El mundo de los padres
Un salto en la máquina del tiempo. Estamos en 1968. Nuestro segundo personaje, el padre imaginario de alguna o alguno de ustedes ha cumplido 20 años. Su infancia había transcurrido en la década rosa, despreocupada y feliz de los 50s.
Aunque la televisión era el bebé de la familia, la presencia fundamental era la radio.
Sólo por excepción se escuchaban entonces canciones en inglés. Era la época de los grandes tríos y los boleros, de las canciones rancheras y el cha cha-chá.
Dos gobernantes veracruzanos -Miguel Memán y Adolfo Ruíz Cortines- habían impulsado certeramente a la industria mexicana.
Gobernado por el PRI, sin sombra casi de Oposición, México vivía lo que algunos ya daban en llamar "El Milagro Mexicano", un milagro hecho de estabilidad política, paz social y crecimiento económico.
La Guerra Fría barruntaba un poco el horizonte. Un poco, nada más. Hasta en Estados Unidos se hablaba de los "Gay fifties".
Nuestro padre imaginario crecía en un ambiente mexicano. La época dorada del cine había concluido con la trágica muerte de Jorge Negrete en 1953 y de Pedro Infante en 1957, pero sus peliculas seguían pasándose por la televisión y en la amplia cadéna de cines del centro de la Ciudad.
El paseo dominical consistía en ir a Chapultepec, escuchar los silbidos de los globeros y andar en bicicleta.
Las mañanas seguían siendo soleadas y alegres. Por las calles se escuchaban aún antiguos pregones: "Hay camoteeees", "el afiladoooor:' y "Rooopa usaaada que vendaaaan".
A lo lejos, sin faltar un solo día, desde cualquier punto elevado de la Ciudad, como en un eterno paisaje de Velasco, se veían los volcanes.
De pronto, a fines de esa década de tranquilidad, todo cambió. Noticias extraordinarias, increíbles, llegaron por los teletipos.
El 1 de enero de 1959, Fidel Castro tomaba el poder en Cuba. Al poco tiempo, se declaraba comunista. La Guerra Fría tomaba un sesgo amenazador. Había riesgo cierto de una guerra nuclear en el Golfo de México.
Cuba era un enclave soviético un paso de la Florida, pero era también; para muchos latinoamericanos, un principio de esperanza, el símbolo desafiante que los Estados Unidos merecían por la arrogancia de su trato-histórico con los países de su frontera sur.
El viejo resentimiento antiyanqui se combinó entonces con una esperanza casi mesiánica en la persona y el régimen de Castro: toda la América Latina debía seguirlo. El Ché Guevara se internaría en la sierra de Bolivia para plantar 'uno, dos, tres mil vietnames' en el continente.
Aquel joven, el padre de nuestra fábula, despertó a la conciencia política en esos días y con una palabra obsesiva en la mente: protesta. Ya no escuchaba la música melosa de los años 50s, ni siquiera el rock más agresivo de Elvis Presley, sino las canciones filosóficas de los Beatles.
Aunque no "le entraba" al LSD, ni siquiera a la mariguana, se dejó crecer el pelo y comenzó a devorar literatura marxista.
El autor de moda era un filósofo marxista y freudiano llamado Herbert Marcuse. Fue el profeta del mesianismo estudiantil.
Marcuse predicaba la guerra total contra la sociedad de consumo desde el infernal paraíso donde vivía: La Jolla, California.
Imaginemos a nuestro joven de clase media, ya universitario, leyendo Eros y Civilización de Marcuse en una de esas crueles e inhóspitas playas de México digamos, en Acapulco-. "Es verdad -se decía a si mismo, sorbiendo su agua de coco- como dice Marx, no tenemos nada que perder más que nuestras cadenas".
Y entrecerrando los ojos nuestro joven se resolvía a luchar por el advenimiento del hombre nuevo, como en Vietnam, como en Cuba, como en la Revolución Cultural China. ¡Salud!
