El ensueño de Maximiliano
La tragedia de Maximiliano de Habsburgo, emperador de México entre 1864 y 1867, alimentó la imaginación de varias generaciones de dramaturgos, novelistas, poetas y cineastas en Europa y América. Franz Werfel compuso la obra de teatro Juárez y Maximiliano que inspiró el libreto de John Huston para la película Juárez, con Bette Davis en el papel de la emperatriz Carlota. Malcolm Lowry conjuró su espíritu en Bajo el volcán, escrita en Cuernavaca desde donde Maximiliano enviaba a su hermano Francisco José –emperador de Austro-Hungría que lo sobreviviría medio siglo– cartas sobre “el imperio más hermoso del mundo”. En México, quizá la ficción más leída sobre el tema ha sido Noticias del Imperio (1987) de Fernando del Paso, monólogo imaginario y novela epistolar de la enloquecida Carlota, que moriría en 1927, sesenta años después de los hechos, en su castillo de Bouchout, a las afueras de Bruselas.
La historiografía, por el contrario, se interesó menos en el episodio. En México, los investigadores concentraron su atención en su otra cara, la resistencia del gobierno republicano del presidente Benito Juárez a la imposición de un régimen monárquico encabezado por un príncipe extranjero. La reticencia se entiende. Quienes escribieron la historia fueron los liberales, cuyo triunfo consolidó a partir de entonces el orden formalmente republicano del país. Pero curiosamente, salvo excepciones como la obra seminal de Egon Caesar Conte Corti (Maximilian und Charlotte von Mexiko, 1924), tampoco los historiadores europeos prestaron mayor atención. Para Austria era demasiado doloroso. Para Francia resultaba vergonzoso, un preludio además de la derrota ante Prusia en 1870.
En tiempos más recientes, una nueva historiografía mexicana ha reconsiderado el lugar del Segundo Imperio. (El primero, hay que recordar, fue el no menos efímero reinado de Agustín de Iturbide entre 1821 y 1823.)1 Al mismo tiempo, en Europa y Estados Unidos han aparecido libros muy apreciables.2 Pero hacía falta un enfoque distinto, una visión no centrada en los protagonistas (por más emblemáticos que sean) sino en las vastas fuerzas impersonales de la geopolítica que dictaban los hechos. Ese es el aporte de Habsburgs on the Rio Grande. The rise and fall of the Second Mexican Empire de Raymond Jonas.
Originalmente especialista en historia social y religiosa francesa, en tiempos recientes Jonas (profesor de la Universidad de Washington, nacido en 1954) derivó hacia la historia del colonialismo europeo del siglo XIX. The battle of Adwa3 relata la victoria del ejército etíope sobre las fuerzas italianas que en 1896 pretendían convertir a Abisinia en un protectorado. Habsburgs on the Rio Grande tiene el mismo registro. En ambos libros Jonas traza una historia política, diplomática y militar bajo una mirada transnacional, “una historia que trasciende un único marco nacional”. Para el mexicano familiarizado con la vida de Maximiliano y Carlota esta manera de abordarla es una sorpresa: México es ciertamente el teatro donde culmina la obra, pero gran parte del drama se fraguó en Europa y Estados Unidos, más allá del escenario iluminado que estamos acostumbrados a mirar. También en el tiempo, la obra se extiende mucho antes y después: desde la separación de Texas en 1835 hasta la construcción en 1900 de la capilla conmemorativa del fusilamiento de Maximiliano que aún puede visitarse en el Cerro de las Campanas en Querétaro.
