obregón. Por su parte, desplazando a los caudillos carismáticos, Carranza y el Constituyente del 17 reestablecieron un nuevo orden tradicional, curiosamente parecido al porfiriano, con un Ejecutivo muy fuerte y un Estado interventor, justiciero, educador, misionero, legislador, ejecutivo, propietario. Calles y Cárdenas fueron los grandes consolidadores del nuevo orden revolucionario, formalmente democrático pero efectivamente monárquico. El orden institucional, corporativo, priísta, siguió intocado hasta 1968, cuando un movimiento telúrico estudiantil lo resquebrajó hasta sacar de él sus instintos más remotos, prehispánicos.
De entonces para acá, a despecho de sus grandes diferencias, todos los presidentes han buscado salvar la legitimidad tradicional que proviene de la Revolución. No lo han logrado. En 1986, el régimen tuvo la oportunidad de reformarse desde dentro y adoptar suavemente la legitimidad legal. No lo hizo y pagó un alto precio en 1988. El cardenismo salió del PRI para... quedarse con el PRI por las dos vías de legitimidad: la tradicional (Cárdenas, antes y después de todo, es hijo de Cárdenas) y la legal (el cardenismo se presenta como defensor de la legitimidad moderna).
Desde su nacimiento en 1939, el PAN sólo ha reclamado una fuente de legitimidad, la que proviene de los votos, la democrática. Debido a su permanencia dinosáurica en el poder (y a las formas en que se ha mantenido), nadie ve al PRI como un estandarte de la democracia. El PRD, en cambio, reclama para sí casi el monopolio de las dos legitimidades, supuestamente, es revolucionario y es democrático. ¿Qué resultará de este triángulo nada amoroso de nuestra vida política? La respuesta es cosa de profetas no de historiadores, pero si don Daniel C.V. se sentía profeta, ¿por qué un discípulo suyo no?
Reforma