La cruel verdad es que la mítica juventud de los 60s no fue una juventud obrera ni campesina.
Fue una juventud universitaria, burguesa o pequeño burguesa, que creía trascender su posición de clase en la vida con un simple acto de fe: imaginarse obrera y campesina.
Los 60s fueron una conjunción de muchas actitudes. Ante todo, un viaje sideral, un ensueño narcisista de grandeza, una ola creciente de fervor ideológico.
Fueron también una vaga, generosa, irresponsable, loca, infantil, metafísica, sensación de solidaridad, hermandad, justicia. Y una especie de universal NO contra la autoridad paterna, un parricidio simbólico.
En casi todo el orbe, sin respetar fronteras ideológicas, raciales o políticas, lo mismo en Checoslovaquia y Polonia que en los Estados Unidos, Francia, Alemania y México, la ola rompió en un año de significación astral: 1968.
Los estudiantes se sintieron la clase elegida por la Providencia Histórica para acaudillar la salvación de la humanidad.
Había que llevar el NO a las calles y hacer la revolución instantánea.
¿Qué había detrás de ese impulso liberador? Sigue y seguirá siendo un misterio. Pero más allá de sus momentos de generosidad, más allá de sus aspectos positivos, aquel movimiento masivo era un lujo que los hijos consentidos de la generación de la postguerra, los famosos baby boomers, podían darse.
Si gritaban "Amor y Revolución" en las calles de París, Los Angeles o Alemania, era porque en las noches los esperaban las sábanas calientes en casa de papá.
¿Qué hubiesen dado sus padres o abuelos por un confort similar?
El movimiento estudiantil de México no fue la excepción, pero tuvo una significación particular.
Era un primer NO a un régimen político que lo merecía. No vivíamos un milagro sino una máscara de milagro: casi una ficción.
Una casta supuestamente heredera de la revolución de 1910 se eternizaba en el poder impidiendo la libre expresión de la sociedad.
Desde los remotos días del movimiento vasconcelista en 1929; el País había olvidado el sabor de la libertad pública ejercida, de la protesta legítima, el derecho elemental de disentir, debatir, votar.
Ante esa irrupclón de libertad en las calles de México, cuando en Radio Universidad se escuchaba una canción que decía "Que vivan los estudiantes porque son la levadura, del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura", el Presidente de la República Gustavo Díaz Ordaz y sus cercanos colaboradores, decidieron encarnar a sus antepasados prehispánicos y ordenaron el sacrificio de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco. Esa sangre manchó para siempre la legitimidad del sistema político mexicano y marcó la vida de nuestro joven y de su generación.
Es verdad que el movimiento estudiantil del '68 en México había tenido, como en todo Occidente, momentos de ingenuidad y falsedad, de protesta fácil e inauténtica. Es verdad también que lo movían oscuros titiriteros oficiales, comunistas, yanquis y de otras calañas. Pero como a sus homólogos en países autoritarios como Checoslovaquia o Polonia, lo caracterizaba también un fondo auténtico, un corazón libertario. Muchos miembros de la generación de nuestro personaje se fueron a la sierra, como el Ché Guevara, y como el Ché murieron. Otros se dedicaron a hacer la guerrilla en la Universidad, en las aulas, en los cafés; y otros más en los periódicos o revistas de Oposición.
Seguían viviendo en un sueño. Eran adolescentes fósiles. Se hablan inmovilizado en el '68. Quizá la altísima incidencia de divorcios que se dio entre ellos se explique por esta ansia de retener el protagonismo juvenil del '68: "No nos pasará, no envejeceremos".
Tuvieron que pasar muchos años, casi 20 y en algunos casos 25, para que, canosos y barrigones, los "sesenta y ocheros" comenzaran a admitir que, al margen de la generosidad de su movimiento, la historia habla seguido por rutas muy distintas de las que preveían sus ideologías. Los más valientes miraban hacia atrás y sentían que una parte de la vida les había sido robada.