El arco histórico de Jonas es telescópico pero –acierto mayor– a lo largo del libro la mirada se detiene en personajes mayores o menores, muchos desconocidos pero representativos de cada momento y cada tema. El sustento documental es formidable: doce acervos de Austria, Bélgica, Francia, México y Estados Unidos, de donde extrae numerosas citas a fuentes primarias: cartas, decretos, documentos notariales, memorandos, registros estatales. Igualmente amplia es la investigación bibliográfica y hemerográfica, en la que abundan las ediciones en inglés. Esta riqueza (reflejada en 82 páginas de citas) es la cualidad mayor del libro, no solo por la erudición que supone sino por la destreza narrativa de Jonas, que entreteje animadamente su historia con los testimonios más diversos e inesperados. Quizá la menor incidencia de obras mexicanas se explica por su sesgo nacionalista, pero no se justifica. Es el caso de José Fernando Ramírez, célebre historiador mexicano, ministro de Negocios Extranjeros y de Estado de Maximiliano, a quien Jonas presta mínima atención e incluso confunde con Pedro Escudero, su sucesor en el cargo. Ramírez resumió la tesis de Jonas en sus inconclusas Memorias para servir a la historia del Segundo Imperio mexicano: México era un peón en el ajedrez que las potencias europeas (Inglaterra, Francia y aun España) jugaban con Estados Unidos. Para Jonas, el Segundo Imperio representó algo similar: una monarquía oportunista, surgida por la confluencia de diversas circunstancias favorables pero cuyo origen profundo era uno solo: “La historia del Imperio mexicano tiene sus raíces en la preocupación mexicana y el asombro europeo ante el expansionismo implacable de Estados Unidos.” De cierta manera, afirma Jonas, la guerra de intervención que se libró en México para imponer a Maximiliano es comparable con las “guerras subsidiarias” de la Guerra Fría, donde las potencias se enfrentaban a través de terceros en un territorio ajeno.
Bajo esta tesis, el choque entre el Viejo Régimen y el Destino Manifiesto pudo muy bien haber ocurrido en Texas en los años que siguieron a su independencia (1835), cuando algunas voces en Francia sugirieron “adoptar” ese nuevo país, establecer un acuerdo de migración de ciudadanos franceses, favorecer la importación de algodón texano (del que dependía la industria textil francesa) y apartarlo, en fin, de cualquier intención de unirse a Estados Unidos. Al frustrarse esa posibilidad por la anexión de Texas, la opción permaneció latente, aunque su urgencia creció tras la guerra entre México y Estados Unidos (1846-1848) que resultó en la pérdida de la mitad del territorio mexicano. “Perdidos somos sin remedio si la Europa no viene en nuestro auxilio”, clamaba el historiador Lucas Alamán, el mayor pensador conservador de México en el siglo XIX. Inglaterra y, en particular, Francia entendían y compartían la preocupación pero antes que enfrentar al gigante americano debieron lidiar con Rusia, el gigante vecino, en la guerra de Crimea (1853-1856).
De pronto, dos guerras civiles sucesivas (la Guerra de Reforma en México, entre liberales y conservadores, y la Guerra Civil estadounidense) alinearon las estrellas. En julio de 1861, el triunfante aunque exhausto gobierno republicano y liberal de Juárez suspendió el pago de la deuda externa, lo cual precipitó la presencia armada de Inglaterra, España y Francia en el puerto de Veracruz. Tres meses antes, “el estallido de la guerra civil en Estados Unidos creó una oportunidad para desafiar y debilitar a la impertinente república americana”. Quien la vio y buscó aprovecharla fue Napoleón III, cuyo objetivo fue establecer un “imperio antiimperialista” que rivalizara con Estados Unidos. La posibilidad abierta por la ruptura entre el norte y el sur era a tal grado cierta que Abraham Lincoln temió seriamente la colaboración entre el Imperio mexicano y los confederados. Su preocupación estaba fundada.
Para el melancólico Maximiliano, que a sus treinta años, después de navegar por Brasil y perder el reino de Lombardía, vivía retirado con Carlota en su castillo de Miramar (una especie de buque arquitectónico anclado en las costas del Adriático, frente a Trieste), las razones para aceptar la corona que súbitamente se le presentaba eran sobre todo subjetivas: “revivir una tambaleante dinastía de los Habsburgo”, trasplantarla al Nuevo Mundo. Inspirado en su lejano ancestro el emperador Carlos V –alguna vez señor de aquellas tierras americanas a través de España– el archiduque encontraría la gloria que Europa le negaba. Así, en la aventura mexicana “Francia proporciona apoyo militar, mientras que Carlos V proporciona el marco dinástico”. Se trataba para él (y también para los conservadores mexicanos) de una restauración de la monarquía en México, una vuelta a su condición histórica de tres siglos, interrumpida apenas unas décadas antes, en 1824, por la naciente república mexicana. Este anclaje en la antigua monarquía hispánica imperial permitía a Maximiliano participar –sin contradicción para un germánico– de una de las ideas en boga que fundamentaban la intervención francesa en México: la oposición de la raza latina a la raza anglosajona que pretendía dominarla, pensamiento articulado y difundido desde 1851 por Michel Chevalier, quien por primera vez acuñó el término “América Latina” por contraste con el más preciso Hispanoamérica.
