Una vida de película

Esta Navidad coincide con un cumpleaños significativo para Augusto Elías, decano de la publicidad en México. ¿Cómo hacer justicia a un amigo entrañable? Siempre ayudan los clásicos. Acudí a Plutarco: “¿Qué se puede comparar a la amistad? El afecto y la amabilidad unidos a la virtud: más raro que esto no tiene nada la naturaleza”. Volví al Tratado sobre la amistad de Cicerón: “Pareceme que le quitan al mundo el sol quienes suprimen de la vida la amistad, el mejor y más placentero de cuantos sentimientos nos han sido concedidos por los dioses inmortales”. Y leí la fuente principal de ambos, los capítulos de la Ética nicomáquea, donde Aristóteles explica que la amistad no puede ser utilitaria (transaccional, como ahora se dice) ni tampoco fincarse en el placer compartido, que siempre es fugaz. “La amistad es una virtud o acompañada de virtud; y es, además, la cosa más necesaria en la vida. Sin amigos nadie escogería vivir, aunque tuviese todos los bienes restantes”. La amistad, concluye Aristóteles, citando a Homero, “son dos que marchan juntos”.

Hay algo clásico en la actitud de Augusto. Haciendo honor a su nombre, nunca lo he visto fuera de sí. Tampoco entregado al entusiasmo desbordado o al muy mexicano relajo. Sus triunfos profesionales, que han sido considerables, los ha recibido con satisfacción plena, pero sin vanagloria. Sus penas, no pocas y muy dolorosas, las ha resistido estoicamente, como recomendaba Séneca (andaluz, como la familia Elías), aunque en su caso con un mayor énfasis en el ejercicio físico, no solo por mantener la salud sino la alegría creativa. Hasta hace poco, cada fin de semana montaba su bicicleta en un puerto donde tenía una casa, para recorrer 25 kilómetros. “En la vida, como en la bicicleta, si no pedaleas, te caes”, me dijo hace tiempo. Así lo vi de lejos una mañana en un gimnasio, trotando, quizá entre lágrimas, el día después de haber sufrido la pérdida de Pilar Conesa, su elegante y gentil esposa.

Algo diré de su ejemplar vida empresarial. Su historia de amor con la publicidad —así la describe— comenzó en 1954 y no ha terminado. Aquel joven despreocupado que llegó a debutar como portero en el equipo León tuvo que hacerse cargo de la empresa paterna —ya casado en primeras nupcias— de la sorpresiva muerte de su padre, del mismo nombre. Puesto a prueba por sus clientes, respondió creando conceptos nuevos para la televisión de los años cincuenta y sesenta, como el “Premio Aurrerá de los 64,000 pesos” (en tándem con Jerónimo y Plácido Arango) y el “Teatro fantástico” (donde aparecía niña María Rojo junto con Enrique Alonso, “Cachirulo”, el temible “Fanfarrón” y la bruja “Escaldufa”). Recuerdo el “Teatro de Ángel Garasa” y la “Telecomedia de Manolo Fábregas”, programas que llevaban la cultura a la televisión de una manera digna y entretenida.

Con el tiempo, Augusto —lector voraz, amante de la ópera— trajo a México obras de teatro clásico. Augusto fue pionero de la investigación de mercado en México. El objetivo era conocer las preferencias del público, no para manipularlo sino para servirlo con responsabilidad. Contribuyó decisivamente a la creación del Consejo Mexicano de la Publicidad. Su misión original, ser “La voz de las empresas”, se ha desvirtuado. El propósito, ajeno a la política, era transmitir de manera eficaz y honesta el papel fundamental de los empresarios —pequeños, medianos y grandes— en la vida del país.

¿Su secreto? La suerte de los buenos genes: su madre, doña América Paullada, recitaba poemas a los 102 años; el amor de hijas, hijas políticas, nietas y nieto; y el don de la amistad. También la valentía. Por eso no ha dejado de trabajar ni de interrogar al mundo: “Envejezco, pero aprendo algo nuevo cada día”, decía el sabio ateniense Solón. Así también Augusto. Últimamente lo escucho formular las preguntas esenciales sobre el misterio de la vida. No creyente —según creo— Augusto solo responde: “Ha sido formidable vivir esta película”. Lo sigue siendo.

En la tradición polaca, cuando una persona cumple años, se le canta la canción “Sto lat”:

Cien años, cien años,
Que viva, que viva para nosotros.
Cien años, cien años,
Que viva, que viva para nosotros.
Otra vez, otra vez,
¡Que viva para nosotros!

Mi amigo ha llegado a esa meta. Ahora habrá que invocar la tradición judía. Cuando una persona cumple años se le dice: “Hasta los ciento veinte”.

Publicado en Reforma el 21 de diciembre de 2025.

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