Ahora mismo. En 1993. Muchos viven como entrampados en su historia, sin lograr superarla. Otros más, parecen haber decidido que el '68 debe ser eterno y, a 25 años de distancia, preparan una vuelta, una revuelta, de esos valores políticos e ideológicos.
A sus 20 años, en 1943, el abuelo de nuestra historia tenía demasiada incertidumbre y miedo sobre el futuro del mundo. Era natural, vivía un mundo en guerra.
A sus 20 años, en 1968, el padre de nuestro cuento tenía demasiada certidumbre y seguridad. Era natural, vivía en un mundo dominado por la ideología.
El abuelo tenía un dogma: la Revolución Mexicana; el padre tenía el suyo, la Revolución Mundial. Ambos tenían una visión distorsionada de la realidad internacional e interna, que sólo una lectura adecuada de sus respectivos tiempos podía haber corregido. Por desgracia, los hombres somos malos lectores de nuestro tiempo.
En los años 60s, cuando la generación del abuelo estaba en el poder (recordemos que Echeverría y López Portillo nacieron como él a principio de los 20s) México vivió un resurgimiento de un ismo, menos letal que el comunismo o el nazismo, pero altamente nocivo para el desarrollo sano de la sociedad. Me refiero al típico populismo de la Revolución Mexicana.
Faltos de sentido práctico, incapaces de leer el balance económico ya no digamos de un país sino de un estanquillo, aquellos dos Presidentes-Monarcas y un puñado de economistas, analfabetos en economía, se creyeron émulos del general Cárdenas sin ver que la salida de México estaba en una apertura hacia el futuro, no una rendición del pasado. En lugar de abrir al País a la competencia económica externa como hacían los países pobres del Sudeste Asiático, y en lugar de abrir el sistema político a una democracia que comenzara por poner límites al poder absoluto del Presidente en turno, los protagonistas de "la docena trágica" cerraron al País en su política y economía hipotecándolo por una o dos generaciones.
¿Qué hubiera podido hacer, frente a su generación, el abuelo de nuestra historia? Muchas cosas: informarse con objetividad sobre la marcha del mundo; tomar distancia con respecto a la versión oficial de la Revolución Mexicana; separarse críticamente de las recetas populistas en que se había formado.
El padre de nuestra historia también falló.
Aunque poco a poco se desencantó del régimen cubano, siguió creyendo en la vía revolucionaria. Apoyó a los sandinistas y a los revolucionarios El Salvador.
Mantuvo un odio sin matices, ta inútil como paralizante, contra los gringos, cuya supuesta maldad provocaba y excusaba todas nuestras faltas.'
Cuando en 1982, en un acto dema gógico, el Presidente López Portillo nacionalizó la Banca, el ya no tan joven "sesenta y ochero" exclamó: "¡Bravo está viva la Revolución Mexicana!"
Así llegó el padre de la fábula a la increíble década de los 80s, con sus sorpresas cósmicas: ¿quién iba a prever la mayor de todas, el derrumbe de imperio soviético? Sólo entonces; el hombre del '68 comenzó a sospechar que había equivocado.
Las revoluciones del siglo XX , sobre todo la rusa y la china, no eran la historia de una utopía sino un inmenso fracaso. ¿Y la buena Revolución Mexicana? ¿Dónde encasillarla? ¿Esta muerta como parece implicarlo, aunque no lo admita, la modernización salinista? ¿O sigue vigente, como propone el fundamentalismo cardenista?
La generación del '68 ha llegada al poder dividida de manera casi irreconciliable entre los partidarios (el régimen y los de la oposición de izquierda. ¿Por quién decidirse en elecciones de 1994?
En el alma confusa de nuestro personaje se libra una guerra civil. El País espera que esa guerra civil no llegue a las calles.
Reforma