La idea francesa de la “latinidad” introduce cierta confusión en el tratamiento inicial de Jonas. A su juicio, José Manuel Hidalgo y José María Gutiérrez de Estrada (los dos mexicanos que con mayor insistencia y eficacia cabildearon con Napoleón y Maximiliano para la implantación de la monarquía) representaban al estamento criollo, supuestamente afín a la identidad latina de México. Ciertamente les corresponde el adjetivo de “eurófilos” que les asigna Jonas, pero parecería que todos los criollos (es decir, los mexicanos de ascendencia puramente española) lo eran. En realidad los criollos, para diferenciarse de sus padres peninsulares, habían comenzado a identificarse con el pasado prehispánico desde el siglo XVI. Fueron los jesuitas criollos de la Ilustración quienes concibieron por primera vez el patriotismo mexicano en sus obras históricas y literarias. El líder inicial de la independencia (Hidalgo) fue criollo, igual que su consumador (Iturbide) y aun los líderes de la Primera República. Los criollos se habían opuesto a los avances de Estados Unidos pero también a la propia Francia, que atacó militarmente a México en 1838. Jonas insiste en que solo los criollos representaban el México latino que Francia pretendía defender: “México era latino solo en el sentido más estricto”, “una defensa agresiva del México latino ignoraba a la mayoría de la población: sus indígenas y mestizos”. Sin embargo, no solo los criollos sino también los mestizos y los indios habían pertenecido por trescientos años al mundo cultural latino en tanto que formaban parte orgánica de la monarquía española. La variable étnica, en suma, nubla la tesis de Jonas.
A mediados de 1862, cuando el siempre dubitativo Maximiliano escuchaba la oferta del trono, Inglaterra y España habían retirado sus tropas de las costas mexicanas, dejando a Francia sola en su aventura. Fue la llamada “guerra de intervención” que México recuerda con páginas gloriosas (la victoria del 5 de mayo de 1862) aunque desembocara finalmente en la derrota de sus fuerzas por el ejército francés de cerca de cuarenta mil soldados, comandados por el mariscal Forey. Jonas narra esta historia militar de manera vívida y precisa (incluido el cruento y definitivo sitio a la ciudad de Puebla en 1863), pero muestra también ser sensible a la dimensión emotiva, recogiendo anécdotas de combatientes, historias de amor, cartas de heridos y prisioneros franceses que conmovieron a la prensa parisina. Lo cierto es que ni el ejército francés ni el gobierno de Juárez eran dueños del territorio más allá del suelo que pisaban. Y si para los franceses resultaba esencial controlar México, para Juárez y los republicanos “el principal objetivo era demostrar, mediante la mera supervivencia, que México resistía”. Forey, que había servido en la guerra de Argelia, sabía que la insurgencia podría durar años, aunque la cuestión militar pareciera resuelta. Tras llegar a la capital en junio de 1863, Forey consintió la formación de una regencia integrada por los generales José Mariano Salas y Juan Nepomuceno Almonte (ambos conservadores, que veían por la monarquía) y el poderoso arzobispo Labastida, que veía por los fueros de la Iglesia y por ello chocó de inmediato con Forey y su sucesor Bazaine. Todos, sin embargo, esperaban a Maximiliano, que sopesaba su decisión frente a otras opciones (Polonia, Grecia) que parecían a la mano. Finalmente, Napoleón III –en connivencia con su mujer, la española Eugenia de Montijo, y con la propia Carlota, políticamente más capaz y ambiciosa que su marido– organizó en marzo de 1864 una visita de los futuros monarcas a París. Jonas recobra su pompa y circunstancia, tanta que pareció seducir definitivamente a Maximiliano. Por su parte, aquellos afanosos monarquistas mexicanos (José Manuel Hidalgo y José María Gutiérrez de Estrada) presentarían a Maximiliano actas de pueblos y ciudades (selectivas, aunque no falsas, sobre todo en el caso de los indios) que manifestaban su adhesión al futuro reinado. No