Guillermo Tovar: El orfebre de la historia
Las instituciones académicas que practican, enseñan y difunden nuestra historia no supieron ni quisieron valorar a Guillermo Tovar de Teresa. Admirado por muchos lectores y amigos fuera y dentro de México, a su extraordinaria trayectoria intelectual le faltó algo –por desgracia– infrecuente en nuestro medio, tan proclive a la envidia, el ninguneo y la mezquindad: le faltó reconocimiento. Creo que lo necesitaba, pero no por inseguridad (Guillermo era el primero en aquilatar su propio valor) sino por un elemental sentido de justicia. Su obra singular –llena de hallazgos y frescura, de sensibilidad e inteligencia– lo merecía.
Si la historia no parte de una pasión por recordar, una piedad hacia el pasado y sus personajes, un amor a la tradición, la historia es mera contabilidad. Es en ese sentido esencial (entre otros) que Guillermo sobrepasaba a muchos colegas que le negaron en vida la valoración que, una vez muerto, a regañadientes le han prodigado. Y es que en el acto de amar a México pocos lo sobrepasaron. No solo había nacido con ese amor. Había nacido de ese amor. Era, él solo, una encarnación de México a través de los siglos.
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Alguna vez intenté un esbozo de sus mocedades. La infancia de Guillermo Tovar de Teresa –escribí– transcurrió como en una galería de retratos venerables, pero retratos vivos. El tiempo se había detenido en la vieja casona de la colonia Roma donde conversaba con su abuelo, Guillermo de Teresa y Teresa. Él no vivía en el México de los sesenta sino en la “muy noble y leal ciudad de México”. En aquella atmósfera de penumbra finisecular conversaba con el abuelo y el tío Ignacio sobre sitios remotos y antiguas usanzas, hojeaba añosos álbumes y descifraba caligrafías extrañas. El recuerdo de los tiempos de don Porfirio, cuando el tío José –concuño de Díaz– era embajador en Austro-Hungría, no era ya motivo de desolación sino de nostalgia. ¿Cuántas veces vio las postales de la casa de los Teresa en Tacubaya: el teatro privado, el lago, las caballerizas, el pequeño tren? La Revolución los había privado de negocios y haciendas, pero en un sentido profundo no los empobreció. Fue un naufragio del que salieron cargados de fragmentos y recuerdos. Un niño prodigio, un memorioso genial, sería el encargado de recogerlos.
Tan vivos como los vivos gravitaban los muertos. El más importante era el tatarabuelo materno, José Joaquín Pesado (1801-1861). Había sido un excelente poeta de temas clásicos, editor y colaborador de varias revistas literarias (La ilustración Mexicana, El Museo Mexicano y, sobre todo, La Cruz), miembro de la Academia de Letrán y ministro de Relaciones Exteriores. Pero sobre todas sus cualidades, la que influyó más sobre el tataranieto fue la devoción de Pesado por la pintura novohispana. Junto con su primo José Bernardo Couto y con el maestro Pelegrín Clave –director de la Academia de San Carlos–, Pesado escribió un libro clásico: Diálogo sobre la historia de la pintura en México. A Pesado y Couto se debe, además, la integración de la sala mexicana de pintura en el Museo de San Carlos.
Con ese abolengo no sorprende que a los doce años de edad, Guillermo fuera consejero de la presidencia en materia de reconstrucción artística. Tras agotar los libros y las bibliotecas, su curiosidad abarcaría archivos públicos y privados de los que iría recabando las decenas de miles de fichas cuidadosamente catalogadas que llegó a atesorar. A los 16 años escribió una historia de Tacubaya que se editó tiempo después. A partir de 1976 publicó varios libros de pinturas y pintores, esculturas y retablos, iglesias y conventos, calles y edificios, artífices y gremios. A cada uno de esos libros los recorre la pasión de dar voz a un pasado oculto, negado, suprimido: el pasado artístico de la Colonia. Son libros que rescatan con ternura y orgullo los fragmentos de belleza que labraron hace siglos manos mexicanas.
Poco tiempo después Tovar empezó a completar el trabajo iniciado por sus antepasados: año tras año guardó escrupulosamente estampas, litografías y fotografías con vistas a publicar un libro que algún día mostrara la destrucción sistemática de la ciudad de México por sus habitantes. Nosotros en Vuelta tuvimos el honor de publicarlo. Se llamó La Ciudad de los Palacios. Crónica de un patrimonio perdido.
No sé si ustedes lo recuerdan. Leer u hojear aquel libro ilustrado –experiencia desolada– suponía un acto de vergüenza, piedad y contrición. Un texto erudito y puntual acompañaba en cada página una doble ilustración: la del inmueble original y la de su estado actual, a menudo ruinoso o ya inexistente. Era el testamento visual de la ciudad de México.
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Pasaron los años. Llegó el fin de siglo y Guillermo sintió que sus siglos se alejaban del horizonte presente. Se sintió, él mismo y cada vez más, un sobreviviente. Pasó de la juventud a la vejez. Se volvió silencioso, irascible. Entonces apuró aún más el empeño de rescatar ya no el tesoro perdido de la memoria mexicana sino el tesoro perdido de la memoria familiar, cada objeto, cada cuadro, cada reliquia, aunque estuviese en el fin del mundo. Era un intento febril, conmovedor, ya no solo de recobrar el pasado sino de revivirlo. Así reivindicó con orgullo su antiguo linaje, rehizo en buena medida el salón familiar, invitó a comer a sus abuelos y bisabuelos, logró revertir –fugazmente– las manecillas centenarias del reloj.
Cuando murió, hice el recuento de mis deudas con él. Imposible cubrirlas, pero sé que tengo frente a mí, como su amigo y editor, como su colega, varios deberes: revisar el libro voluminoso que dejó con sus reflexiones históricas y metahistóricas sobre México; lograr que se reedite su obra sobre la ciudad de México, e invitar a las autoridades, a las instituciones, a los amigos, a llevar la obra de Guillermo (mediante las tecnologías actuales) a la vista de las generaciones jóvenes. Para que conozcan al historiador solitario, al historiador sin títulos que recobró por si solo la grandeza del México que deslumbró a Humboldt.
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Ahora lo tengo frente a mí en retrato. Cruzado de brazos, con su tweed de cuadros, su chaleco de cashmere, su corbata de rayas. Está sentado en una silla labrada. Nos mira con extrañeza, con cierto enojo, con nostalgia, con un dejo levísimo de temor. ¿Qué nos dice su melancólica mirada? Que las querellas mexicanas nos han hecho olvidar que la historia es también, y sobre todo, un acto de amor, una obra de orfebrería.