México Bárbaro
La espantosa masacre de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa ha provocado una indignación social sin precedente desde 1968. Es una reacción justificada y natural. Dada la historia remota y reciente de Guerrero, la tragedia tenía fatalmente que ocurrir, lo extraño es que no ocurriera antes y que las diversas instancias de gobierno no la previeran y evitaran. No todo México es Guerrero, pero así lo parece ahora.
Guerrero es un Estado rico en playas y recursos naturales (es nuestro primer productor de oro), pero padece una honda marginación: el 70% de sus habitantes vive en la pobreza. Su tasa de homicidios, cuatro veces superior a la media nacional, es la más alta del país, y acaso lo ha sido siempre. Guerrero fue ingobernable desde tiempos coloniales, acogió muy tarde la presencia de la Iglesia (su primer obispado es de 1819, casi tres siglos después de la Conquista) y fue teatro destacado de todas nuestras guerras nacionales.
En el Diccionario geográfico, histórico, biográfico y lingüístico del Estado de Guerrero, de Héctor F. López, casi cada página refiere una querella entre montescos y capuletos, resuelta no con espadas sino con machetes. Su historia política ha sido una secuela de despojos, golpes, traiciones, desafueros, desconocimientos, derrocamientos, divisiones dirimidas a balazos y asesinatos. Desde el 27 octubre de 1849, fecha en que Guerrero nació como Estado, hasta el año de 1942 en que López publicó su libro, solamente un gobernador había terminado su período constitucional.
Nada de esto sospechaba yo cuando de niño emprendía con mi familia la travesía anual de vacaciones al edénico puerto de Acapulco. De pronto, en 1960, mientras las celebridades de todo el mundo inauguraban el Festival Internacional de Cine en Acapulco, recuerdo nítidamente la terrible noticia: en Chilpancingo, capital del estado, había ocurrido una matanza de campesinos. Para mí, y para muchos mexicanos, fue el fin de la inocencia: la reaparición del subsuelo violento de México, del México bárbaro.
Aunque el gobernador fue destituido, aquellos hechos impulsaron el activismo de la izquierda, alentado a su vez por el reciente triunfo de la Revolución cubana. El foco de ese espíritu revolucionario fue precisamente la Normal Rural de Ayotzinapa. Fundada en los años veinte, siguió los principios de la educación socialista y siempre mantuvo una filiación marxista. De esa escuela surgió Lucio Cabañas, que con amplio apoyo social declaró —igual que Genaro Vázquez Rojas— la guerra al Estado mexicano.
En toda América Latina, el activismo revolucionario de Cuba enfrentó al Ejército, al extremo de que, para 1970, ocho de los diez países sudamericanos estaban gobernados por dictaduras militares. México era una excepción, por el pacto no escrito establecido con Cuba desde 1959: México fue el único país del orbe americano que se negó a romper relaciones con Cuba, a cambio de lo cual Cuba se abstuvo de apoyar a los revolucionarios mexicanos. Eso explica que, en los años setenta, el presidente Echeverría (1970-1976) abriera las puertas del país a los refugiados que huían del terror militar de Chile y Argentina, mientras desataba el terror (sobre todo en el Estado de Guerrero) para acabar con los focos guerrilleros. En esos años, Guerrero se volvió el estado más militarizado de México. Tras una década de intensa violencia conocida como la “guerra sucia”, y tras la muerte de los líderes guerrilleros, a partir de los ochenta la zona se sumió en una engañosa calma, punteada por nuevos hechos brutales, como la matanza de Aguas Blancas en 1995.
Con el nuevo siglo, un ominoso protagonista incrementó su presencia: el narcotráfico. Guerrero era el Estado ideal: una geografía accidentada (intrincadas e incomunicadas serranías), una ancestral cultura de la violencia, una sociedad resentida por las secuelas de la "guerra sucia" y tan pobre —en algunos sitios— como las zonas más depauperadas de África. Pero algo más atrajo irresistiblemente al crimen organizado: la corrupción política. En muchos municipios de Guerrero (y del país) los presidentes municipales y sus aparatos policíacos cobijan a los señores del narco, se asocian con ellos o, en algunos casos (como en Iguala), son ellos.
En Guerrero, el Gobierno estatal del PRD, que lleva casi diez años al mando de la entidad, contempló este vínculo de la política con el crimen sin inmutarse (eso en el mejor de los casos). El poder federal fue, cuando menos, omiso e ineficaz. Y el Ejército, que tiene una base importante cerca de Iguala, inexplicablemente dejó que la alianza perversa asentara sus reales.
La alianza prosperó. Hoy Guerrero concentra el 98% de la producción nacional de amapola. El presidente Obama citó recientemente un reporte de la DEA sobre un incremento del 324% en los decomisos de heroína en la frontera, entre 2009 y 2013. Buena parte proviene de Guerrero. No es casual que Iguala haya sido el epicentro de la tragedia: una narcociudad exportadora de droga, gobernada por el crimen.
¿Y los estudiantes? Carecemos aún de información sólida, pero el motivo de su horrendo asesinato —digno de los campos de exterminio— parece haber sido este: con sus manifestaciones políticas, sus protestas cívicas y su idealismo revolucionario, estorbaban al negocio y el poder del presidente municipal y su esposa (ya capturados), aliados con el grupo criminal Guerreros Unidos. ¿Por qué matarlos? Por “revoltosos”, declaró uno de los asesinos.
Hace unos años en Monterrey un grupo de sicarios incendió el Casino Royal y provocó 53 muertos. Esa masacre prendió todas las alarmas. La sociedad, los empresarios, los medios colaboraron directamente en la renovación integral de las policías, invirtieron en obras sociales y educativas, fueron exigentes con el Gobierno estatal y, si no lograron acabar con el problema, lo volvieron manejable. Algo similar ha ocurrido en Tijuana y aún en Ciudad Juárez. Por sus niveles de marginación y bajísimo nivel educativo, difícilmente se podrá replicar el modelo en Guerrero.
México requiere un sistema de seguridad y de justicia que proteja lo más preciado, la vida humana. La incesante marea del crimen no solo debe detenerse, debe replegarse por la acción legítima de la ley. Cada día que pasa, el ciudadano —decepcionado de todos los partidos, los políticos y la política— se hunde más en el desánimo y la desesperación. Por eso, el Gobierno está obligado a tomar todas las medidas posibles para refutar a quienes —de manera injusta— acusan a México de ser un narcoestado. De la solución de fondo a esta alarmante debilidad del Estado de derecho depende —sin exagerar— la viabilidad de la democracia mexicana.
El País