obstante, mantuvo sus dudas. Francisco José las resolvió en su postrer encuentro en Miramar, donde le impuso la renuncia definitiva a sus derechos sucesorios. No había marcha atrás. Mientras Carlota celebraba, su marido se hundía en una depresión premonitoria: “No quiero saber nada de México.” Se embarcaron en Miramar en la fragata Novara, se detuvieron en Granada donde Maximiliano prestó juramento en la tumba de los Reyes Católicos, y se enfiló al país legendario de Moctezuma y Cortés cuyo pueblo lo esperaba –según creyó o quiso creer o le hicieron creer– como un “mesías político”, un “salvador”.
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El drama de Maximiliano y Carlota comenzó en el puerto de Veracruz, como un presagio del desastre que vendría. La llegada (28 de mayo de 1864) fue prematura; la recepción, deslucida e improvisada. En su lentísimo avance hacia la Ciudad de México el equipaje se retrasó, Carlota no pudo vestir adecuadamente y decepcionó a quienes esperaban un despliegue de esplendor. En Puebla, Cholula y la Ciudad de México la acogida fue más cálida. Desde un inicio, Maximiliano dio a conocer su utopía: la reconciliación de los mexicanos, bajo su reinado. Para sus adversarios, los liberales acaudillados por Juárez, esa propuesta era moral y políticamente imposible. Y pronto advertiría que tampoco sus seguidores, deseosos de vengar la derrota en la Guerra de Reforma, pensaban como él. No obstante, Maximiliano estaba convencido de que la Historia lo justificaba. Su misión, reflejada en documentos y discursos, era una mezcla de argumentos históricos: decía representar al viejo Imperio azteca (una idea inducida por Faustino Galicia Chimalpopoca, pintoresco pero importante intelectual indígena nahua enemigo de los republicanos, que había conocido a Maximiliano desde Miramar y al que Jonas apenas menciona), el virreinato de los Habsburgo, la independencia de España y un “antiimperialismo antiyanqui”. Con ese mensaje, comenzó a visitar los pueblos y ciudades del centro de México, recorrer los monumentos históricos, celebrar los días patrióticos como el más mexicano de los mexicanos. Maximiliano era la cara popular del Imperio. Carlota, más fría, asertiva e imperiosa, se volvió de facto –según Jonas– la primera mujer jefa de Estado de la historia mexicana. El historiador recrea al detalle esa etapa fugaz, hasta con los menús que se servían en el Castillo de Chapultepec, que los emperadores convirtieron en una réplica de Miramar, con todo y castelletto, pérgolas y jardines.
Sin perder de vista el trasfondo militar de la guerra mexicana y el desarrollo paralelo de la americana, Jonas registra la búsqueda de aliados políticos por parte de Maximiliano, en particular su relación con los indios. Contra la versión liberal, advierte con razón que no todas las adhesiones al imperio habían sido orquestadas producto de la confabulación. Las había voluntarias, como la de los ópatas y su jefe Tánori. Un famoso lienzo reproducido en el libro conmemora la visita que los indios de la etnia kikapú hicieron a Chapultepec. Los nativos americanos buscaban la protección del emperador contra la agresión militar y territorial yanqui, lo cual parecía conferir una aureola más de legitimidad a su reinado. Los republicanos veían estos acercamientos como mera demagogia. Después de todo, Juárez era un indio zapoteca. Pero el vínculo de Maximiliano con los indios no era solo intelectual, romántico, histórico, literario y hasta “populista”, como sostiene Jonas. Si bien patrocinó importantes estudios sobre lenguas indígenas con el apoyo de su gran aliado, Galicia Chimalpopoca, había en él una genuina sensibilidad social. Las comunidades indígenas y mestizas del centro de México que frecuentó buscaban en él lo que los reyes habsburgos les habían dado y que las reformas borbónicas y, más recientemente, las Leyes de Reforma (1859), les habían arrebatado: protección a sus tierras y autonomía jurídica. Y, al menos en el papel, lo obtuvieron.
