Por la justicia, contra la corrupción
Todos (o casi todos) queremos vivir en un país donde quien infrinja las leyes -empezando por las leyes que protegen la vida humana- sea aprehendido, juzgado y condenado con un debido proceso y de manera proporcional al delito cometido. Todos sabemos que estamos muy lejos de ese piso mínimo de seguridad y convivencia. Y todos conocemos, desde hace años, historias de desvergüenza política y horrorosa violencia que nos mueven al desánimo y la desesperanza pero que, en días recientes, han derivado en una justificada y natural indignación social. No hay duda: la construcción de un "Estado de derecho" es la primera prioridad nacional.
Entre los muchos y complejos obstáculos que tiene México para fincar el imperio de la ley, quiero referirme a dos, que hunden sus raíces en la historia: la supeditación de la justicia al poder y la corrupción política.
Los liberales de la Reforma pusieron el respeto a la ley en el centro de sus vidas. Por eso desconfiaron de las vías de hecho y confiaron en el derecho como el único instrumento que nos permite vivir en pacífica convivencia y no sometidos a la voluntad del rey, al coro que lo aclama o a los violentos de la hora. Por eso intentaron fortalecer la división de poderes: muchos de ellos, con gran orgullo, fueron jueces y legisladores.
La era de Porfirio Díaz dio cierta continuidad a ese proyecto liberal en el ámbito civil, pero Díaz desvirtuó el cumplimiento de la Constitución y quitó cualquier vestigio de independencia al Poder Judicial. Y algo más: en su largo reinado, el crimen y el delito se reprimieron discrecionalmente desde el poder presidencial (salvando "buena sangre" y derramando "mala", como dijo Díaz en 1908).
El régimen de la Revolución Mexicana trastocó de varias formas el respeto a la ley. Los gobernantes del PRI continuaron la escuela porfiriana de someter al Poder Judicial y monopolizar la procuración de justicia. Esta politización en el proceso de perseguir el crimen y juzgarlo se convirtió en fuente de corrupción.
En años recientes ha habido ciertos avances. La Suprema Corte es autónoma. Pero la procuración de justicia, con todo su gigantesco aparato policíaco, no lo es: depende del Poder Ejecutivo (como el "Procurador del rey" en la tradición monárquica). Una idea práctica para remontar este obstáculo sería crear la figura del Fiscal General independiente.
No creo que la corrupción (y, en general, el desdén, la laxitud o el franco cinismo ante la ley) corresponda a un supuesto DNA cultural. La prueba está en los mexicanos que emigran a Estados Unidos. Ahí donde violar las leyes tiene consecuencias, se abstienen de infringirlas. Hasta el modesto alcoholímetro prueba que no es imposible construir civilidad: si al principio enfrentó resistencias, ahora es parte de nuestra precaria convivencia.
Tampoco la historia de México explica la corrupción. Los liberales no robaron ni un centavo. Y Porfirio Díaz se retiró con su sueldo de militar. La corrupción empezó con los políticos que durante la Revolución "carranceaban" (verbo inventado por Vasconcelos) el presupuesto. En 1946, Cosío Villegas escribió: "ha sido la deshonestidad de los gobernantes revolucionarios, más que ninguna otra causa, la que ha tronchado la vida de la Revolución Mexicana". ¡Y pensar que comenzaba apenas el ascenso exponencial de la corrupción!
Desde los años ochenta, Gabriel Zaid escribió en La economía presidencial: "La corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema". Por eso mismo -agregó- la corrupción no podía combatirse desde dentro, con campañas publicitarias, golpes de pecho, llamados a la "renovación moral" o dependencias de auto vigilancia: se debía combatir desde fuera, con mecanismos autónomos de transparencia. Si se arroja luz sobre la "tenebra" del poder, el veredicto ciudadano es inmediato e implacable. En ese sentido, la Ley de Transparencia y el IFAI han sido instrumentos muy útiles para la prensa y la ciudadanía, que además cuenta ahora con las redes sociales.
Zaid propuso desde entonces la declaración patrimonial del presidente antes, durante y después de dejar el cargo. La idea parte de un principio kantiano: "Todo lo que es de interés público debe ser publicable". Ese principio debe regir los actos del presidente de la República. El no haber actuado en consonancia ha tronchado la legitimidad del régimen. Solo el liderazgo ético puede enmendarlo.
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