“Entre sus muchas devociones –escribió el historiador Luis González y González– fue el indio mexicano una de las más constantes. Le dedicó casi tanta atención como a las plantas, los insectos, los pájaros y las piezas arqueológicas. Cuando manifestó su deseo de que una buena parte de la servidumbre palaciega la formaran indios, alguien comentó que los indios eran muy torpes; a lo que Maximiliano repuso: ‘son la mejor gente del país’.” Escuchó la centenaria querella de los indios por la usurpación de sus tierras comunales en la zona aledaña de Cuernavaca, donde el emperador pasaba largas temporadas. A juicio de González, las tres leyes agrarias que alcanzó a expedir entre 1865 y 1866 (cuando su imperio había entrado en el crepúsculo) anticipaban el espíritu agrarista y la vocación social de la Revolución mexicana, pero constituían en realidad un retorno a la República de Indios de los Habsburgo: la primera se proponía resolver los viejos pleitos entre las aldeas indígenas; la segunda, entregar “a sus antiguos usufructuarios las parcelas de los terrenos de ‘común repartimiento’; repartir los terrenos de propios y de cofradía, y mantener como tierras de propiedad comunal a las ejidales que desde la época de la colonia daban pasto a las vacas, puercos y burros de los comuneros y leña a sus hogares”. Una tercera ley creó un nuevo tipo de ejido que debía abastecer con sus frutos la escuela de la localidad. Varias de estas reformas corresponden al programa social de Galicia Chimalpopoca, adversario de Juárez y los liberales.
El éxito relativo de Maximiliano en arraigar y legitimar su reinado con los indios parece contrastar con la torpeza que despliega en el ajedrez de la política interna. Pero psicológicamente tiene sentido. Werfel lo vio en su obra, como apunta Jorge Luis Borges en su luminoso prólogo:
Maximiliano es un hombre complejo y escrupuloso, a quien han extraviado las circunstancias en un mundo implacable. Antes de combatir está derrotado, porque lo desarman la piedad y la lucidez. Incurre, gradualmente, en la culpa máxima: la de admitir que su enemigo puede tener razón. Dicta decretos filantrópicos; ampara al peón y al indio. Obra de esa manera porque ya entrevé que su causa, intrínsecamente, no es justa.
Werfel da con la contradicción capital: Maximiliano era un Habsburgo tradicional pero también un liberal moderno, como Juárez y su generación republicana. Eso hace que sus nuevos enemigos sean los políticos conservadores (que lo habían traído a México) pero sobre todo el arzobispo Labastida, cuyo propósito era la reversión de las leyes que en 1859 habían nacionalizado los bienes de la Iglesia, la más antigua institución mexicana. Al negarse a devolverlos (al revés de las tierras comunales de los indios), Maximiliano bloqueó toda posibilidad de un concordato con el papa. Jonas profundiza con sagacidad en esta discordia que se extendió años. Anacrónicamente, la Iglesia pretendía recuperar en México un sitio que había perdido en Europa. De ahí la postura intransigente del nuncio Pedro Francisco Meglia, idéntica a la de Pío IX, que a fines de 1864 publicaba el Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores (‘Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo’), feroz reprobación a las “perniciosas doctrinas” liberales que el papa sella simultáneamente con la encíclica Quanta cura. Esta postura del Vaticano era radicalmente adversa a la de Maximiliano, que en su desvarío intentaba restaurar el regio patronato que supeditaba la Iglesia a la corona. En junio de 1866, el poderoso y ultramontano arzobispo Clemente de Jesús Munguía (a quien Jonas trata con displicencia, pero cuya solidez doctrinaria era impresionante) sentenció sobre el imperio: “el enfermo ha entrado en agonía”. En este desencuentro entre la Iglesia y Maximiliano, Jonas resalta la figura del padre Agustín Fischer, a quien Maximiliano consideraba “lo mejor del clero mexicano”: enemigo de Munguía, Fischer –hombre turbio de origen alemán, que probó suerte como colono en Texas, luego como sacerdote en Durango– terminó por convertirse en una especie de Rasputín de la pareja imperial: tras lograr su confianza, viajó a Roma para negociar el concordato, dándose la gran vida mientras anunciaba a Maximiliano el inminente fruto de sus gestiones.
Un acierto de Jonas, precedido en su originalidad por Yo, el francés, del gran historiador franco-mexicano Jean Meyer,4 es recobrar las vidas de voluntarios reclutados con el apoyo de los Habsburgo y del rey de Bélgica para la aventura mexicana (incluyendo un mapa de procedencia). Meyer rescató las biografías de 784 oficiales franceses, entretejiéndolas con notas y cavilaciones propias. Jonas elige varios personajes emblemáticos de varias nacionalidades, como el estrafalario noble austriaco Carl Khevenhüller, autor de un diario privado sobre el imperio, endeudado por comprar un caballo para lucirse ante la emperatriz Sissi en la escuela de equitación de Viena. Sin el apoyo de sus padres, se embarcó en Bretaña para huir de sus acreedores. Otro fue el checo Franz von Kaska, médico de Maximiliano que permanecería ya siempre en México, se volvería amigo del presidente Porfirio Díaz y promovería, con su apoyo, el monumento funerario del emperador. Muchos voluntarios eran trabajadores manuales de las regiones de Silesia y Bohemia, que se embarcaron por hambre. Otros simplemente eran lo que la prensa calificó de Europamüde, “cansados de Europa”. En palabras de Narcisse-Henri-Édouard Faucher, era como si “toda Europa hubiera vertido su exceso de aventureros”. Los había de todas las nacionalidades. También el bando liberal recibió su legión extranjera proveniente de Texas y California. Jonas provee el mapa respectivo. El periódico La Voz de México en San Francisco consignó que la guerra americana contra los confederados y la mexicana contra la dominación europea era la misma. En este trance destaca Matthew Fontaine Maury, oficial naval confederado que había pasado casi toda la guerra en Inglaterra y consideraba seriamente la alternativa de una gran migración sureña a México. Para el emperador –romántico irredento– la caída de los confederados podría convertirse en una ventaja si se formaba un “colchón” de emigrantes en la frontera que impidiera la entrada de voluntarios republicanos. Para este efecto, no tuvo empacho en promulgar leyes que consentían (de manera disfrazada, como servidumbre por deudas) la esclavitud. Esto a pesar de que los mexicanos lo alertaron sobre la inconveniencia de esta colonización: después de todo, eran los mismos que antes se habían alzado con Texas.
Concluida la Guerra Civil estadounidense en mayo de 1865, el ajedrez comenzó a cerrarse lentamente para el imperio: desde el norte, las tropas republicanas (que incorporan contingentes de veteranos de la guerra y soldados afroamericanos) obtienen victorias definitivas. En 1866, Carlota embarca a Europa, mientras en las calles se escucha “Adiós, mamá Carlota”, canción satírica que sellará con sus versos el veredicto del imperio, y perdurará en el recuerdo colectivo. La emperatriz intentaría persuadir sin éxito a Napoleón de no retirar sus tropas (cosa que haría desde febrero de 1867). Pío IX la recibe en el Vaticano, alojándola por una noche mientras atestigua su primer episodio de locura. Carlota, la mujer práctica, fantasea aún con su reino verdaderamente libre, con Juárez como el Garibaldi mexicano. Nunca recobraría la razón. Tenía veintiséis años de edad.
Mientras tanto, cazando mariposas frente al pico nevado de Orizaba, Maximiliano sueña también, aunque por momentos considera abdicar. Los militares conservadores –a quienes en un principio había alejado en misiones diplomáticas– lo disuaden. Los más valerosos, el criollo Miguel Miramón y el indio Tomás Mejía, librarán con él, en Querétaro, la batalla final. De nuevo Borges, comentando el desenlace a partir de Werfel:
A través de la derrota y de las traiciones (toleradas por él, íntimamente fomentadas por él), Maximiliano se convierte en su propio juez y en su propio verdugo. Siente un afecto inexplicable por Juárez. A este (que acabará por fusilarlo en Querétaro) nunca lo vemos. En esa ocultación hay algo más que un hábil artificio dramático; Juárez es de algún modo la conciencia del triste emperador.
Esta penumbra de Juárez se reproduce en el libro de Jonas, donde el presidente mexicano es un personaje tenaz y a la postre victorioso pero secundario, casi ausente. La relativa omisión parece extraña. En la historia integral de la guerra de intervención y del Segundo Imperio, Juárez y la generación liberal de políticos, intelectuales y militares que lo acompañaron en la resistencia fueron protagonistas centrales. Pero hay que recordar la premisa: Jonas ha escrito la historia transnacional del Segundo Imperio. El lector general quedará en espera de un volumen complementario que explique la parte mexicana de esta historia, no solo el sentimiento patriótico (mucho más arraigado de lo que esperaban los mariscales) sino el despliegue militar y guerrillero, la variada estructura social, la intensa labor diplomática y propagandística de los liberales en Londres y Washington y, desde luego, la tragedia humana que la guerra significó para incontables familias. Lo cierto es que, en la vastísima bibliografía mexicana acumulada desde el siglo XIX sobre los vencidos que resultaron vencedores, hay pocas obras que contengan la riqueza documental, el enfoque humano de la guerra, la precisión del análisis político de Jonas para narrar la historia de los vencedores que resultaron vencidos. En Estados Unidos hay decenas de biografías modernas de Lincoln. En México, después de la muy apreciable Juárez and his Mexico de Ralph Roeder (1947), no hay una semejante. Al menos Porfirio Díaz, otro expulsado de la historia mexicana, cuenta con un biógrafo a su altura: su bisnieto Carlos Tello Díaz.
Habsburgs on the Rio Grande. The rise and fall of the Second Mexican Empire prueba que la historia del Segundo Imperio no debe reducirse a la biografía. Pero tampoco puede prescindir de ella. El gran trazo explicativo de la historia transnacional necesita afinarse con la dimensión psicológica e íntima de los personajes en el drama (no solo Maximiliano y Carlota, también Napoleón, Eugenia, Francisco José). Ese fue el aporte original de Conte Corti (con la nutrida correspondencia que aporta) y de varias obras literarias e históricas que no por manidas están superadas.
- En Para mexicanizar el Segundo Imperio (El Colegio de México, 2001), Erika Pani propone comprenderlo “no como un periodo exótico de zuavos franceses y músicas austriacas, sino una etapa sólidamente circunscrita dentro del desarrollo del Estado-nación mexicano”. Maximilian, Mexico, and the invention of empire (2010), de Kristine Ibsen, aborda la cultura visual del imperio en los espectáculos públicos, el arte, el cine y la literatura. Abundan también las reediciones de los viejos relatos de testigos de los hechos, como Paula Kolonitz, Anton von Magnus, José Luis Blasio y Carl Khevenhüller.
- En especial, Konrad Ratz, Correspondencia inédita entre Maximiliano y Carlota (2003); Querétaro: fin del Segundo Imperio mexicano (2005); Tras las huellas de un desconocido (2008) y El ocaso del imperio de Maximiliano visto por un diplomático prusiano (2011). Y más recientemente Edward Shawcross, The last emperor of Mexico (2021), narración biográfica seria y bien documentada, aunque convencional.
- Raymond Jonas, The battle of Adwa. African victory in the age of empire, Cambridge, Harvard University Press, 2011.
- Jean Meyer, Yo, el francés. La Intervención en primera persona, Ciudad de México, Tusquets, 2005.
Publicado en Letras Libres 323, noviembre de 2025.